Siguió andando. ¿Dónde tengo el sombrero, por cierto? Debo haberlo vuelto a colgar en el perchero. O estará tirado por el suelo. Curioso, no me acuerdo de esto. El perchero está demasiado lleno. Cuatro paraguas, su impermeable. Recogiendo las cartas. La campanilla de la tienda de Drago sonando. Qué raro estaba pensándolo en ese momento. Pelo castaño brillantinado sobre el cuello de la camisa. Nada más que un lavado y un cepillado. No sé si tendré tiempo para un baño esta mañana. Calle Tara. El tipo de la caja de allí dicen que ayudó a fugarse a James Stephens. O’Brien.
Voz profunda que tiene ese tipo Dlugacz. Agenda ¿qué va a ser? Ea, señorita mía. Entusiasta.
Abrió de una patada la puerta desquiciada del retrete. Más vale tener cuidado no mancharme estos pantalones para el funeral. Entró, inclinando la cabeza en el bajo dintel. Dejando la puerta entreabierta, entre el hedor de enjalbegado mohoso y telas de araña rancias, se desabrochó los tirantes. Antes de sentarse atisbó por una rendija hacia la ventana de la casa de al lado. El rey contaba sus tesoros. Nadie.
Encuclillado sobre la tabla redonda desplegó el periódico pasando las hojas sobre las rodillas desnudas. Algo nuevo y fácil. No hay mucha prisa. Retenerlo un poco. Nuestra colaboración premiada.
El golpe maestro de Matcham
. Escrito por el señor Philip Beaufoy, Club de los Espectadores, Londres. Al autor se le ha pagado a razón de una guinea por columna. Tres y media. Tres libras con tres. Tres libras, trece con seis.
Tranquilamente leyó, conteniéndose, la primera columna, y cediendo pero resistiendo, empezó la segunda. A medio camino, rindiendo su última resistencia, permitió a sus tripas liberarse tranquilamente mientras leía; aún leyendo pacientemente, ese ligero estreñimiento de ayer ha desaparecido del todo. Espero que no sea demasiado grande no vuelvan las almorranas. No, exactamente lo conveniente. Así. ¡Ah! Estreñido, una tableta de cáscara sagrada. La vida podría ser así. No le conmovía ni afectaba pero era algo vivo y bien arreglado. Imprimen cualquier cosa ahora. Temporada estúpida. Siguió leyendo sentado en calma sobre su propio olor que subía. Bien arreglado, eso sí.
Matcham piensa a menudo en el golpe maestro con que conquistó a la risueña brujita que ahora
. Empieza y termina con moralidad.
Juntos de la mano
. Listo. Volvió a echar una ojeada a lo que había leído, y a la vez que sentía sus aguas fluir silenciosamente, envidió benévolamente al señor Beaufoy que había escrito eso y recibido pago de tres libras, trece con seis.
Podría arreglármelas para un esbozo. Por el señor y la señora L. M. Bloom. Inventar una historia sobre algún refrán. ¿Cuál? En otros tiempos solía anotar en el puño de la camisa lo que decía ella vistiéndose. No me gusta lo de vestirnos juntos. Me corté afeitándome. Ella se mordía el labio, al engancharse el cierre de la falda. Contándole el tiempo. 9.15. ¿No te ha pagado Roberts todavía? 9.20. ¿Cómo iba vestida Gretta Conroy? 9.23. ¿Cómo se me habrá ocurrido comprar este peine? 9.24. Me siento hinchada con esa col. Una mota de polvo en el charol de su bota: frotándose vivamente por turno la punta de cada zapato contra la media en la pantorrilla. La mañana después del baile de beneficencia donde la banda de May tocó la
Danza de las horas
de Ponchielli. Explicar eso: horas de la mañana, mediodía, luego el anochecer viniendo, luego horas de la noche. Lavándose los dientes. Eso fue la primera noche. Su cabeza al bailar. Las varillas de su abanico chascando. ¿Ese Boylan anda bien de medios? Tiene dinero. ¿Por qué? Noté que le olía bien el aliento al bailar. Inútil canturrear entonces. Aludir a eso. Extraña clase de música esa última noche. El espejo estaba en sombra. Frotaba vivamente su espejo de mano en el chaleco de lana contra su teta llena y ondulante. Atisbándolo. Arrugas en sus ojos. No era posible estar seguro, no sé por qué.
Horas del anochecer, muchachas en tul gris. Horas de la noche luego con puñales y antifaces. Idea poética rosa luego dorado luego gris luego negro. Sin embargo, también fiel a la realidad. Día, luego la noche.
Arrancó bruscamente la mitad del cuento premiado y se limpió con él. Luego se ciñó los pantalones, se puso los tirantes y se abotonó. Tiró de la puerta del retrete, agitada en sacudidas, y salió de lo sombrío al aire.
En la luz clara, iluminado y refrescado de miembros, observó cuidadosamente sus pantalones negros, los bajos, las rodillas, las bolsas de las rodillas. ¿A qué hora es el entierro? Mejor mirarlo en el periódico.
Un rechinar y un sombrío zumbido en el aire, allá arriba. Las campanas de la iglesia de San Jorge. Daban la hora: sonoro hierro oscuro.
Ay-oh, ay-oh. Ay-oh, ay-oh. Ay-oh, ay-oh. |
Menos cuarto. Otra vez ahí: los armónicos siguiendo por el aire. Una tercera.
¡Pobre Dignam!
El señor Bloom avanzaba con seriedad, junto a grandes carros de carga, pasando ante Windmill Lane, el molino de linaza de Leask, la central de correos y telégrafos. También podía haber dado esa dirección. Y ante el hogar de los marineros. Se apartó de los ruidos mañaneros del muelle y entró por la calle Lime. Junto a las casas baratas de Brady, vagueaba un chico de la tenería, con su cubo de desperdicios al brazo, fumando una colilla masticada. Una niña más pequeña con un eczema en la frente le lanzó una mirada, sujetando distraída un aro de tonel. Dile que si fuma no va a crecer. ¡Ah, déjale! Su vida no es ningún lecho de rosas. Esperando a la puerta de las tabernas para llevar a padre a casa. Vuelve a casa con madre, padre. Hora muerta: no habrá muchos aquí. Cruzó la calle Townsend, pasó junto a la cara ceñuda de la capilla Bethel. Él, sí; casa de; Aleph, Beth. Y dejó atrás la funeraria de Nichol. A las once es. Suficiente tiempo. Estoy seguro de que Corny Kelleher le ha pescado ese trabajo a O’Neill. Cantando con los ojos cerrados. Cornudo. La encontré una vez en los jardines. En lo oscuro. Qué pillines. Un espía: policía. Ella dijo su nombre y dirección con el tororón tororón pon pon. Ah sí, seguro que se lo ha pescado. Enterrarle barato en un comosellame. Con el tororón tororón tororón tororón.
En Westland Row se detuvo ante el escaparate de la Belfast and Oriental Tea Company y leyó las etiquetas de los paquetes en papel de estaño: mezcla selecta, la mejor calidad, té de familia. Bastante caliente. Té. Tengo que pedirle un poco a Tom Kernan. Pero no podría pedírselo en un entierro. Mientras sus ojos seguían leyendo vagamente se quitó el sombrero inhalando su brillantina y elevó la mano derecha con lenta gracia por la frente y el pelo. Una mañana muy calurosa. Bajo los párpados caídos sus ojos encontraron el diminuto lazo de la badana de dentro de su Sombrero Alta Cal. Ahí precisamente. Su mano derecha descendió al hueco del sombrero. Los dedos encontraron en seguida una tarjeta detrás de la badana y la trasladaron al bolsillo del chaleco.
Qué calor. Se pasó la mano derecha una vez más, más despacio, por la frente y el pelo. Luego se volvió a poner el sombrero, aliviado; y volvió a leer: mezcla selecta, preparada con las mejores marcas de Ceilán. El Extremo Oriente. Debe ser un sitio delicioso: el jardín del mundo, grandes hojas perezosas en que flotar a la deriva, prados floridos, lianas serpentinas las llaman. No sé si será así. Esos cingaleses vagabundeando por ahí al sol en
dolce far niente
. No dando golpe en todo el día. Duermen seis meses de cada doce. Demasiado calor para pelearse. Influencia del clima. Letargia. Flores del ocio. El aire les alimenta sobre todo. Ázoes. Invernadero en el Jardín Botánico. Plantas sensitivas. Nenúfares. Pétalos demasiado cansados para. La enfermedad del sueño en el aire. Andar sobre pétalos de rosa. Imagínate tratando de comer callos y uña de vaca. ¿Dónde estaba aquel tipo que vi en esa foto no sé dónde? Ah, sí, en el Mar Muerto, flotando tumbado, leyendo un libro con una sombrilla abierta. No se podría hundir aunque lo intentara: tan denso de sal. Porque el peso del agua, no, el peso del cuerpo en el agua es igual al peso del ¿qué? ¿O es el volumen lo que es igual al peso? Es una ley más o menos así. Vance en la escuela media, haciendo crujir las coyunturas de los dedos, enseñando. El currículum de estudios. Currículum crujiente. ¿Qué es el peso realmente cuando se dice el peso? Treinta y dos pies por segundo por segundo. Ley de la caída de los cuerpos: por segundo por segundo. Todos caen al suelo. La tierra. Es la fuerza de la gravedad de la tierra lo que es el peso.
Se dio vuelta y cruzó la calle lentamente. ¿Cómo andaba esa de las salchichas? Así más o menos. Andando, sacó del bolsillo de la chaqueta el
Freeman
doblado, lo desdobló, lo enrolló a lo largo como una batuta y golpeó con él la pernera del pantalón a cada lento paso. Aire descuidado: sólo dejarme caer por ahí dentro a ver. Por segundo por segundo. Por segundo por cada segundo, quiere decir. Desde el bordillo disparó un agudo vistazo a través de la puerta de la estafeta. Buzón de alcance. Depositar aquí. Nadie. Adentro.
Adelantó la tarjeta a través de la reja de latón.
—¿Hay cartas para mí? —preguntó.
Mientras la empleada buscaba en un casillero, él miró al cartel de reclutamiento con soldados de todas las armas en desfile, y se aplicó el extremo de la batuta contra los agujeros de la nariz, oliendo papel de trapos recién impreso. No hay respuesta probablemente. Me excedí demasiado la última vez.
La empleada le devolvió la tarjeta a través de la reja con una carta. Él dio las gracias y echó una rápida ojeada al sobre a máquina.
Sr. D. Henry Flower
Lista de Correos, Westland Row.
Ciudad.
Contestó, de todas maneras. Deslizó en el bolsillo de la chaqueta tarjeta y carta, volviendo a pasar revista a los soldados en desfile. ¿Dónde está el regimiento del viejo Tweedy? Soldado licenciado. Ahí: gorro de piel de oso y penacho. No, ése es un granadero. Puños en punta. Ahí está: fusileros reales de Dublín. Casacas rojas. Demasiado vistosas. Por eso debe ser por lo que les persiguen las mujeres. El uniforme. Más fáciles de alistar y de instruir. La carta de Maud Gonne para que se los lleven de la calle O’Connell por la noche: deshonra para nuestra capital irlandesa. El periódico de Griffith machacando ahora el mismo clavo: un ejército podrido de enfermedades venéreas: imperio ultramarino ultramarrano. Parecen a medio cocer: hipnotizados o algo así. Vista al frente. Marcar el paso. Izquierdo: cerdo. Derecho: pecho. Regimiento del Rey. Nunca verle vestido de bombero o de guardia. Masón, sí.
Salió con indolencia de la estafeta y dobló a la derecha. Hablar: como si eso arreglara las cosas. Metió la mano en el bolsillo y el índice se abrió paso bajo el cierre del sobre, abriéndolo en desgarrones a sacudidas. Las mujeres hacen mucho caso de eso, no creo. Los dedos sacaron la carta y apelotonaron el sobre en el bolsillo. Algo sujeto con un alfiler; foto quizá. ¿Pelo? No.
M’Coy. Quítatele de encima deprisa. Me desvía de mi camino. Me fastidia estar acompañado cuando uno.
—Hola, Bloom. ¿A dónde vas?
—Hola, M’Coy. A ningún sitio especial.
—¿Qué tal va ese cuerpo?
—Muy bien. ¿Cómo estás tú?
—Se va viviendo —dijo M’Coy.
Con los ojos en la corbata y el traje negro preguntó respetuoso en voz baja:
—¿Ocurre algo… ninguna desgracia, espero? Veo que vas…
—Ah, no —dijo el señor Bloom—. El pobre Dignam, ya sabes. Hoy es el entierro.
—Claro, pobre chico. Así que es eso. ¿A qué hora?
Una foto no es. Quizá una insignia.
—A… a las once —contestó el señor Bloom.
—Tengo que intentar llegarme por allí —dijo M’Coy—. ¿A las once, no? No me enteré hasta anoche mismo. ¿Quién me lo dijo? Holohan. ¿Conoces al cojito Hoppy?
—Sí, le conozco.
El señor Bloom miraba al otro lado de la calle el coche de punto estacionado a la puerta del Grosvenor. El portero izaba la maleta hasta el hueco tras el pescante. Ella estaba quieta, esperando, mientras el hombre, marido, hermano, parecido a ella, buscaba suelto en el bolsillo. Muy elegante ese abrigo de cuello redondeado, caliente para un día como éste, parece tela de manta. Descuidada postura de ella con las manos en esos bolsillos de parche. Como aquella altiva criatura en el partido de polo. Las mujeres, todas espíritu de casta hasta que tocas el sitio. Bien está lo que bien parece. Reservada a punto de rendirse. La honorable Señora y Bruto es un hombre honorable. Poseerla una vez le quita el almidonado.
—Estaba yo con Bob Doran, anda en una de sus temporadas de líos, y ese como se llame Bantam Lyons. Ahí mismo en Conway estábamos.
Doran Lyons en Conway. Ella se llevó al pelo una mano enguantada. Entró Hoppy. A echar un trago. Inclinando atrás la cabeza y mirando a lo lejos desde sus párpados velados vio la luminosa piel de cierva brillar en el fulgor del sol, las trenzas en moños. Hoy veo con claridad. La humedad por ahí quizá da larga vista. Hablando de unas cosas y otras. La mano de la dama. ¿Por qué lado subirá?
—Y dice él:
¡Qué cosa más triste lo de nuestro pobre amigo Paddy! ¿Qué Paddy?
digo yo.
El pobrecillo Paddy Dignam
, dice él.
Al campo: probablemente a Broadstone. Botas altas castañas con cordones colgando. Pie bien torneado. ¿Qué anda enredando ése con el suelto? Ella me ve que estoy mirando. Siempre con el ojo listo por si algún otro tipo. Buen repuesto. Dos cuerdas para su arco.
—
¿Por qué?
digo yo.
¿Qué le pasa de malo?
digo.
Orgullosa; rica; medias de seda.
—Sí —dijo el señor Bloom.
Se echó un poco a un lado de la cabeza parlante de M’Coy. Sube en un momento.
—
¿Qué le pasa de malo?
dice él.
Que se ha muerto
, dice. Y, palabra, se llenó el vaso.
¿Es Paddy Dignam?
digo yo. No lo podía creer cuando lo oí. Estuve con él el viernes mismo, o fue el jueves, en el Arch.
Sí
, dice.
Se ha muerto. Se murió el lunes, pobre chico
.
¡Mira! ¡Mira! Destello de seda ricas medias blancas. ¡Mira!
Se interpuso un pesado tranvía tocando la campanilla.
Me lo perdí. Maldita sea tu jeta charlatana. Se siente uno como si hubieran cerrado dejándole fuera. El Paraíso y la Peri. Siempre pasa así. En el mismo instante. La chica en el portal de la calle Eustace. El lunes era, arreglándose la liga. Su amiga cubría la exhibición de.
Esprit de corps
. Bueno, ¿qué hace ahí con la boca abierta?