Ulises (15 page)

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Authors: James Joyce

Tags: #Narrativa, #Clásico

BOOK: Ulises
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—Sí.

—Anoche andaba con él por el muelle, metiéndose mano. El padre está podrido de dinero.

—¿Ya la han hecho?

—Mejor pregúntaselo a Seymour.

—¡Seymour, un jodido oficial! —dijo Buck Mulligan.

Asintió con la cabeza para sí mismo, mientras se quitaba los pantalones, y se incorporó diciendo con obviedad:

—Las pelirrojas, en cuanto las cojas.

Se interrumpió alarmado, tocándose el costado bajo la camisa aleteante.

—He perdido la duodécima costilla —gritó—. Soy el
Uebermensch
. El desdentado Kinch y yo, los superhombres.

Se liberó de la camisa, luchando, y la tiró atrás, donde estaba su ropa.

—¿Vas a entrar aquí, Malachi?

—Sí. Déjame sitio en la cama.

El joven se echó hacia atrás por el agua y alcanzó el centro de la cala en dos limpias brazadas largas. Haines estaba sentado en una piedra, fumando.

—¿No te metes? —preguntó Buck Mulligan.

—Más tarde —dijo Haines—. No recién desayunado.

Stephen se dio la vuelta.

—Me marcho, Mulligan —dijo.

—Dame esa llave, Kinch —dijo Mulligan—, para sujetar mi camisa extendida.

Stephen le alargó la llave. Buck Mulligan la puso atravesada en su montón de ropa.

—Y dos peniques —dijo— para una pinta. Échalos ahí.

Stephen echó los dos peniques en el blando montón. Vistiéndose, desnudándose. Buck Mulligan erguido, con las manos unidas y adelantadas, dijo solemnemente:

—Aquel que robare al pobre prestará al Señor. Así hablaba Zaratustra.

Su rollizo cuerpo se zambulló.

—Ya te volveremos a ver —dijo Haines, volviéndose hacia Stephen que subía por el sendero, y sonriendo de esos salvajes irlandeses.

Cuerno de toro, pezuña de caballo, sonrisa de sajón.

—En el Ship —gritó Buck Mulligan—. A las doce y media.

—Bueno —dijo Stephen.

Siguió andando por el sendero, curvado en la subida.

Liliata rutilantium.
Turma circumdet.
Iubilantium te virginum.

El nimbo gris del sacerdote en el escondrijo donde se vestía discretamente. No quiero dormir aquí esta noche. Tampoco puedo ir a casa.

Una voz, dulce de tono y prolongada, le llamó desde el mar. Doblando el recodo, agitó la mano. La voz volvió a llamar. Una lisa cabeza parda, de foca, allá lejos en el agua, redonda.

Usurpador.

[2]

—Usted, Cochrane, ¿qué ciudad le mandó a buscar?

—Tarento, profesor.

—Muy bien. ¿Y qué más?

—Hubo una batalla, profesor.

—Muy bien. ¿Dónde?

La cara vacía del muchacho preguntó a la ventana vacía.

Fabulada por las hijas de la memoria. Y sin embargo fue de algún modo, si es que no como lo fabuló la memoria. Una frase, entonces, de impaciencia, desplome de las alas de exceso de Blake. Oigo la ruina de todo el espacio, cristal roto y mampostería derrumbándose, y el tiempo hecho una sola llama lívida y definitiva. ¿Qué nos queda entonces?

—No me acuerdo del sitio, profesor. 279 antes de Cristo.

—Asculum —dijo Stephen, echando una ojeada al nombre y la fecha en el libro arañado con sangrujos.

—Sí, señor. Y dijo: «Otra victoria como ésta y estamos perdidos».

Esa frase la había recordado el mundo. Opaco tranquilizamiento de la mente. Desde una colina que domina una llanura sembrada de cadáveres, un general hablando a sus oficiales, apoyado en su lanza. Cualquier general a cualesquiera oficiales. Le prestan oído.

—Usted, Armstrong —dijo Stephen—. ¿Cómo acabó Pirro?

—¿Que cómo acabó Pirro, profesor?

—Yo lo sé, profesor. Pregúnteme a mí —dijo Comyn.

—Espere. Usted, Armstrong. ¿Sabe algo de Pirro?

En la cartera de Armstrong había, bien guardada, una bolsa de higos secos. Él los doblaba entre las manos de vez en cuando y se los tragaba suavemente. Se le quedaban migas adheridas a la piel de los labios. Aliento endulzado de muchacho. Gente bien, orgullosos de que su hijo mayor estuviera en la Marina. Vico Road, Dalkey.

—¿Pirro, profesor? Pirro,
pier
, espigón.

Todos se rieron. Ruidosa risa maliciosa sin regocijo. Armstrong miró a sus compañeros, alrededor, estúpido júbilo de perfil. Dentro de un momento se reirán más fuerte, conscientes de mi falta de autoridad y de los honorarios que pagan sus padres.

—Dígame ahora —dijo Stephen, dándole una metida en el hombro al muchacho con el libro—, qué es eso de
pier
.


Pier
, profesor, espigón —dijo Armstrong—, una cosa que sale entre las olas. Una especie de puente. El de Kingstown, profesor.

Algunos se volvieron a reír: sin regocijo pero con intención. Dos en el banco del fondo cuchichearon. Sí. Sabían: nunca habían aprendido ni habían sido nunca inocentes. Todos. Con envidia observó sus caras. Edith, Ethel, Gerty, Lily. Sus parecidos: sus alientos, también, endulzados con té y mermelada, sus pulseras riendo en la pelea.

—El espigón de Kingstown —dijo Stephen—. Sí, un puente fracasado.

Esas palabras turbaron sus miradas.

—¿Cómo, profesor? Un puente es a través de un río. Para el libro de dichos de Haines. Aquí, nadie para escuchar. Esta noche, con destreza, entre beber locamente y charlar, a perforar la pulida cota de malla de su mente. ¿Y luego qué? Un bufón en la corte de su señor, consentido y despreciado, obteniendo la clemente alabanza del señor. ¿Por qué habían elegido todos ellos ese papel? No del todo por la suave caricia. Para ellos también, la historia era un cuento como cualquier otro, oído demasiadas veces, y su país era una almoneda.

¿Y si Pirro no hubiera caído por mano de una arpía o si Julio César no hubiera muerto apuñalado? No se les puede suprimir con el pensamiento. El tiempo les ha marcado y, encadenados, residen en el espacio de las infinitas posibilidades que han desalojado. Pero ¿pueden éstas haber sido posibles, visto que nunca han sido? ¿O era posible solamente lo que pasó? Teje, tejedor del viento.

—Cuéntenos un cuento, profesor.

—Ah, sí, profesor, un cuento de fantasmas.

—¿Por dónde íbamos en éste? —preguntó Stephen, abriendo otro libro.

—«No llores más» —dijo Comyn.

—Siga entonces, Talbot.

—¿Y la historia, profesor?

—Después —dijo Stephen—. Siga, Talbot.

Un chico atezado abrió un libro y lo sujetó hábilmente bajo el parapeto de la cartera. Recitó tirones de versos con ojeadas de vez en cuando al texto:

No llores más triste pastor, no llores,
pues Lycidas, tu pena, no está muerto,
aunque hundido en el suelo de las olas…

Debe ser un movimiento, entonces, una actualización de lo posible en cuanto posible. La frase de Aristóteles se formó sola entre los versos farfullados y salió flotando hacia el estudioso silencio de la biblioteca de Sainte Geneviève donde noche tras noche había leído él, defendido del pecado de París. A su lado, un delicado siamés consultaba un manual de estrategia. Cerebros alimentados y alimentadores a mi alrededor: bajo lámparas de incandescencia, pinchados, con antenas levemente palpitantes: y en la oscuridad de mi mente, un perezoso del mundo inferior, reluctante, huraño a la claridad, removiendo sus pliegues escamosos de dragón. Pensamiento es el pensamiento del pensamiento. Tranquila luminosidad. El alma es en cierto modo todo lo que es: el alma es la forma de las formas. Tranquilidad súbita, vasta, incandescente: forma de las formas.

Talbot repetía:

Por el poder amado del que anduvo en las olas,
por el poder amado…

—Pase la hoja —dijo suavemente Stephen—. No veo nada.

—¿Qué, profesor? —preguntó simplemente Talbot, inclinándose adelante.

Su mano pasó la hoja. Se echó atrás y siguió adelante, recién habiéndose acordado. Del que anduvo en las olas. Aquí también, sobre estos corazones cobardes, se extiende su sombra, y sobre el corazón y los labios de quien se burla de él, y sobre los míos. Se extiende sobre las ávidas caras de los que le ofrecieron una moneda del tributo. A César lo que es de César, a Dios lo que es de Dios. Una larga mirada de ojos oscuros, una frase en adivinanza para ser tejida y tejida en los telares de la Iglesia. Eso es.

Adivina adivinanza.
Mi padre me dio semillas de la labranza.

Talbot deslizó su libro cerrado dentro de la cartera.

—¿Ya lo he oído todo? —preguntó Stephen.

—Sí, profesor. Hay hockey a las diez.

—Media fiesta, profesor. Es jueves.

—¿Quién sabe contestar una adivinanza?

Retiraban sus libros en montones, chascando los lápices, sacudiendo las páginas. Apiñados, pasaron las correas y cerraron las hebillas de las carteras, charloteando alegremente todos:

—¿Una adivinanza, profesor? Pregúnteme a mí.

—A mí, profesor.

—Una difícil, profesor.

—Esta es la adivinanza —dijo Stephen:

El gallo canta,
el sol se levanta:
las campanas del cielo
están tocando a duelo.
Es hora de que esta pobre alma
se vaya al cielo.

—¿Eso qué es?

—¿Qué profesor?

—Otra vez, profesor. No oímos.

Los ojos se les pusieron más grandes al repetirse los versos. Después de un silencio, Cochrane dijo:

—¿Qué es, profesor? Nos damos por vencidos.

Stephen, con la garganta picándole, contestó:

—El zorro enterrando a su abuela bajo una mata de acebo.

Se levantó y lanzó una risotada nerviosa a la que ellos hicieron eco con gritos de consternación.

Un palo golpeó en la puerta y una voz en el pasillo gritó:

—¡Hockey!

Se dispersaron, deslizándose de sus bancos, saltándoselos. Rápidamente desaparecieron y desde el cuarto trastero llegó el entrechocar de los palos y el estrépito de las botas y lenguas.

Sargent, el único que se había rezagado, se adelantó despacio, enseñando un cuaderno abierto. Su pelo enredado y su cuello descarnado daban testimonio de impreparación, y a través de sus nebulosas gafas, unos débiles ojos levantaban una mirada suplicante. En su mejilla, mortecina y exangüe, había una leve mancha de tinta, en forma de dátil, reciente y húmeda como una huella de caracol.

Alargó su cuaderno. En la cabecera estaba escrita la palabra
Operaciones
. Debajo había cifras en declive y al pie una firma retorcida, con algunos ojos de las letras cegados y un borrón. Cyril Sargent: firmado y sellado.

—El señor Deasy me dijo que las volviera a escribir todas otra vez —dijo— y que se las enseñara a usted, profesor.

Stephen tocó los bordes del cuaderno. Inutilidad.

—¿Las entiende ahora cómo se hacen? —preguntó.

—Los ejercicios del once al quince —contestó Sargent—. El señor Deasy dijo que tenía que copiarlos de la pizarra, profesor.

—¿Sabe hacerlos ahora usted mismo? —preguntó Stephen.

—No, señor.

Feo e inútil: cuello flaco y pelo espeso y una mancha de tinta, una huella de caracol. Sin embargo, una le había amado, le había llevado en brazos y en el corazón. De no ser por ella, la carrera del mundo le habría aplastado pisoteándolo, estrujado caracol sin hueso. Ella había amado esa débil sangre aguada sacada de la suya. ¿Era eso entonces real? ¿La única cosa verdadera en la vida? Sobre el postrado cuerpo de su madre cabalgó el fogoso Columbano con sagrado celo. Ella ya no existía: el tembloroso esqueleto de una ramita quemada en el hogar, un olor de palo de rosa y cenizas mojadas. Ella le había salvado de ser aplastado y pisoteado, y se había ido, habiendo sido escasamente. Una pobre alma ida al cielo: y en el brezal, bajo el parpadeo de las estrellas, un zorro, el rojo hedor de rapiña en la piel, escuchaba, escarbaba la tierra, escuchaba, escarbaba y escarbaba.

Sentado junto a él, Stephen resolvió el problema. Demuestra por álgebra que el espectro de Shakespeare es el abuelo de Hamlet. Sargent escudriñaba de medio lado a través de sus gafas inclinadas. Palos de hockey se entrechocaban en el cuarto trastero: el golpe hueco de una bola y gritos desde el campo.

A través de la página los símbolos se movían en grave danza morisca, en la mascarada de sus letras, con raros gorros de cuadrados y cubos. Darse la mano, atravesar, inclinarse ante la pareja: así: duendes nacidos de la fantasía de los moros. Desaparecidos también del mundo, Averroes y Moisés Maimónides, hombres oscuros en gesto y movimiento, destellando en sus espejos burlones la sombría alma del mundo, una tiniebla brillando en claridad que la claridad no podía comprender.

—¿Entiende ahora? ¿Puede hacer el segundo usted mismo?

—Sí, señor.

Con largos trazos sombreados, Sargent copió los datos. Esperando siempre una palabra de ayuda, su mano movía fielmente los inseguros símbolos, con un leve color de vergüenza entreviéndose tras su piel sombría.
Amor matris
: genitivo subjetivo y objetivo. Ella, con su débil sangre y su leche agria de suero, le había alimentado y había escondido a la vista de los demás sus pañales.

Como él fui yo, esos hombros caídos, esa falta de gracia. Mi niñez se inclina a mi lado. Demasiado lejos para que yo apoye una mano en ella por una vez o ligeramente. La mía está lejos y la suya secreta como nuestros ojos. Hay secretos, silenciosos y pétreos, sentados en los oscuros palacios de nuestros dos corazones: secretos fatigados de su tiranía: tiranos, deseosos de ser destronados.

La operación estaba hecha.

—Es muy sencillo —dijo Stephen, levantándose.

—Sí, señor. Gracias —contestó Sargent.

Secó la página con una hoja de delgado secante y se volvió a llevar el cuaderno a su banco.

—Más vale que busque su palo y salga con los demás —dijo Stephen, seguido hasta la puerta por la figura sin gracia del muchacho.

—Sí, señor.

En el pasillo se oyó su nombre, gritado desde el campo de juego.

—¡Sargent!

—Corra —dijo Stephen—. El señor Deasy le llama.

Se quedó en la galería y observó al rezagado apresurarse hacia el pelado terreno donde reñían estridentes voces. Les separaban en equipos y el señor Deasy avanzaba moviendo los pies con botines sobre matas sueltas de hierba. Volvía su enojado bigote blanco.

—¿Qué pasa ahora? —gritaba sin escuchar.

—Cochrane y Halliday están en el mismo equipo, señor Deasy —gritó Stephen.

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