—Preveo —dijo el señor Deasy— que usted no se va a quedar aquí mucho tiempo en este trabajo. Usted no ha nacido para enseñar, me parece. Quizá me equivoque.
—Para aprender, más bien —dijo Stephen.
Y aquí ¿qué más vas a aprender?
El señor Deasy movió la cabeza.
—¿Quién sabe? —dijo—. Para aprender hay que ser humilde. Pero la vida es la gran maestra.
Stephen volvió a hacer ruido con las hojas.
—Por lo que toca a éstas… —dijo.
—Sí —dijo el señor Deasy—. Ahí tiene dos copias. Si puede, hágalas publicar en seguida.
Telegraph. Irish Homestead.
—Lo intentaré —dijo Stephen— y mañana le haré saber algo. Conozco un poco a dos consejeros.
—Eso bastará —dijo el señor Deasy con viveza—. Anoche escribí al señor Field, el diputado. Hoy hay una reunión de la asociación de tratantes de ganado en el hotel City Arms. Le pedí que diera a conocer mi carta a la reunión. Usted vea si la puede colocar en sus dos periódicos. ¿Cuáles son?
—El
Evening Telegraph
…
—Eso basta —dijo el señor Deasy—. No hay tiempo que perder. Ahora tengo que contestar esa carta de mi primo.
—Buenos días, señor Deasy —dijo Stephen, metiéndose las hojas en el bolsillo—. Gracias.
—No hay de qué —dijo el señor Deasy, rebuscando entre los papeles de su mesa—. Me gusta romper una lanza con usted, viejo como soy.
—Buenos días, señor Deasy —volvió a decir Stephen, inclinándose hacia su espalda encorvada.
Salió por el portón abierto y bajó por el sendero de gravilla al pie de los árboles, oyendo el clamoreo de voces y el chascar de los palos desde el campo de juego. Los leones acurrucados sobre las columnas, al salir por la verja; terrores desdentados. Sin embargo, le ayudaré en esta lucha. Mulligan me encajará un nuevo mote: el bardo bienhechor del buey.
—¡Señor Dedalus!
Corriendo tras de mí. No más cartas, espero.
—Un momento nada más.
—Sí, señor —dijo Stephen, volviéndose hacia la verja.
El señor Deasy se detuvo, respirando fuerte y tragando el aliento.
—Sólo quería decir —dijo—. Irlanda, dicen, tiene el honor de ser el único país que nunca ha perseguido a los judíos. ¿Lo sabe? No. ¿Y sabe por qué?
Frunció severamente el ceño hacia el aire claro.
—¿Por qué, señor Deasy? —preguntó Stephen, empezando a sonreír.
—Porque nunca los dejó entrar —dijo el señor Deasy solemnemente.
Una bola de tos de risa saltó de su garganta, llevando detrás a rastras una traqueteante cadena de flemas. Se volvió de prisa, tosiendo, riendo, agitando en el aire los brazos elevados.
—Nunca los dejó entrar —volvió a gritar a través de su risa, mientras sus pies con botines pateaban la gravilla del sendero—. Por eso.
Sobre sus sabios hombros, a través del ajedrezado de hojas, el sol lanzaba lentejuelas, monedas danzantes.
Ineluctable modalidad de lo visible: por lo menos eso, si no más, pensado a través de mis ojos. Las signaturas de todas las cosas estoy aquí para leer; huevas y fucos marinos, la marea que se acerca, esa bota herrumbrosa. Verdemoco, platazul, herrumbre: signos coloreados. Límites de lo diáfano. Pero añade él: en los cuerpos. Entonces, se daba cuenta de ellos, de los cuerpos, antes que de ellos coloreados. ¿Cómo? Golpeando contra ellos la mollera, claro. Despacito. Calvo era y millonario,
maestro di color che sanno
. Límite de lo diáfano en. ¿Por qué en? Diáfano, adiáfano. Si se pueden meter los cinco dedos a través suyo, es una verja; si no, una puerta. Cierra los ojos y ve.
Stephen cerró los ojos para oír sus botas aplastando crujientes fucos y conchas. Caminas a través de ello, sea como sea. Yo, una zancada a cada vez. Un cortísimo espacio de tiempo a través de cortísimos espacios de tiempo. Cinco, seis: el
Nacheinander
. Exactamente: y esa es la ineluctable modalidad de lo audible. Abre los ojos. No. ¡Dios mío! Si me cayera por una escollera que avanza sobre su base, caería a través del
Nebeneinander
ineluctablemente. Voy saliendo adelante bastante bien en la oscuridad. Mi espada de fresno pende a mi costado. Ve tentando con ella: así lo hacen ellos. Mis dos pies en sus botas están en el extremo de mis piernas, nebeneinander. Suena a macizo: hecho por el mazo de
Los Demiurgos
. ¿Estoy marchando hacia la eternidad a lo largo de la playa de Sandymount? Chaf, crac, cric, cric. Silvestre dinero de mar. El dómine Deasy se lo sabe tó.
¿No vienes a Sandymount, Madelin la jaca? |
Empieza un ritmo, ya ves. Ya oigo. Un tetrámetro cataléctico de yambos en marcha. No, al galope:
delin la jaca
.
Abre ahora los ojos. Ya voy. Un momento. ¿Se ha desvanecido todo mientras tanto? Si los abro y estoy para siempre en lo negro adiáfano.
¡Basta!
Voy a ver si veo.
Veo ahora. Ahí, todo el tiempo sin ti: y será para siempre, mundo sin fin.
Bajaban prudentemente los escalones de Leahy’s Terrace,
Frauenzimmer
: y por la orilla en declive abajo, blandamente, sus pies aplastados en la arena sedimentada. Como yo, como Algy, bajando hacia nuestra poderosa madre. La número uno balanceaba pesadamente su bolsa de comadrona, la sombrilla de la otra pinchada en la playa. Desde el barrio de las Liberties, en su día libre. La señora Florence MacCabe, sobreviviente al difunto Patk MacCabe, profundamente lamentado, de la calle Bride. Una de las de su hermandad tiró de mí hacia la vida, chillando. Creación desde la nada. ¿Qué tiene en la bolsa? Un feto malogrado con el cordón umbilical a rastras, sofocado en huata rojiza. Los cordones de todos se eslabonan hacia atrás, cable de trenzados hilos de toda carne. Por eso es por lo que los monjes místicos. ¿Queréis ser como dioses? Contemplaos el ombligo: Aló. Aquí Kinch. Póngame con Villa Edén. Aleph, alfa: cero, cero, uno.
Cónyuge y compañera asistente de Adán Kadmón: Heva, Eva desnuda. No tenía ombligo. Contemplad. Barriga sin mancha, hinchada y grande, broquel de tenso pergamino, no, trigo en blanco montón, auroral e inmortal, irguiéndose por los siglos de los siglos. Vientre de pecado.
Enventrado en pecado, tiniebla fui yo también, creado, no engendrado. Por ellos, el hombre con mi voz y mis ojos y una mujer fantasma con cenizas en el aliento. Se agarraron y se separaron, cumplieron la voluntad del emparejador. Desde antes de los siglos Él me quiso y ahora no puede querer que no sea, ni nunca. Una
lex eterna
permanece en torno a Él. ¿Es eso entonces la divina substancia en que Padre e Hijo son consubstanciales? ¿Dónde está el pobre del bueno de Arrio para poner a prueba las conclusiones? Guerreando toda la vida contra la contransmagnificandijudibangtancialidad. Heresiarca de mala estrella. Exhaló su último aliento en un retrete griego: euthanasia. Con mitra llena de lentejuelas y con báculo, atascado en su trono, viudo de una sede viuda, con el omophorion erecto, con el trasero coagulado.
Las brisas caracoleaban a su alrededor, brisas mordientes y ansiosas. Ahí vienen, las olas. Los caballos marinos de blancas crines, tascando el freno, embridados en claros vientos, los corceles de Mananaan.
No tengo que olvidarme de su carta para la prensa. ¿Y después? El Ship, a las doce y media. Por cierto, vamos despacio con ese dinero, como buen joven idiota. Sí, tengo que.
Aflojó el paso. Aquí. ¿Voy a casa de tía Sara o no? La voz de mi padre consubstancial. ¿Has visto últimamente a tu hermano Stephen el artista? ¿No? ¿Seguro que no está en Strasburg Terrace con tía Sally? ¿No podría picar un poquito más alto que eso, eh? Y y y y dinos, Stephen ¿cómo está tío Si? Oh, sufridísimo Dios, ¡con qué me he casado! Loh chiquilloh en lo alto del henil. El pequeño chupatintas borracho y su hermano, el trompetista. ¡Altamente respetables gondoleros! Y Walter el de los ojos bizcos tratando de señor a su padre, ¡nada menos! Señor. Sí, señor. No, señor. Jesús lloró, y no es extraño, ¡por Cristo!
Tiro de la asmática campanilla de su casita con las persianas cerradas: y espero. Me toman por un acreedor, atisban desde un rincón escondido.
—Es Stephen, señor.
—Hazle pasar. Haz pasar a Stephen.
Un cerrojo corrido y Walter me da la bienvenida.
—Creíamos que eras alguien diferente.
En su ancha cama el tío Richie, entre almohadas y mantas, extiende sobre la colina de sus rodillas un sólido antebrazo. Limpio de pecho. Se ha lavado la mitad de arriba.
—Buenas, sobrino. Siéntate y acércate.
Echa a un lado la bandeja en que hace sus notas de gastos a la atención de Maese Hoff y Maese Shapland Tandy, protocolizando poderes, atestados y un mandato de comparecencia. Un marco de encina negra sobre su cabeza calva: el
Requiescat
de Wilde. El bordoneo de su engañoso silbido hace volver a Walter.
—¿Qué, señor?
—Whisky para Richie y Stephen, díselo a madre. ¿Dónde está?
—Bañando a Crissie, señor.
Compañerita de cama de papá. Terroncito de amor.
—No, tío Richie…
—Llámame Richie. Al diablo esta agua de lithines. Te echa abajo. ¡Whisky!
—Tío Richie, de verdad…
—Siéntate, o si no, qué demonios, te echo abajo de un golpe, Harry.
Walter bizquea en vano buscando una silla.
—No tiene en qué sentarse, señor.
—No tiene dónde ponerlo, idiota. Trae la butaca Chippendale. ¿Quieres un bocado de algo? Nada de esos malditos melindres aquí. ¿Una buena tajada de tocino frito con un arenque? ¿De veras que no? Tanto mejor. No tenemos en casa más que píldoras contra el dolor de riñones.
All’erta!
Bordonea compases del
aria di sortita
de Ferrando. El número más grandioso, Stephen, de la ópera entera. Escucha.
El afinado silbido vuelve a sonar, sutilmente matizado, con chorros bruscos de aire, mientras sus puños aporrean un bombo en sus rodillas almohadilladas.
El viento es más dulce.
Casas de ruina, la mía, la suya y todas. Decías a la gente bien de Clongowes que tenías un tío juez y un tío general del ejército. Sal fuera de ellos, Stephen. La belleza no está ahí. Tampoco en la empantanada bahía de la biblioteca de Marsh donde leíste las desteñidas profecías del abad Joaquín. ¿Para quién? La chusma de cien cabezas del recinto de la catedral. Odiador de su especie, salió corriendo del bosque de la locura, con la melena espumeando bajo la luna, los globos de los ojos hechos estrellas.
Houyhnhnm
, narices de caballo. Las ovales caras caballunas. Temple, Mulligan, Foxy Campbell. Abba Padre, furioso deán, ¿qué agravio incendió sus cerebros? ¡Paf!
Descende, calve, ut ne nimium decalveris
. Una guirnalda de pelo gris en su amenazada cabeza, mirádmele bajar gateando hasta el escalón inferior (
descende!
), agarrando una custodia, con ojos de basilisco. ¡Baja, cholla calva! Un coro devuelve amenaza y eco, ayudando en torno a los cuernos del altar, con el latín nasal de los curapios removiéndose rollizos en sus albas, tonsurados y ungidos y castrados, gordos de la grasa de los riñones del trigo.
Y en el mismo instante quizá un sacerdote a la vuelta de la esquina elevándolo. ¡Tilintilín! Y dos calles más allá otro encerrándolo en una píxide. ¡Tilintilín! Y en una capilla de la Virgen otro engulléndose toda la comunión él solo. ¡Tilintilín! Abajo, arriba, adelante, atrás. Dan Occam ya lo pensó, doctor invencible. Una neblinosa mañana inglesa, el duende de la hipóstasis le cosquilleó los sesos. Al bajar la hostia y arrodillarse oyó entrelazarse con su segundo campanillazo el primer campanillazo del transepto (ése está elevando la suya), y al levantarse, oyó (ahora yo estoy elevando) sus dos campanillazos (ése se está arrodillando) tintineando en diptongo.
Primo Stephen, nunca serás santo. Isla de santos. Eras terriblemente piadoso, ¿no es verdad? Rezabas a la Santísima Virgen para no tener la nariz roja. Rezabas al diablo en Serpentine Avenue para que la viuda regordeta de delante de ti se levantara un poco más las faldas, en la calle mojada.
O si, certo!
Vende tu alma por eso, ea, trapos teñidos sujetos con alfileres alrededor de una mujer pielroja. ¡Más, dime, más aún! En la imperial del tranvía de Howth, solo, gritando a la lluvia:
¡Mujeres desnudas! ¡Mujeres desnudas!
¿Y de eso qué, eh?
¿Y de eso qué? ¿Para qué otra cosa se han inventado?
Leyendo dos páginas a cada vez de siete libros cada noche, ¿eh? Yo era joven. Te hacías reverencias a ti mismo en el espejo, adelantándote al aplauso seriamente, con cara impresionante. ¡Hurra por el condenado idiota! ¡…Rra! Nadie lo ha visto: no se lo digas a nadie. Libros que ibas a escribir con letras por títulos. ¿Ha leído usted su F? Ah, sí, pero prefiero Q. Sí, pero W es estupendo. Ah, sí, W. ¿Recuerdas tus epifanías en hojas verdes ovaladas, profundamente profundas, copias para enviar, si morías, a todas las bibliotecas del mundo, incluida Alejandría? Alguien las había de leer al cabo de unos pocos miles de años, un mahamanvantara. Como Pico della Mirandola. Sí, muy parecido a una ballena. Cuando uno lee esas extrañas páginas de uno que desapareció hace mucho uno se siente uno con uno que una vez…
La arena granujienta había desaparecido de sus pies. Sus botas volvían a pisar húmedo magma crujiente, conchas de navajas, guijarros chirriantes, todo lo que choca en los innumerables guijarros, madera cribada por la carcoma marina, perdida Armada Invencible. Mefíticos bancos de arena esperaban chupar sus suelas hollantes, exhalando hacia arriba aliento de alcantarilla. Los costeó, andando cautamente. Una botella de cerveza se erguía, encajada hasta la cintura, en la masa pastelosa de la arena. Un centinela: isla de la sed temible. Rotos aros de tonel en la orilla: en tierra, un laberinto de oscuras redes astutas: más allá, lejos, puertas falsas garrapateadas de tiza, y en lo más alto de la playa, una cuerda de secar ropa con dos camisas crucificadas. Ringsend: wigwams de atezados pilotos y patrones de barcos. Conchas humanas.
Se detuvo. He dejado atrás el camino a casa de tía Sara. ¿No voy a ir allí? Parece que no. Nadie por aquí. Se volvió al nordeste y cruzó la arena más firme hacia la Pichonera.
—
Qui vous a mis dans cette fichue position?
—
C’est le pigeon, Joseph.
Patrice, en casa con permiso, lamía leche caliente conmigo en el bar MacMahon. Hijo del pato salvaje, Kevin Egan de París. Mi padre es un pájaro, lamía la dulce
lait chaud
con joven lengua rosa, gorda cara de conejito. Lamer, lap, lap,
lapin
. Sobre la naturaleza de las mujeres, había leído en Michelet. Pero tiene que mandarme
La Vie de Jésus
de Léo Taxil. Se la prestó a su amigo.