Su cabeza desapareció, pero el bordoneo de su voz, al bajar, siguió retumbando desde el hueco de la escalera:
No te arrincones más a cavilar sobre el misterio amargo del amor, pues Fergus rige los broncíneos carros. |
Sombras boscosas se veían pasar flotando silenciosamente a través de la paz mañanera, desde la entrada de la escalera, hacia el mar, a donde él contemplaba. En la orilla y hacia lo hondo, el espejo de agua se blanqueaba, agitado por presurosos pies levemente calzados. Blanco pecho del sombrío mar. Los acentos emparejados, de dos en dos. Una mano pulsando las cuerdas de arpa y fundiendo sus acordes emparejados. Palabras casadas, blancodeola, rielando sobre la sombría marea.
Una nube empezó a cubrir lentamente el sol, ensombreciendo la bahía en verde más profundo. Se extendía a su espalda cuenco de aguas amargas. La canción de Fergus: él la cantaba en casa, a solas, sosteniendo los largos acordes sombríos. Ella tenía la puerta abierta: quería oír mi música. Silencioso de respeto y lástima, me acerqué a su cabecera. Lloraba en su mísera cama. Por esas palabras, Stephen: misterio amargo del amor.
¿Ahora dónde?
Los secretos que ella tenía: viejos abanicos de plumas, carnets de baile con borlas, un adorno de cuentas de ámbar en el cajón cerrado. Cuando era niña, había una jaula de pájaro colgando en la soleada ventana de su casa. Había oído cantar al viejo Royce en la pantomina de Turko el Terrible, y se rió con los demás cuando él cantaba:
Yo soy un mozo que gozo de invisibilidad. |
Júbilo fantasmal, plegado y apartado: perfumado de almizcle.
No te arrincones más a cavilar.
Plegado y apartado en la memoria de la naturaleza con los juguetes de ella. Asaltaban recuerdos su mente cavilosa. Su vaso de agua en el grifo de la cocina, cuando había recibido la comunión. Una manzana rellena de azúcar moreno, asándose para ella en la chimenea, una oscura tarde de otoño. Sus lindas uñas enrojecidas por la sangre de piojos aplastados, de las camisas de los niños.
En un sueño, silenciosamente, se le había acercado, con su cuerpo consumido, en la suelta mortaja parda, oliendo a cera y palo de rosa: su aliento, inclinado sobre él con mudas palabras secretas, tenía un leve olor a cenizas mojadas.
Sus ojos vidriosos, mirando fijamente desde más allá de la muerte, para agitar y doblegar mi alma. A mí solo. El cirio fantasmal sobre la cara torturada. Su ronca respiración ruidosa estertorando de horror, mientras todos rezaban de rodillas. Sus ojos puestos en mí para derribarme.
Liliata rutilantium te confessorum turma circumdet: iubilantium te virginum chorus excipiat
.
¡Vampiro! ¡Masticador de cadáveres!
¡No, madre! Déjame ser y déjame vivir.
—¡Kinch, a bordo!
La voz de Buck Mulligan cantaba desde dentro de la torre. Se acercaba, escalera arriba, llamando una y otra vez. Stephen, todavía temblando del clamor de su alma, oyó el cálido correr de la luz del sol y, en el aire de detrás de él, palabras amigas.
—Dedalus, sé buen chico y baja. El desayuno está listo. Haines se excusa por habernos despertado anoche. Todo está muy bien.
—Ya voy —dijo Stephen, volviéndose.
—Ven, por lo que más quieras —dijo Buck Mulligan—. Hazlo por mí y por todos nosotros.
Su cabeza desapareció y reapareció.
—Le dije lo de tu símbolo del arte irlandés. Dice que es muy ingenioso. Dale un sablazo de una libra, ¿quieres? Una guinea, mejor dicho.
—Me pagan esta mañana —dijo Stephen.
—¿Tu burdel de escuela? —dijo Buck Mulligan—. ¿Cuánto? ¿Cuatro libras? Préstame una.
—Si te hace falta —dijo Stephen.
—Cuatro resplandecientes soberanos —gritó Mulligan con placer—. Nos tomaremos unos fenomenales tragos como para asombrar a los druídicos druidas. Cuatro omnipotentes soberanos.
Agitó las manos en lo alto y bajó zapateando los escalones de piedra, mientras cantaba desafinado con acento
cockney
:
¡Ah, qué día, qué día divino, bebiendo whisky, cerveza y vino, en la ocasión de la Coronación! ¡Ah, qué día, qué día divino, bebiendo whisky, cerveza y vino! |
Tibio fulgor solar en regocijo sobre el mar. La bacía de níquel brillaba, olvidada, en el parapeto. ¿Por qué tendría que bajarla? ¿Y dejarla allí todo el día, amistad olvidada?
Llegó hasta ella, y la sostuvo un rato entre las manos, tocando su frescura, oliendo la baba pegajosa de la espuma en que estaba metida la brocha. Así llevaba yo el incensario entonces en Conglowes. Ahora soy otro y sin embargo el mismo. Un sirviente. Siervo de los siervos.
En el sombrío cuarto de estar abovedado, en la torre, la figura de Buck Mulligan en bata se movía con viveza de un lado para otro de la chimenea, ocultando y revelando su fulgor amarillo. Desde las altas troneras caían dos lanzadas de suave luz del día: en la intersección de sus rayos flotaba, dando vueltas, una nube de humo de carbón y vapores de grasa frita.
—Nos vamos a asfixiar —dijo Buck Mulligan—. Haines, abre esa puerta, ¿quieres?
Stephen dejó la bacía en el aparador. Una alta figura se levantó de la hamaca donde estaba sentada, se acercó a la entrada y abrió de un tirón las puertas interiores.
—¿Tienes la llave? —preguntó una voz.
—Dedalus la tiene —dijo Buck Mulligan—. Janey Mack, ¡me asfixio!
Sin levantar la mirada del fuego, aulló:
—¡Kinch!
—Está en la cerradura —dijo Stephen, adelantándose.
La llave dio dos vueltas, arañando ásperamente, y, cuando estuvo entreabierta la pesada puerta, entraron, bien venidos, la luz y el aire claro. Haines se quedó en la entrada, mirando afuera. Stephen tiró de su maleta, puesta vertical, hasta la mesa, y se sentó a esperar. Buck Mulligan echó la fritanga en el plato que tenía al lado. Luego llevó a la mesa el plato y una gran tetera, los dejó pesadamente y suspiró con alivio.
—Me estoy derritiendo —dijo—, como dijo la vela cuando… Pero silencio. Ni una palabra más sobre el tema. Kinch, despierta. Pan, mantequilla, miel. Haines, entra. El rancho está listo. Bendecidnos, Señor, y bendecid estos dones. ¿Dónde está el azúcar? Ah, jodido, no hay leche.
Stephen trajo del aparador la hogaza y el tarro de la miel y la mantequera. Buck se sentó con repentina irritación.
—¿Qué burdel es éste? —dijo—. Le dije que viniera después de las ocho.
—Lo podemos tomar solo —dijo Stephen—. Hay un limón en el aparador.
—Maldito seas tú con tus modas de París —dijo Buck Mulligan—: yo quiero leche de Sandycove.
Haines se acercó desde la entrada y dijo tranquilamente:
—Ya sube esa mujer con la leche.
—¡Las bendiciones de Dios sobre ti! —gritó Buck Mulligan, levantándose de la silla de un salto—. Siéntate. Echa el té ahí. El azúcar está en la bolsa. Ea, no puedo seguir enredándome con los malditos huevos.
Dio unos tajos a través de la fritanga de la fuente y la fue estampando en tres platos, mientras decía:
—
In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti
.
Haines se sentó a servir el té.
—Os doy dos terrones a cada uno —dijo—. Pero oye, Mulligan, tú haces fuerte el té, ¿no?
Buck Mulligan, sacando gruesas rebanadas de la hogaza, dijo con mimosa voz de vieja:
—Cuando hago té, hago té, como decía la abuela Grogan. Y cuando hago aguas, hago aguas.
—Por Júpiter, que es té —dijo Haines.
Buck Mulligan siguió cortando y hablando con mimos de vieja:
—«Eso hago yo, señora Cahill», dice. «Caramba, señora», dice la señora Cahill, «Dios le conceda no hacerlo en el mismo cacharro».
Tendió a cada uno de sus comensales, por turno, una gruesa rebanada de pan, empalada en el cuchillo.
—Esa es gente para tu libro, Haines —dijo con gran seriedad—. Cinco líneas de texto y diez páginas de notas sobre el pueblo y los dioses-peces de Dundrum. Impreso por las Hermanas Parcas en el año del gran viento.
Se volvió a Stephen y preguntó con sutil voz intrigada, levantando las cejas:
—¿Recuerdas, hermano, si el cacharro del té y del agua de la vieja Grogan se menciona en el Mabinogion, o si es en los Upanishads?
—Lo dudo —dijo Stephen gravemente.
—¿De veras? —dijo Buck Mulligan en el mismo tono—. Por favor, ¿qué razones tienes?
—Se me antoja —dijo Stephen, comiendo— que no existió ni dentro ni fuera del Mabinogion. La vieja Grogan, es de imaginar, era parienta de Mary Ann.
El rostro de Buck Mulligan sonrió con placer.
—¡Encantador! —dijo con dulce voz afeminada, mostrando sus blancos dientes y parpadeando amablemente—. ¿Crees que lo era? ¡Qué encanto!
Luego, nublando de repente sus facciones, gruñó con voz ronca y rasposa, mientras volvía a dar vigorosas tajadas a la hogaza:
A la vieja Mary Ann no le importa el qué dirán sino que, levantándose la enagua… |
Se atascó la boca de fritura y fue mascando y bordoneando.
El hueco de la puerta se ensombreció con una figura que entraba.
—¡La leche, señor!
—Pase, señora —dijo Mulligan—. Kinch, toma la lechera.
Una vieja se adelantó y se puso al lado de Stephen.
—Hace una mañana estupenda, señor —dijo—. Bendito sea Dios.
—¿Quién? —dijo Mulligan, lanzándole una ojeada—. ¡Ah, claro!
Stephen se echó atrás y acercó del aparador el jarro de la leche.
—Los isleños —dijo Mulligan a Haines, como de paso—, hablan frecuentemente del recaudador de prepucios.
—¿Cuánta, señor? —preguntó la vieja.
—Dos pintas —dijo Stephen.
La observó echar en la medida, y luego en la jarra, blanca leche espesa, no suya. Viejas tetas encogidas. Volvió a echar una medida y una propina. Anciana y secreta, había entrado desde un mundo mañanero, quizá mensajera. Alababa la excelencia de la leche, mientras la vertía. Acurrucada junto a una paciente vaca, al romper el día, en el fértil campo, bruja sentada en su seta venenosa, con sus arrugados dedos rápidos en las ubres chorreantes. Mugían en torno a ella, y la conocían; ganado sedoso de rocío. Seda de las vacas y pobre vieja: nombres que se le dieron en tiempos antiguos. Una anciana errante, baja forma de un ser inmortal, sirviendo al que la conquistó y alegremente la traicionó; la concubina común de ellos, mensajera de la secreta mañana. Si para servir o para reprender, no sabía él decirlo: pero desdeñaba solicitarle sus favores.
—Está muy bien, señora —dijo Buck Mulligan, sirviendo leche en las tazas.
—Pruébela, señor —dijo ella.
Él bebió, tal como le rogaba.
—Si pudiéramos vivir de buenos alimentos como éste —le dijo a ella, en voz algo alta—, no tendríamos el país lleno de dentaduras podridas y tripas podridas. Viviendo en una ciénaga infecta, comiendo alimentos baratos y con las calles cubiertas de polvo, boñigas de caballo y escupitajos de tuberculosos.
—¿Es usted estudiante de medicina, señor? —preguntó la vieja.
—Sí, señora —contestó Buck Mulligan.
—¡Hay que ver! —dijo ella.
Stephen escuchaba en desdeñoso silencio. Ella inclina su vieja cabeza hacia una voz que le habla ruidosamente, su arreglahuesos, su curandero: a mí, ella me desprecia. A la voz que confesará y ungirá para la tumba todo lo que haya de ella, excepto sus impuros lomos de mujer, de carne de hombre no hecha a semejanza de Dios, la presa de la serpiente. Y a la ruidosa voz que ahora la manda callar, con asombrados ojos inquietos.
—¿Entiende usted lo que le dice éste? —le preguntó Stephen.
—¿Es francés lo que habla usted, señor? —dijo la vieja a Haines.
Haines volvió a dirigirle un discurso más largo, confiado.
—Irlandés —dijo Buck Mulligan—. ¿Sabe usted algo de gaélico?
—Me pareció que era irlandés —dijo ella—, por el sonido que tiene. ¿Es usted del oeste, señor?
—Soy inglés —contestó Haines.
—Es inglés —dijo Buck Mulligan— y cree que en Irlanda deberíamos hablar irlandés.
—Claro que deberíamos —dijo la vieja—, y a mí me da vergüenza no hablar yo misma esa lengua. Me han dicho quienes la saben que es una lengua de mucha grandeza.
—Grandeza no es la palabra —dijo Buck Mulligan—. Es una maravilla, por completo. Echaos más té, Kinch. ¿Quiere usted una taza, señora?
—No, gracias, señor —dijo la vieja, deslizando el asa de la lechera por el antebrazo y disponiéndose a marchar.
Haines le dijo:
—¿Tiene la cuenta? Más vale que le paguemos, ¿no es verdad, Mulligan?
Stephen llenó las tres tazas.
—¿La cuenta, señor? —dijo ella, deteniéndose—. Bueno, son siete mañanas una pinta a dos peniques, que son siete de a dos, que son un chelín y dos peniques que llevo y estas tres mañanas dos pintas a cuatro peniques son un chelín y uno y dos que son dos y dos, señor.
Buck Mulligan suspiró y después de llenarse la boca con una corteza bien untada de mantequilla por los dos lados, estiró las piernas y empezó a registrarse los bolsillos del pantalón.
—Paga y pon buena cara —le dijo Haines, sonriendo.
Stephen se llenó la taza por tercera vez, con una cucharada de té coloreando levemente la espesa leche sustanciosa. Buck Mulligan sacó un florín, le dio vueltas en los dedos y gritó:
—¡Milagro!
Lo pasó a lo largo de la mesa hacia la vieja, diciendo:
Más no me pidas, querida mía, te he dado todo lo que tenía. |
Stephen le puso la moneda en su mano nada ávida.
—Le deberemos dos peniques —dijo.
—Hay tiempo de sobra, señor —dijo ella, tomando la moneda—. Hay tiempo de sobra. Buenos días, señor.
Hizo una reverencia y se marchó, seguida por la tierna salmodia de Buck Mulligan:
Corazón mío, si más hubiera ante tus pies se te pusiera. |
Se volvió a Stephen y dijo:
—En serio, Dedalus. Estoy en seco. Date prisa a tu burdel de escuela y tráenos dinero. Hoy los bardos deben beber y hacer festín. Irlanda espera que cada cual cumpla hoy con su deber.
—Eso me recuerda —dijo Haines, levantándose— que hoy tengo que visitar vuestra biblioteca nacional.
—Primero nuestra nadada —dijo Buck Mulligan.
Se volvió a Stephen y preguntó suavemente:
—¿Es hoy el día de tu lavado mensual, Kinch?