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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

Ulises (25 page)

BOOK: Ulises
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Tiempo celestial realmente. Si la vida fuera siempre así. Tiempo para jugar al cricket. Sentarse por ahí bajo grandes sombrillas. Partido tras partido. Fuera. No pueden jugar a eso aquí. Cero a seis tantos. Sin embargo el capitán Buller rompió una ventana en el club de la calle Kildare con un golpe que iba a
square leg
. La feria de Donnybrook está más en su línea. Y los cráneos que partíamos cuando salió al campo M’Carthy. Ola de calor. No durará. Siempre pasando, la corriente de la vida, aquello que perseguimos en la corriente de la vida nos es más caro que todo lo demás.

Disfruta ahora de un baño: limpia tina de agua, fresco esmalte, la suave corriente tibia. Esto es mi cuerpo.

Preveía su pálido cuerpo reclinado en él del todo, desnudo, en un útero de tibieza, aceitado por aromático jabón derretido, suavemente lamido por el agua. Veía su tronco y sus miembros cubiertos de oliolitas y sosteniéndose, subiendo levemente a flote, amarillo limón; el ombligo, capullo de carne; y veía los oscuros rizos enredados de su mata flotando, flotante pelo de la corriente en torno al flojo padre de millares, lánguida flor flotante.

[6]

Martin Cunningham fue el primero en meter la cabeza enchisterada en el crujiente coche y, entrando ágilmente, se sentó. El señor Power le siguió, curvando su altura con cuidado.

—Vamos, Simon.

—Usted primero —dijo el señor Bloom.

El señor Dedalus se cubrió rápidamente y entró diciendo:

—Sí, sí.

—¿Estamos todos ya? —preguntó Martin Cunningham—. Venga acá, Bloom.

El señor Bloom entró y se sentó en el sitio vacío. Tiró de la portezuela tras de sí y dando con ella un portazo la cerró bien apretada. Pasó un brazo por la correa de apoyo y se puso a mirar con seriedad por la ventanilla abierta del coche hacia las persianas bajadas de la avenida. Alguien se echó a un lado: una vieja atisbando. Nariz blanca de aplastarse contra el cristal. Dando gracias a su destino porque la habían pasado por alto. Extraordinario el interés que se toman por un cadáver. Contentas de vernos marchar les damos tanta molestia llegando. La tarea parece irles bien. Cuchicheos por los rincones. Chancletean por ahí en pantuflas de felpa por miedo a que despierte. Luego dejándolo listo. Adecentándolo. Molly y la señora Fleming haciendo la cama. Tire más de su lado. Nuestra mortaja. Nunca sabes quién te va a tocar muerto. Lavado y champú. Creo que cortan las uñas y el pelo. Guardan un poco en un sobre. De todas maneras crece después. Trabajo nada limpio.

Todos esperaban. No se decía nada. Cargando las coronas probablemente. Estoy sentado en algo duro. Ah, ese jabón en el bolsillo de atrás. Mejor sacarlo y cambiarlo de ahí. Espera una oportunidad.

Todos esperaban. Luego se oyeron ruedas allá delante, girando; luego más cerca; luego cascos de caballos. Una sacudida. Su coche empezó a moverse, crujiendo y meciéndose. Otros cascos y ruedas crujientes arrancaron detrás. Fueron pasando las persianas de la avenida y el número nueve con el llamador encresponado, la puerta medio cerrada. Al paso.

Siguieron esperando, con las rodillas oscilantes, hasta que doblaron y fueron siguiendo las vías del tranvía. Tritonville Road. Más deprisa. Las ruedas traqueteaban rodando por la calzada de guijarros y los cristales desquiciados se agitaban traqueteando en las portezuelas.

—¿Por dónde nos lleva? —preguntó el señor Power a través de ambas ventanillas.

—Irishtown —dijo Martin Cunningham—. Ringsend. Calle Brunswick.

El señor Dedalus asintió, asomándose.

—Es una buena costumbre antigua —dijo—. Me alegro de ver que no se ha extinguido.

Todos observaron durante un rato por las ventanillas las gorras y sombreros levantados por los transeúntes. Respeto. El coche se desvió de las vías del tranvía a un camino más liso, después de Watery Lane. El señor Bloom en observación vio un joven delgado, vestido de luto, sombrero ancho.

—Ahí ha pasado un amigo suyo, Dedalus —dijo. —¿Quién es?

—Su hijo y heredero.

—¿Dónde está? —dijo el señor Dedalus, estirándose al otro lado.

El coche, pasando zanjas abiertas y montones de pavimento excavado delante de las casas baratas, dio un vaivén al doblar una esquina y, volviendo a desviarse hacia las vías del tranvía, siguió rodando ruidosamente con ruedas charlatanas. El señor Dedalus se echó atrás en el asiento, diciendo:

—¿Estaba con él ese bribón de Mulligan? ¡Su
fidus Achates
!

—No —dijo el señor Bloom—. Estaba solo.

—En casa de su tía Sally, supongo —dijo el señor Dedalus—, el bando de los Goulding, ese borrachón de contable y Crissie, la boñiguita de su papá, la niña sabia que conoce a su padre.

El señor Bloom sonrió sin alegría hacia Ringsend Road. Wallace Hnos; fábrica de botellas; Puente Dodder.

Richie Goulding y su cartera jurídica. Goulding, Collis and Ward llama a la agencia. Sus chistes se están quedando un poco mojados. Era un buen punto. Valsando en la calle Stamer con Ignatius Gallaher un domingo por la mañana, los dos sombreros de la patrona sujetos con alfileres en la cabeza. De juerga por ahí toda la noche. Se le empieza a notar ahora: ese dolor de espalda suyo, me temo. La mujer planchándole la espalda. Cree que se lo va a curar con pastillas. Son todas miga de pan. Alrededor del seiscientos por ciento de ganancia.

—Anda con una pandilla muy baja —gruñó el señor Dedalus—. Ese Mulligan es un jodido infecto rufián de siete suelas, por donde quiera que se le mire. Su nombre hiede por Dublín entero. Pero con ayuda de Dios y de su Santísima Madre yo me ocuparé de escribirle una carta un día de estos a su madre o a su tía o a quien sea para abrirle los ojos de par en par. Le voy a organizar la catástrofe, créame.

Gritaba por encima del estrépito de las ruedas.

—No quiero que el hijoputa de su sobrino me eche a perder a mi hijo. El hijo de un hortera. Vendía sebo en la tienda de mi primo, Peter Paul M’Swiney. Ni hablar.

Se calló. El señor Bloom lanzó una ojeada desde su iracundo bigote a la bondadosa cara del señor Power y los ojos y la barba de Martin Cunningham, en grave oscilación. Estrepitoso hombre terco. Lleno de su hijo. Tiene razón. Algo que transmitir. Si el pobrecito Rudy hubiera vivido. Verle crecer. Oír su voz por la casa. Andando al lado de Molly en traje Eton. Mi hijo. Yo en sus ojos. Extraña sensación sería. De mí. Sólo una casualidad. Debe haber sido aquella mañana en Raymond Terrace que ella estaba en la ventana viéndoselo hacer a dos perros junto a la pared de la cárcel. Y el sargento mirando para arriba y sonriendo. Ella tenía aquella bata crema con el desgarrón que nunca se cosía. Dame un toquecito, Poldy. Dios mío, me muero de ganas. Cómo empieza la vida.

Quedó embarazada entonces. Tuvo que renunciar al concierto de Greystones. Mi hijo dentro de ella. Yo podía haberle ayudado a salir adelante en la vida. Podía. Hacerle independiente. Aprender alemán también.

—¿Vamos con retraso? —preguntó el señor Power.

—Dos minutos —dijo Martin Cunningham, mirando el reloj.

Molly. Milly. Lo mismo, aguado. Sus juramentos de muchachote. ¡Escúpiter Júpiter! ¡Oh dioses y pececillos! Sin embargo, es un encanto de chica. Pronto será una mujer. Mullingar. Queridísimo papi. Estudiante joven. Sí, sí: una mujer también. La vida, la vida.

El coche daba bandazos, con sus cuatro cuerpos oscilando.

—Corny nos podía haber dado una carreta más cómoda —dijo el señor Power.

—Podía —dijo el señor Dedalus —si no fuera por ese bizqueo que tanto le estorba. ¿Me entienden?

Cerró el ojo izquierdo. Martin Cunningham empezó a sacudirse migas de debajo de los muslos.

—¿Qué es esto —dijo—, por lo más sagrado? ¿Migas?

—Alguien ha debido estar organizando una merienda aquí dentro hace poco —dijo el señor Power.

Todos levantaron los muslos, examinando con disgusto el enmohecido cuero sin botones de los asientos. El señor Dedalus, retorciendo la nariz, inclinó el ceño y dijo:

—Si no estoy muy equivocado… ¿Qué te parece a ti, Martin?

—También me lo ha parecido —dijo Martin Cunningham.

El señor Bloom bajó el muslo. Me alegro de haberme bañado. Me noto los pies bien limpios. Pero me gustaría que la señora Fleming hubiera zurcido mejor esos calcetines.

El señor Dedalus suspiró resignado.

—Después de todo —dijo— es lo más natural del mundo.

—¿Apareció Tom Kernan? —preguntó Martin Cunningham, retorciéndose suavemente la punta de la barba.

—Sí —contestó el señor Bloom—. Está atrás con Ned Lambert y Hynes.

—¿Y el mismo Corny Kelleher? —preguntó el señor Power.

—En el cementerio —dijo Martin Cunningham.

—Encontré esta mañana a M’Coy —dijo el señor Bloom—. Dijo que trataría de venir.

El coche se detuvo de pronto.

—¿Qué pasa?

—Nos hemos parado.

—¿Dónde estamos?

El señor Bloom sacó la cabeza por la ventanilla.

—El gran canal —dijo.

Los gasómetros. La tos ferina dicen que cura. Buena suerte que Milly nunca la tuvo. ¡Pobres niños! Los dobla, negros y azules, en convulsiones. Una vergüenza realmente. Ha escapado bastante bien de enfermedades, en comparación. Sólo sarampión. Té de semillas de lino. Escarlatina, epidemia de gripe. Buscando encargos para la muerte. No pierda esta oportunidad. Ahí el asilo de perros. ¡Pobre viejo
Athos
! Sé bueno con
Athos
, Leopold, es mi último deseo. Hágase tu voluntad. Les obedecemos en la tumba. Un garrapato en la agonía. Le llegó al alma, se murió de pena. Animal tranquilo. Los perros de los viejos suelen serlo.

Una gota de lluvia le escupió el sombrero. Se echó atrás y vio un instante de chaparrón esparcir puntos en las losas grises. Separados. Curioso. Como a través de un colador. Me parecía que iba a ser así. Las botas me crujían lo recuerdo ahora.

—Está cambiando el tiempo —dijo suavemente.

—Lástima que no haya seguido bueno —dijo Martin Cunningham.

—Hacía falta para el campo —dijo el señor Power—. Ya sale el sol otra vez.

El señor Dedalus, escudriñando el sol velado a través de las gafas, lanzó una muda maldición al cielo.

—Inquieto como culo de niño —dijo.

—Otra vez arrancamos.

El coche hizo girar otra vez sus rígidas ruedas y los cuerpos se balancearon suavemente. Martin Cunningham se retorció más deprisa la punta de la barba.

—Tom Kernan estuvo inmenso anoche —dijo—. Y Paddy Leonard imitándole en sus mismas narices.

—A ver, hazle un poco, Martin —dijo ávidamente el señor Power—. Espera a oírle, Simon, sobre Ben Dollard cantando
El mozo rebelde
.

—Inmenso —dijo Martin Cunningham pomposamente—.
Su versión de esa sencilla balada, Martin, es la más incisiva interpretación que jamás he oído en todo el transcurso de mi experiencia
.


Incisiva
—dijo el señor Power, riendo—. Está chiflado por esa palabra. Y la
reorganización retrospectiva
.

—¿Han leído el discurso de Dan Dawson? —preguntó Martin Cunningham.

—Yo no —dijo el señor Dedalus—. ¿Dónde está?

—En el periódico de esta mañana.

El señor Bloom sacó el periódico del bolsillo interior. Ese libro que le tengo que cambiar a ella.

—No, no —dijo el señor Dedalus rápidamente—. Más tarde, por favor.

La mirada del señor Bloom fue bajando por el borde del periódico, examinando los fallecimientos: Callan, Coleman, Dignam, Fawcett, Lowry, Naumann, Peake, ¿qué Peake es ése? ¿Es el tipo que estaba en Crosbie y Alleyne? No, Sexton, Urbright. Caracteres de tinta borrándose deprisa en el papel arrugado que se rompe. Gracias a la Florecilla. Dolorosa pérdida. Con el inexpresable dolor de su. A la edad de 88 años tras larga y penosa enfermedad. Misa del mes: Quinlan. El dulce Jesús tenga misericordia de su alma.

Hace ya un mes que nuestro Henry amado
voló arriba, a la patria celestial.
Su familia le llora en la esperanza
de unirse a él allá en vida inmortal.

¿Rompí el sobre? Sí. ¿Dónde metí la carta después que la leí en el baño? Se palpó el bolsillo del chaleco. Ahí, muy bien. Henry amado voló. Antes que se me agote la paciencia.

Escuela Nacional. Serrería Meade. La parada de coches. Sólo dos ahora ahí. Asintiendo con la cabeza. Hinchado como una garrapata. Demasiado hueso en sus cráneos. El otro trotando por ahí con un cliente. Hace una hora yo pasaba por ahí. Los cocheros se quitaron el sombrero.

La espalda de un guardaagujas se enderezó de repente contra un poste del tranvía junto a la ventanilla del señor Bloom. ¿No podrían inventar algo automático para que la rueda misma mucho más fácil? Bueno pero ¿ese tipo perdería entonces su empleo? Bueno pero entonces ¿otro tío tendría un empleo haciendo el nuevo invento?

Salón de conciertos Antient. No dan nada ahí. Un hombre en traje claro con un brazalete de luto. No mucho dolor ahí. Un cuarto de luto. Pariente político quizá.

Dejaron atrás el desolado púlpito de San Marcos, bajo el puente del ferrocarril, pasado Queen’s Theatre: en silencio. Carteles. Eugene Stratton. La señora Bandman Palmer. No sé si podría ir a ver
Leah
esta noche. Yo, decía yo. ¿O
El lirio de Killarney
? La compañía de ópera de Elster Grimes. Un cambio formidable. Carteles húmedos brillantes para la semana que viene. Alegría en el Bristol. Martin Cunningham podría conseguirse un pase para el Gaiety. Tener que pagarle unos tragos. Lo que no va en lágrimas va en suspiros.

Él vendrá esta tarde. Las canciones de ella.

Plasto’s. El busto en la fuente a la memoria de Sir Philip Crampton. ¿Quién era ése?

—¿Qué tal? —dijo Martin Cunningham, llevándose la palma de la mano a la frente en saludo militar.

—No nos ve —dijo el señor Power—. Sí que nos ve. ¿Qué tal?

—¿Quién? —preguntó el señor Dedalus.

—Blazes Boylan —dijo el señor Power—. Ahí va a ventilarse la melena.

Precisamente en el momento en que yo estaba pensando.

El señor Dedalus se inclinó al otro lado a saludar. Desde la puerta del Red Bank, el disco blanco de un sombrero de paja destelló una respuesta; figura esbelta; pasado.

El señor Bloom pasó revista a las uñas de su mano izquierda y luego a las de la derecha. Las uñas, sí. ¿Hay algo más en él que ellas ven? Fascinación. El peor hombre de Dublín. Eso le mantiene vivo. A veces ellas notan lo que es una persona. Instinto. Pero un tipo así. Mis uñas. Las estoy mirando precisamente: bien cortadas. Y después: sola pensando. El cuerpo se está aflojando un poco. Me doy cuenta de eso porque recuerdo. ¿Qué lo causa? Supongo que la piel no se puede contraer lo bastante deprisa cuando la carne decae. Pero la forma sigue ahí. La forma sigue estando ahí. Hombros. Caderas. Bien de carnes. La noche del baile vistiéndose. La camisa metida entre los mofletes de atrás.

BOOK: Ulises
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