Ulises (12 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

BOOK: Ulises
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Avanzó con solemnidad y subió a la redonda plataforma de tiro. Gravemente, se fue dando la vuelta y bendiciendo tres veces la torre, los campos de alrededor y las montañas que se despertaban. Luego, al ver a Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rápidas cruces en el aire, gorgoteando con la garganta y sacudiendo la cabeza. Stephen Dedalus, molesto y soñoliento, apoyó los brazos en el remate de la escalera y miró fríamente aquella cara sacudida y gorgoteante que le bendecía, caballuna en su longitud, y aquel claro pelo intonso, veteado y coloreado como roble pálido.

Buck Mulligan atisbó un momento por debajo del espejo y luego tapó el cuenco con viveza.

—¡Vuelta al cuartel! —dijo severamente.

Y añadió, en tono de predicador:

—Porque esto, oh amados carísimos, es lo genuinamente cristino: cuerpo y alma y sangre y llagas. Música lenta, por favor. Cierren los ojos, caballeros. Un momento. Hay algo que no marcha en estos glóbulos blancos. Silencio, todos.

Echó una ojeada a lo alto, de medio lado, y lanzó un largo y grave silbido de llamada: luego se detuvo un rato en atención arrebatada, con sus dientes blancos e iguales brillando acá y allá en puntos de oro. Chrysóstomos. Dos fuertes silbidos estridentes respondieron a través de la calma.

—Gracias, viejo —gritó con animación—. Así va estupendamente. Corta la corriente, ¿quieres?

Bajó de un salto de la plataforma de tiro y miró gravemente al que le observaba, recogiéndose por las piernas los pliegues flotantes de la bata. Su gruesa cara sombreada y su hosca mandíbula ovalada hacían pensar en un prelado, protector de las artes en la Edad Media. Una grata sonrisa irrumpió silenciosamente en sus labios.

—¡Qué broma! —dijo alegremente—. ¡Ese absurdo nombre tuyo, un griego antiguo!

Le apuntó con el dedo, en befa amistosa, y se fue hacia el parapeto, riendo para adentro. Stephen Dedalus, con su mismo paso, le acompañó cansadamente hasta medio camino y se sentó en el borde de la plataforma de tiro, sin dejar de observarle cómo apoyaba el espejo en el parapeto, mojaba la brocha en el cuenco y se enjabonaba mejillas y cuello.

La alegre voz de Buck Mulligan continuó:

—Mi nombre también es absurdo: Málachi Múlligan, dos dáctilos. Pero tiene un son helénico, ¿no? Saltarín y solar como el mismísimo macho cabrío. Debemos ir a Atenas. ¿Vienes si consigo que la tía suelte veinte pavos?

Dejó a un lado la brocha y, riendo de placer, gritó:

—¿Vendrá éste? ¡El gesticulante jesuita!

Interrumpiéndose, empezó a afeitarse con cuidado.

—Dime, Mulligan —dijo Stephen suavemente.

—¿Qué, cariño mío?

—¿Cuánto tiempo se va a quedar Haines en esta torre?

Buck Mulligan enseñó una mejilla afeitada sobre el hombro derecho.

—Dios mío, pero ése es terrible, ¿verdad? —dijo, desahogándose—. Un pesado de sajón. Cree que tú no eres un caballero. Vaya por Dios, ¡esos jodidos ingleses! Reventando de dinero y de indigestión. Porque viene de Oxford. De veras, Dedalus, tú sí que tienes los verdaderos modales de Oxford. A ti no te entiende. Ah, el nombre que te tengo yo es el mejor: Kinch, el pincho.

Se afeitó cautamente la barbilla.

—Ha estado delirando toda la noche sobre una pantera negra —dijo Stephen—. ¿Dónde tiene la pistolera?

—¡Un loco temible! —dijo Mulligan—. ¿Te entró pánico?

—Sí —dijo Stephen con energía y con creciente miedo—. Ahí en la oscuridad, con uno que no conozco, y que delira y gime para sus adentros que le va a pegar un tiro a una pantera negra. Tú has salvado a algunos de ahogarse. Yo no soy ningún héroe, sin embargo. Si ése se queda aquí, yo me voy.

Buck Mulligan miró ceñudamente la espuma de la navaja. Bajó de un brinco de donde estaba encaramado y empezó a registrarse apresuradamente los bolsillos.

—¡Mierda! —gritó con voz pastosa.

Pasó hasta la plataforma de tiro y, metiendo la mano en el bolsillo de arriba de Stephen, dijo:

—Otórgame un préstamo de tu moquero para limpiar mi navaja.

Stephen consintió que le sacara y exhibiera por una punta un pañuelo sucio y arrugado. Buck Mulligan limpió con cuidado la navaja de afeitar. Luego, observando el pañuelo, dijo:

—¡El moquero del bardo! Un nuevo color artístico para nuestros poetas irlandeses: verdemoco. Casi se saborea, ¿no?

Subió otra vez al parapeto y miró allá, toda la bahía de Dublín, con el claro pelo roblepálido ligeramente agitado.

—¡Dios mío! —dijo a media voz—. ¿No es verdad que el mar es como lo llama Algy: una dulce madre gris? El mar verdemoco. El mar tensaescrotos.
Epi oinopa pontos
. ¡Ah, Dedalus, los griegos! Tengo que instruirte. Tienes que leerlos en el original.
Thalatta! Thalatta!
La mar es nuestra gran madre dulce. Ven a mirar.

Stephen se irguió y se acercó al parapeto. Asomándose sobre él miró, allá abajo, el agua y el barco correo que salía por la boca del puerto de Kingstown.

—¡Nuestra poderosa madre! —dijo Buck Mulligan.

Bruscamente, volvió sus grises ojos inquisitivos desde el mar a la cara de Stephen.

—La tía cree que mataste a tu madre —dijo—. Por eso no quiere que tenga nada que ver contigo.

—Alguien la mató —dijo Stephen, sombrío.

—Podías haberte arrodillado, maldita sea, Kinch, cuando te lo pidió tu madre agonizante —dijo Buck Mulligan—. Yo soy tan hiperbóreo como tú. Pero pensar que tu madre te pidió con su último aliento que te arrodillaras y rezaras por ella. Y te negaste. Tienes algo siniestro…

Se interrumpió y volvió a enjabonar ligeramente la otra mejilla. Una sonrisa tolerante curvó sus labios.

—Pero un farsante delicioso —murmuró para sí—. ¡Kinch, el más delicioso de los farsantes!

Se afeitó por igual y con cuidado, en silencio, seriamente.

Stephen, con un codo apoyado en el granito rugoso, apoyó la palma de la mano en la frente y se observó el borde deshilachado de la manga de la chaqueta, negra y lustrosa. Un dolor, que no era todavía el dolor del amor, le roía el corazón. Silenciosamente, ella se le había acercado en un sueño después de morir, con su cuerpo consumido, en la suelta mortaja parda, oliendo a cera y palo de rosa: su aliento, inclinado sobre él, mudo y lleno de reproche, tenía un leve olor a cenizas mojadas. A través de la bocamanga deshilachada veía ese mar saludado como gran madre dulce por la bien alimentada voz de junto a él. El anillo de bahía y horizonte contenía una opaca masa verde de líquido. Junto al lecho de muerte de ella, un cuenco de porcelana blanca contenía la viscosa bilis verde que se había arrancado del podrido hígado en ataques de ruidosos vómitos gimientes.

Buck Mulligan volvió a limpiar la navaja.

—¡Ah, pobre cuerpo de perro! —dijo con voz bondadosa—. Tengo que darte una camisa y unos cuantos moqueros. ¿Qué tal son los calzones de segunda mano?

—Me sientan bastante bien —contestó Stephen.

Buck Mulligan atacó el entrante de debajo del labio.

—Qué ridículo —dijo, satisfecho—. De segunda pierna, deberían ser. Dios sabe qué sifilicólico los habrá soltado. Tengo un par estupendo a rayas, gris. Quedarás fenómeno con ellos. En serio, Kinch. Tienes muy buena pinta cuando te arreglas.

—Gracias —dijo Stephen—. No puedo ponérmelos si son grises.

—No puede ponérselos —dijo Buck Mulligan a su propia cara en el espejo—. La etiqueta es la etiqueta. Mata a su madre pero no puede ponerse pantalones grises.

Plegó con cuidado la navaja y se palpó la piel lisa dando golpecitos con las yemas.

Stephen volvió los ojos desde el mar hacia la gruesa cara de móviles ojos azul humo.

—El tipo con el que estuve anoche en el Ship —dijo Buck Mulligan— dice que tienes p.g.a. Está en Villatontos con Conolly Norman. ¡Parálisis general de los alienados!

Dio vuelta al espejo en semicírculo por el aire para hacer destellar la noticia a lo lejos, en la luz del sol ya radiante sobre el mar.

Rieron sus plegados labios afeitados y los filos de sus blancos dientes fúlgidos. La risa se apoderó de todo su fuerte tronco bien trabado.

—¡Mírate a ti mismo —dijo—, bardo asqueroso!

Stephen se inclinó a escudriñar el espejo que se le ofrecía, partido por una raja torcida, y se le erizó el pelo. Como me ven él y los demás. ¿Quién eligió esta cara para mí? Este cuerpo de perro que limpiar de gusanera. Todo esto me pregunta también a mí.

—Lo he mangado del cuarto de la marmota —dijo Buck Mulligan—. A ella le va bien. La tía siempre tiene criadas feas, por Malachi. No le dejes caer en la tentación. Y se llama Úrsula.

Volviendo a reír, apartó el espejo de los inquisitivos ojos de Stephen.

—¡Qué rabia la de Calibán por no verte la cara en un espejo! —dijo—. ¡Si estuviera vivo Wilde para verte!

Echándose atrás y señalando con el dedo, Stephen dijo amargamente:

—Es un símbolo del arte irlandés. El espejo partido de una criada.

Buck Mulligan, de repente, dio el brazo a Stephen y echó a andar con él dando una vuelta a la torre, con la navaja y el espejo traqueteando en el bolsillo donde los había metido.

—No está bien hacerte rabiar así, ¿verdad, Kinch? —dijo cariñosamente—. Bien sabe Dios que tú tienes más espíritu que cualquiera de ésos.

Otra vez paró la estocada. Teme el bisturí de mi arte como yo temo el del suyo. La fría pluma de acero.

—¡Espejo partido de una criada! Díselo a ese buey, el tío de abajo, y dale un sablazo de una guinea. Está podrido de dinero y cree que no eres un caballero. Su viejo hizo sus perras vendiendo jalapa a los zulús o con no sé qué otra jodida estafa. Válgame Dios, Kinch, si tú y yo pudiéramos trabajar juntos, a lo mejor haríamos algo por la isla. Helenizarla.

El brazo de Cranly. Su brazo.

—Y pensar que tengas que mendigar de estos cerdos. Yo soy el único que sabe lo que eres tú. ¿Por qué no te fías más de mí? ¿Por qué me miras con malos ojos? ¿Es por lo de Haines? Como haga ruido aquí, traigo a Seymour y le damos un escarmiento peor que el que le dieron a Clive Kempthorpe.

Griterío juvenil de voces adineradas en el cuarto de Clive Kempthorpe. Rostros pálidos: se sujetan la tripa de la risa, agarrándose unos a otros. ¡Ay, que me muero! ¡Ten cuidado cómo le das la noticia a ella, Aubrey! ¡Me voy a morir! Azotando el aire con tiras desgarradas de la camisa, brinca y renquea dando vueltas a la mesa, los pantalones caídos por los talones, perseguido por Ades el de Magdalen, con las tijeras de sastre. Una asustada cara de becerro, dorada de mermelada. ¡Quietos con mis pantalones! ¡No juguéis conmigo al buey mocho!

Gritos por la ventana abierta, sobresaltando el atardecer en el patio. Un jardinero sordo, con delantal, enmascarado con la cara de Matthew Arnold, empuja la segadora por el césped ensombrecido observando atentamente el vuelo de las briznas de hierba.

Para nosotros… nuevo paganismo…
ómphalos
.

—Déjale que se quede —dijo Stephen—. No le pasa nada malo sino de noche.

—Entonces, ¿qué ocurre? —preguntó Buck Mulligan con impaciencia—. Desembucha. Soy sincero contigo. ¿Qué tienes ahora contra mí?

Se detuvieron, mirando el chato cabo de Bray Head que se extendía en el agua como el morro de una ballena dormida. Stephen se soltó del brazo suavemente.

—¿Quieres que te lo diga? —preguntó.

—Sí, ¿qué es? —contestó Buck Mulligan—. Yo no recuerdo nada.

Miró a la cara de Stephen mientras hablaba. Una leve brisa le pasaba por la frente, abanicando suavemente su claro pelo despeinado y agitando puntos plateados de ansiedad en sus ojos.

Stephen, deprimido por su propia voz, dijo:

—¿Te acuerdas de la primera vez que fui a tu casa después que murió mi madre?

Buck Mulligan arrugó el ceño vivamente y dijo:

—¿Qué? ¿Dónde? No me acuerdo de nada. Sólo recuerdo ideas y sensaciones. ¿Por qué? ¿Qué pasó, en nombre de Dios?

—Estabas haciendo té —dijo Stephen— y yo crucé el descansillo para buscar más agua caliente. Tu madre y una visita salían de la sala. Ella te preguntó quién estaba en tu cuarto.

—¿Sí? —dijo Buck Mulligan—. ¿Y qué dije? Se me ha olvidado.

—Dijiste —contestó Stephen—: «Ah, no es más que Dedalus, que se le ha muerto su madre como una bestia».

Un rubor que le hizo más joven y atractivo invadió las mejillas de Buck Mulligan.

—¿Eso dije? —preguntó—. Bueno, ¿y qué tiene de malo eso?

Se sacudió de encima el cohibimiento con nerviosismo.

—¿Y qué es la muerte —preguntó—, la de tu madre o la tuya o la mía? Tú sólo has visto morir a tu madre. Yo los veo reventar todos los días en el Mater y Richmond, y cómo les sacan las tripas en la sala de autopsia. Es algo bestia, y nada más. Sencillamente, no importa. Tú no quisiste arrodillarte a rezar por tu madre en la agonía cuando ella te lo pidió. ¿Por qué? Porque llevas dentro esa maldita vena jesuítica, sólo que inyectada al revés. Para mí todo es ridículo y bestia. A ella no le funcionan ya los lóbulos cerebrales. Llama al doctor Sir Peter Teazle y coge flores de la colcha. Pues síguele la corriente hasta que se acabe. Le llevaste la contraria en su último deseo al morir, y sin embargo andas de malas conmigo porque no gimoteo como una llorona alquilada de Lalouette. ¡Qué absurdo! Supongo que sí lo dije. No quería ofender la memoria de tu madre.

A fuerza de hablar se había envalentonado. Stephen, tapando las anchas heridas que esas palabras habían dejado en su corazón, dijo con mucha frialdad:

—No estoy pensando en la ofensa a mi madre.

—¿Pues en qué? —preguntó Buck Mulligan.

—En la ofensa a mí —contestó Stephen.

Buck Mulligan se dio vuelta sobre los talones.

—¡Ah, eres imposible! —exclamó.

Echó a andar rápidamente, siguiendo la curva del parapeto. Stephen se quedó en su sitio, contemplando el mar tranquilo, hacia el promontorio. Mar y promontorio ahora se ensombrecían. Le latía la sangre en los ojos, velándole la vista, y notaba la fiebre de sus mejillas.

Una voz desde dentro de la torre gritó fuerte:

—¿Estás ahí arriba, Mulligan?

—Ya voy —contestó Buck Mulligan.

Se volvió a Stephen y dijo:

—Mira al mar. ¿Qué le importan las ofensas? Quítate de encima a Loyola, Kinch, y ven para abajo. El sajón quiere sus tajadas matinales de tocino.

Su cabeza se volvió a detener un momento en la entrada de la escalera, al nivel del techo.

—No te pases el día rumiándolo —dijo—. Yo soy un inconsecuente. Déjate de cavilaciones malhumoradas.

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