Dijo a media voz en el recibidor destartalado:
—Doy una vuelta hasta la esquina. Vuelvo en un momento.
Y cuando hubo oído a su voz decirlo, añadió:
—¿No quieres nada para el desayuno?
Un blando gruñido soñoliento contestó:
—Mn.
No. No quería nada. Oyó entonces un caliente suspiro profundo, más blando, al darse vuelta ella, con un tintineo de las arandelas de latón sueltas, en el jergón. Tengo que mandarlas arreglar, realmente. Lástima. Desde Gibraltar, nada menos. Ha olvidado el poco español que sabía. No sé cuánto pagaría su padre por esto. Estilo antiguo. Ah sí, claro. Lo compró en la subasta del gobernador. Adjudicado en seguida. Duro como una piedra para regatear, el viejo Tweedy. Sí, señor. Fue en Plevna. He ascendido desde soldado raso, señor, y a mucha honra. Sin embargo, tuvo bastante cabeza como para hacer aquel negocio de los sellos. Bueno, eso sí que fue previsión.
Su mano descolgó del gancho el sombrero, encima del abrigo grueso con las iniciales, y el impermeable de segunda mano, de oficina de objetos perdidos. Sellos: estampas de revés pegajoso. Estoy seguro de que hay un montón de oficiales metidos en negocios. Claro que sí. La sudada inscripción en la coronilla del sombrero le dijo mudamente: Plasto’s Sombrero Alta Cal. Atisbó rápidamente dentro de la badana. Tira blanca de papel. Bien segura.
En el umbral, se tocó el bolsillo de atrás buscando el llavín. Ahí no. En los pantalones que dejé. Tengo que buscarla. La patata sí que la tengo. El armario cruje. No vale la pena molestarla. Mucho sueño al darse vuelta, ahora mismo. Tiró muy silenciosamente de la puerta del recibidor detrás de sí, más, hasta que la cubierta de la rendija de abajo cayó suavemente sobre el umbral, fláccida tapa. Parecía cerrada. Está muy bien hasta que vuelva, de todos modos.
Cruzó al lado del sol, evitando la trampilla suelta del sótano en el número setenta y cinco. El sol se acercaba al campanario de la iglesia de San Jorge. Va a ser un día caluroso, me imagino. Especialmente, con este traje negro lo noto más. El negro conduce, refleja (¿o refracta?) el calor. Pero no podía ir con ese traje claro. Ni que fuera un picnic. Los párpados se le bajaron suavemente muchas veces mientras andaba en feliz tibieza. La camioneta del pan de Boland entregando en bandejas el nuestro de cada día, pero ella prefiere las hogazas de ayer, tostadas por los dos lados crujientes cortezas calientes. Te hace sentirte joven. En algún sitio, por el este: ponerse en marcha al amanecer, viajar dando la vuelta por delante del sol, robarle un día de marcha. Seguir así para siempre, sin envejecer nunca un día, técnicamente. Caminar a lo largo de una plaza, en país extraño, llegar a las puertas de una ciudad, un centinela allí, también un veterano, los grandes bigotes del viejo Tweedy apoyándose en una especie de larga jabalina. Caminar por calles con celosías. Caras enturbantadas pasando. Oscuras cuevas de tiendas de alfombras, un hombretón, Turko el Terrible, sentado con las piernas cruzadas fumando una pipa retorcida. Pregones de vendedores por las calles. Beber agua perfumada con hinojo, sorbete. Andar errando todo el día. Podría encontrar algún que otro ladrón. Bueno, pues a encontrarlo. Se acerca la puesta del sol. Las sombras de las mezquitas a lo largo de las columnas: sacerdote con un pergamino en lo alto, enrollado. Un estremecimiento de los árboles, señal, el viento del anochecer. Sigo adelante. Cielo de oro que se desvanece. Una madre observa desde la puerta. Llama a casa a sus niños en su oscuro idioma. Alto muro: detrás, cuerdas pulsadas. Noche cielo luna, violeta, color de las ligas nuevas de Molly. Cuerdas. Escuchar. Una muchacha tocando uno de esos instrumentos, cómo se llaman: dulcémeles. Paso.
Probablemente no es ni pizca así en la realidad. Tipo de cosa que se lee: tras las huellas del sol. Estallido de sol en la portada. Sonrió, complaciéndose a sí mismo. Lo que dijo Arthur Griffith de la cabecera sobre el artículo de fondo en el
Freeman
: un sol de autonomía elevándose en el noroeste desde el callejón de detrás del Banco de Irlanda. Prolongó su sonrisa complacida. Toque judaico ése: sol de autonomía elevándose en el noroeste.
Se acercaba a donde Larry O’Rourke. De la reja del sótano subía flotando el flojo gorgoteo de la cerveza. A través de la puerta abierta el bar lanzaba efluvios de gengibre, polvo de té, masticaduras de galleta. Buena casa, sin embargo: al final mismo del tráfico de la ciudad. Por ejemplo, M’Auley ahí abajo: nada bien como situación. Claro que si hicieran pasar una línea de tranvía a lo largo de la Circunvalación Norte desde el mercado de ganado a los muelles, el valor subiría como un cohete.
Cabeza calva sobre la persiana. Listo viejo loco. Inútil trabajárselo para un anuncio. Sin embargo, él conoce mejor su negocio. Ahí está, por supuesto, mi valiente Larry, apoyado en mangas de camisa contra el cajón del azúcar, observando al dependiente con mandil que friega con escobón y cubo. Simon Dedalus le imita clavado bizqueando los ojos para arriba. ¿Sabe lo que le voy a decir? ¿Qué, señor O’Rourke? ¿Sabe qué? Los rusos, no serían más que un aperitivo para los japoneses.
Párate y di una palabra: sobre el funeral quizá. Triste cosa lo del pobre Dignam, señor O’Rourke.
Al doblar a la calle Dorset, dijo con viveza, saludando a través de la puerta:
—Buenos días, señor O’Rourke.
—Buenos días tenga usted.
—Un tiempo delicioso.
—Ya lo creo.
¿De dónde sacan el dinero? Llegan acá, mozos pelirrojos del condado de Leitrim, enjuagando los cascos vacíos y echando los fondos en la bodega. Y luego, míralos ahí, florecen como si fueran unos Adam Findlaters o unos Dan Tallons. Además piensa en la competencia. Sed universal. Buen rompecabezas sería cruzar Dublín sin pasar por delante de una taberna. Ahorrarlo, no pueden. Se lo sacan a los borrachos, quizá. Ponen tres y sacan cinco. ¿Qué es eso? Un chelín acá y allá, rebañando. Quizá en los pedidos al por mayor. Haciendo el doble juego con los corredores en plaza. Cuádralo con el jefe y nos partimos el trabajo, ¿entiendes?
¿Cuánto sería eso sobre la cerveza en un mes? Digamos diez barriles de mercancía. Digamos que sacara el diez por ciento. O más. Quince. Pasó por delante de San José, Escuela Nacional. Clamor de chiquillos. Ventanas abiertas. El aire libre ayuda a la memoria. O un sonsonete. Abeecee deefege kaelemene opecú erreseteuuve uvedoble. ¿Son chicos? Sí. Inishturk. Inishboffin. En su jografía. La mía. Monte Bloom.
Se detuvo delante del escaparate de Dlugacz, mirando absorto las madejas de salchichas, morcillas, negras y blancas. Cincuenta multiplicado por. Las cifras se blanqueaban en su mente sin resolver: disgustado, las dejó extinguirse. Las relucientes tripas atestadas de carne picada le alimentaban la mirada y respiraba en tranquilidad el aliento tibio de la sangre de cerdo cocida con especias.
Un riñón rezumaba gotas de sangre en el plato con adornos en hoja de sauce: el último. Se detuvo ante el mostrador junto a la criada de al lado. ¿Lo compraría también ella, pidiendo las cosas con una tira de papel en la mano? Agrietada: la sosa de lavar. Y una libra y media de salchichas de Denny. Los ojos de Bloom descansaron en sus vigorosas caderas. Woods se llama él. No sé qué hace. La mujer es de cierta edad. Sacudiendo una alfombra en la cuerda de la ropa. Sí que la sacude, caramba. El modo como se le agita a cada sacudida su falda torcida.
El salchichero de ojos de hurón dobló las salchichas que había descolgado con dedos manchados, rosasalchicha. Carne sana ahí: como de ternera de establo.
De un montón de hojas cortadas, tomó una. La granja modelo de Kinnereth, a orillas del Tiberíades. Puede convertirse en un ideal sanatorio de invierno. Moisés Montefiore. Creí que era él. La casa de la granja, con la tapia alrededor, el borroso ganado pastando. Alejó la hoja; interesante; leyó más de cerca, el borroso ganado pastando, la hoja crujiendo. Una joven ternera blanca. Aquellas mañanas en el mercado de ganado las reses mugiendo en sus corrales, ovejas marcadas, chaf, caída de estiércol, los ganaderos con botas claveteadas abriéndose paso entre la suciedad, palmeando con la mano un cuarto trasero de carne madurada, aquí hay una de primera, varas sin pelar en la mano. Pacientemente sostenía la hoja al sesgo, inclinando los sentidos y la voluntad, y con su blanda mirada subyugada en reposo. La falda torcida balanceándose golpe a golpe a golpe.
El salchichero arrebató dos hojas del montón, le envolvió sus salchichas de primera y le hizo una mueca roja.
—Aquí tiene, señorita mía —dijo.
Ella le alargó una moneda, sonriendo descarada, con su gruesa muñeca extendida.
—Gracias, señorita mía. Y un chelín y tres peniques de vuelta. ¿Y para usted, si tiene la bondad?
El señor Bloom señaló rápidamente. Alcanzarla y andar detrás de ella si iba despacio, detrás de sus jamones en movimiento. Agradable de ver primera cosa por la mañana. Date prisa, maldita sea. Aprovechar la ocasión mientras dura. Ella se quedó quieta a la puerta de la tienda al salir al sol y luego derivó perezosamente a la derecha. Él lanzó un suspiro por la nariz: ellas nunca comprenden. Manos cortadas de la sosa. Uñas de los pies con costras, también. Escapularios pardos en jirones, defendiéndola por delante y por detrás. El aguijón de la indiferencia se encendió en su pecho hasta ser débil placer. Para otro: un guardia franco de servicio la abrazaba en Eccles Lane. A ellos les gustan de buen tamaño. Salchicha de primera. Oh, por favor, señor policía, me he perdido en el bosque.
—Tres peniques, por favor.
Su mano aceptó la tierna glándula húmeda y la deslizó en un bolsillo de la chaqueta. Luego hizo subir tres monedas del bolsillo del pantalón y las dejó sobre el erizo de goma. Allí quedaron, fueron leídas rápidamente y rápidamente deslizadas, disco tras disco, al cajón.
—Gracias, señor. Hasta otra vez.
Una chispa de afanoso fuego de ojos zorrunos le dio las gracias. Retiró la mirada al cabo de un momento. No; mejor no; otra vez.
—Buenas días —dijo, marchándose.
—Buenas días, caballero.
Ni señal. Desaparecida. ¿Qué importa?
Volvió por la calle Dorset, leyendo con seriedad. Agendath Netaim: sociedad de plantadores. Para adquirir al gobierno turco vastas extensiones yermas de arena y plantarlas de eucaliptos. Excelentes para sombra, combustible y construcción. Naranjales e inmensos melonares al norte de Jaffa. Usted paga ocho marcos y ellas plantan un dunam de terreno para usted con olivos, naranjos, almendras o limoneros. Los olivos, más baratas: los naranjos necesitan riego artificial. Cada año le mandan un envío de la cosecha. Su nombre queda registrado para toda la vida como propietario en los libros de la asociación. Puede pagar diez al contado y el resto en plazos anuales. Bleibtreustrasse 34, Berlín, W. 15.
Nada que hacer. Sin embargo, hay una idea ahí.
Miró el ganado, borroso en calor plateado. Plateados olivos empolvados. Largos días tranquilos: podar, madurar. Las aceitunas se meten en tarros, ¿no? Me quedan unas pocas de Andrews. Molly las escupía. Ahora conoce el sabor. Naranjas en papel de seda embaladas en cajas. Cidras también. No sé si el pobre Cidron seguirá vivo, en la avenida Saint Kevin. Y Mastiansky con la vieja cítara. Veladas agradables que teníamos entonces. Molly en el sillón de mimbre de Cidron. Buena de agarrar, fresca fruta cérea, elevarla a las narices y oler el perfume. Así, pesado, dulce, perfume silvestre. Siempre el mismo, año tras año. Sacaban precios altos también me dijo Moisel. Arbutus Place; Pleasant Street; placeres de los tiempos antiguos. No tienen que tener defectos, dijo. Viniendo desde tan lejos: España, Gibraltar, el Mediterráneo, Levante. Cajas amontonadas en el muelle de Jaffa, tipo registrándolas en un libro, estibadores manipulándolas descalzos en monos sucios. Ahí va como se llame que sale de. ¿Qué tal? No me ve. Tipo que uno conoce lo justo como para saludarle un poco latoso. Tiene la espalda como aquel capitán noruego. A lo mejor me lo encuentro hoy. Carro de riego. Para provocar la lluvia. Así en la tierra como en el cielo.
Una nube empezó a cubrir el sol del todo despacio, por entero. Gris. Lejos.
No, así no. Una tierra baldía, pelado yermo. Lago volcánico, el mar muerto: nada de peces, sin algas, hundido en lo profundo de la tierra. Sin viento que levante esas olas, metal gris, venenosas aguas neblinosas. Azufre llamaban a lo que llovía; las ciudades de la llanura; Sodoma, Gomorra, Edom. Nombres muertos todos. Un mar muerto en una tierra muerta, gris y vieja. Vieja ahora. Parió a la más vieja raza, la primera. Una bruja encorvada cruzó desde Cassidy, agarrando por el cuello una botella de una pinta. La gente más vieja. Se fue errante muy lejos por toda la tierra, de cautiverio en cautiverio, multiplicándose, muriendo, naciendo en todas partes. Ahora yacía ahí. Ahora ya no podía parir más. Muerto: el hundido coño gris del mundo.
Desolación.
Un gris horror le quemó la carne. Doblando la hoja en el bolsillo dobló hacia la calle Eccles, apresurándose a casa. Fríos aceites se deslizaban por sus venas, congelándole la sangre: la vejez con la costra de una capa de sal. Bueno, ya estoy aquí. Boca sucia de por la mañana malas imaginaciones. Me he levantado de la cama por el lado malo. Tengo que volver a empezar esos ejercicios de Sandow. Manos en el suelo. Manchadas casas de ladrillo pardo. El número ochenta todavía sin alquilar. ¿Por qué será eso? La valoración es sólo veintiocho. Towers, Battersby, North, MacArthur: ventanas de la salita emparchadas de letreros. Parches en un ojo enfermo. Oler el suave humo del té, vapores de la sartén, mantequilla crepitante. Estar cerca de su amplia carne tibiamente encamada. Sí, sí.
Rápida luz tibia del sol llegaba corriendo desde Berkeley Road, velozmente, en ágiles sandalias, siguiendo el sendero que se iluminaba. Corre, ella corre a mi encuentro, una muchacha con pelo dorado al viento.
Dos cartas y una postal estaban por el suelo en el recibidor. Se paró a recogerlas. Sra. Marion Bloom. Su rápido corazón se refrenó al momento. Caligrafía impetuosa. Señora Marion.
—¡Poldy!
Al entrar en la alcoba mediocerró los ojos y avanzó a través de una tibia media luz amarilla hacia su cabeza encrespada.
—¿Para quién son las cartas?
El las miró. Mullingar. Milly.
—Una carta de Milly para mí —dijo con cuidado— y una postal para ti. Y una carta para ti.
Le dejó la postal y la carta en la colcha cruzada, cerca de la curva de las rodillas.