Última Roma (21 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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—Insisto en que tus hombres aligeren. Convengo en que hay que ahorrar flechas. Y en que nunca sobra la provisión. Pero es de tontos arriesgarse por unas cuantas flechas y unos pedazos de cecina. Cuanto antes sigamos, mejor.

Hace una pausa breve, como si se le hubiese ocurrido algo. Vuelve hacia Mayorio ese rostro lleno de arrugas y cubierto con la venda de los ojos bordados en oro.

—Haz llegar mis felicitaciones a tus
comites
por esta batalla. Repito que lo habéis hecho bien y quiero recompensarles por ello. Esta noche, te haré llegar una bolsa a través de Magnesio. Reparte gratificaciones entre los tuyos, según las graduaciones y el mérito. Hazlo de mi parte.

—Gracias en su nombre,
illustris
.

—Y tú haz caso de este viejo. No escatimes elogios a tus soldados. A veces los halagos son tan buena recompensa como el oro.

Tierras altas. Interior de Hispania

Esta pernocta reina entre los hombres una mezcla extraña de ánimos. Se juntan la fatiga, la euforia, la inquietud. Han viajado rápido y muy alertas. Apuraron camino hasta casi el oscurecer. Se han visto sometidos a una gran tensión, porque tras el combate han tenido que recorrer largo número de millas por laderas boscosas, temiendo un ataque en cualquier momento.

Ahora, al final de la jornada, se amodorran al calorcillo de las fogatas, con las armas al alcance de la mano. Están rendidos pero temen dormirse. Se felicitan de la victoria. Comentan lo ocurrido esta mañana. Les ha halagado la prodigalidad del
magister
Basilisco, que ha repartido dinero a través del
comes
Mayorio. Saben que en cualquier momento pueden surgir los enemigos de la oscuridad para atacarlos aullando como lobos.

Basilisco está todavía más exhausto. Es muy viejo y la jornada ha sido también para él tan larga como ardua. Pero incluso así ha convocado a Mayorio a su fogata. El maestro de espías se niega a rendirse todavía al sueño. Antes quiere saber algo más sobre la espada. Esa que el
comes
le quitó en el campo de batalla al que se hacía llamar
dux
.

—¿Qué tiene de particular esa espada?

El viejo está sentado ante el fuego, rodeado de isauros. Son ellos los que le visten, le alimentan, le protegen. Ellos mismos cocinan para él. Basilisco teme al veneno y al puñal, tan usados en la corte de Constantinopla.

El
comes
ha declinado la invitación a sentarse con él. Esta noche no. Se cae de cansancio. En cuanto Basilisco le dé su venia, irá a hacer una última ronda y se echará a dormir. La jornada de mañana promete ser también dura.

Tiene el arma envainada en la diestra. No sabe qué responder, aunque no le ha sorprendido la pregunta. El viejo es muy curioso y sus isauros se lo cuentan todo. Todo. Sus palabras son los ojos de Basilisco.

—Es romana. Es antigua. Eso es lo que tiene de particular,
illustris
.

Basilisco gira y alza una pizca la cabeza como queriendo oír mejor. La luz del fuego danza por su rostro lleno de arrugas. Tiñe de rojo su barba blanca.

—¿Romana? ¿Antigua? ¿Y qué hacía en poder de un jefe de montañeses?

—No lo sé. No se me ocurrió preguntárselo.

—¿Bromeas? ¿O es que sobrevivió a vuestras flechas?

—Más o menos. Tenía tres en el cuerpo y cuando le encontramos estaba atrapado por el cadáver de su caballo, con una pierna aplastada.

—Murió entonces de sus heridas.

—No. El hombre era tan correoso como fatuo. Ya que se hacía llamar
dux
, mandé que le dieran una muerte digna de su supuesto rango… Mis hombres le cortaron la cabeza.

Se sonríe el viejo ante esa salida de humor negro, tan propio de soldados en las veladas que suceden a las batallas. Pero acto seguido menea la cabeza.

—Ay,
comes
. Tal vez debiste respetarle la vida. Podría habernos servido de rehén.

—Agonizaba. No iba a vivir mucho más y tal vez hubiera causado un efecto contrario al deseado. Si nos lo hubiéramos traído con nosotros, puede que eso hubiese empujado a sus parientes y deudos a atacarnos con la esperanza de rescatarle.

—Tienes razón. Nunca se sabe. Tiende la mano.

—¿Me permites un momento esa espada?

—¿Cómo no,
illustris
?

—Sácala de su vaina. Sin miedo. —Ríe—. Que este viejo fue durante mucho tiempo soldado.

Mayorio desenfunda despacio. Le tiende el arma con cuidado, el pomo por delante.

La recoge el ciego con la mano derecha. Se la pasa a la zurda y, con los dedos de la diestra, recorre la hoja. Las yemas rozan precavidas los filos. Revolotean luego por una de las caras. Se deslizan a lo largo de la inscripción que su poseedor debió grabar ahí un día lejano. Sonríe. Lee en voz alta.


Hoc osculo libero te
[30]
.

Asiente Mayorio. Leyó antes lo que está grabado en ambos lados.

El ciego da la vuelta a la espada. Tantea a lo largo de la otra cara de la hoja. Pasa varias veces por ahí los dedos, como si quisiera asegurarse de lo que sus dedos están leyendo. Se ha demudado. Asombro, incredulidad, estupefacción, cruzan a ráfagas su rostro.

Se pasa el dorso de la mano por los labios. Magnesio hace amago de ponerse en pie y acercarse, temeroso de que su amo se haya indispuesto. Pero este al notarlo le tranquiliza con un además. Se dirige luego a Mayorio.

—Soy viejo,
comes
—murmura—. No sé si mis dedos me engañan. ¿Has leído lo que pone aquí?

Empuña ahora de tal forma que le muestra el plano de la espada. Pero no es necesario. Mayorio examinó hace un rato esa espada larga, de las que usaban en otro tiempo en la caballería imperial. A la luz del fuego pudo ver que esa cara lleva grabado un crismón cerca de la empuñadura. Y que, a lo largo de la hoja, está el nombre de la unidad para la que en tiempos se fabricó.

—Sí,
illustris
.

—¿Qué dice?


E. herculani gallicani
.

Basilisco, desencajado, se vuelve a pasar el dorso de la mano por los labios. Advierte Mayorio que le tiembla el pulso. Es la primera vez que le ve perder de esa manera la compostura. Y, por las miradas que cruzan entre ellos los isauros, también ellos están desconcertados.

—Los
herculani gallicani
… ¿Cómo es posible? ¿Será esto una señal?

No sabe el
comes
si habla para sí mismo, para él o si no se dirige a nadie en concreto.


Illustris

Basilisco recobra el dominio de sí mismo. Lo hace con tanta rapidez que Mayorio tiene la impresión de que es en falso. Como si se hubiese cubierto con una máscara. El ciego tiende la zurda. Mayorio le entrega la vaina y él, a tientas, enfunda el arma.

—Perdona este mal momento,
comes
. Soy viejo y a veces se me va un poco la cabeza.

Como el otro no responde nada, añade, con el hierro ya envainado entre las manos.

—¿Has oído hablar alguna vez de los
equites herculani gallicani
?

—No,
illustris
.

—No me extraña. Fue una unidad de caballería creada en las Galias por Egidio, padre de Siagrio. ¿Te suenan esos nombres,
comes
?

—Sí,
illustris
. ¿Pero cómo ha llegado entonces esa espada hasta aquí?

—Eso no tiene nada de extraordinario. De mano en mano. O en el carro de cualquier comerciante. He visto armas que han recorrido una distancia veinte veces mayor de la que separa a Suessionum de estas montañas.

Sonríe. Esa sonrisa suya dura.

—Si crees que eso es lo que me ha desconcertado, te equivocas. Te lo voy a explicar,
comes
. Espero que así sabrás disculpar mi reacción de hace un momento.

»Verás. En esa unidad sirvió mi propio padre.

—¿Tu padre,
illustris
?

Mayorio se acaricia la barba negra. El reino de Siagrio despareció hará un siglo. Fue contemporáneo con la caída del propio imperio occidental. ¿Tan viejo es de verdad Basilisco? ¿Serán ciertos los rumores que corren sobre él?

—Mi padre, sí. Hace ya mucho, mucho de todo eso. Parece haber perdido las ganas de hablar más. Le tiende la espada envainada con el pomo por delante. Mayorio menea la cabeza.

—No, por favor,
illustris
. Te ruego que la conserves.

—Ni hablar. Es una buena espada. La forjaron para la acción, no para adornar paredes. Debe estar en manos fuertes. Manos jóvenes, no como las mías. Cógela.

El
comes
recupera casi a regañadientes la espada. Basilisco remata.

—Eres tú quien la ha encontrado. La has ganado en combate. Son señales que no debemos desdeñar. Sí, señales. No importa que los clérigos se escandalicen. Los que hemos estado en guerra sabemos de la importancia de los signos y los amuletos.

»Conserva esa espada,
comes
. Y no te entretengo más. Que descanses lo que queda de noche.

Los ejércitos tardorromanos (vídeo)

Porta Aquilarum

Sopla el viento, pero Basilisco no siente su roce helado. La hoguera crepita y chasca, pero él no oye nada. Se ha quedado ante el fuego luego de que se retirase el
comes
. Se está bien ahí, al calor de las llamas. Y sin darse cuenta se ha deslizado a estados próximos al sueño. A una duermevela en la que su espíritu se retira del cuerpo mortal para refugiarse en un lugar lejano. Uno fuera de este mundo terreno.

Se halla ahora a plena luz del día, en una ciudad remota, en las estribaciones de una cordillera elevada. Tan alta que las cimas de esas montañas descuellan como arrecifes sobre un mar de nubes blancas.

La ciudad se asienta en la montaña más alta. Es un dédalo de edificios ciclópeos sobre terrazas a distintos niveles y unidas por escalinatas. En esta ciudad de las nubes hay avenidas flanqueadas por las estatuas de bronce de antiguos legisladores y generales. Arcos del triunfo enormes. Balcones que cuelgan sobre abismos sin fondo. Templos de dioses paganos. Palacios de mármol, pórfido y ónix. Columnatas, exedras y templetes. Anfiteatros colosales.

El cielo aquí arriba es muy, muy azul. Y la atmósfera tan diáfana como después de una tormenta. La luz del sol es fría y brillante como la del invierno. Se refleja en el mar de nubes y lo inunda todo con su resplandor. Mirar a esas nubes deslumbra.

Nadie vive en la ciudad. Calles, peristilos y escalinatas están desiertos. Un vendaval hace tremolar hoy los estandartes sobre los palacios y en los parapetos al borde de los precipicios. Pero, aparte de ese revuelo de ricas telas, nada se mueve. Reina el silencio bajo los pórticos y entre las estatuas.

Por calles vacías abandonadas al viento, deambula un Basilisco más joven. Uno que conserva tanto la vista como la plenitud de las fuerzas. Un varón ya maduro pero todavía capaz de empuñar una espada y la lanza, y no solo el bastón de ciego. Las ráfagas de aire hacen flamear sus holgadas vestiduras albas mientras camina.

A esta ciudad solo se llega durante la duermevela. No se encuentra en punto alguno de los mapas. No pocas veces ha fantaseado él con la idea de que exista en realidad. Que aguarde desierta e inaccesible en las lejanías de la cordillera del Cáucaso.

Sabe que no es así. Que es un producto de su mente. Una megalópolis imaginaria que no es reflejo de ninguna de este mundo.

Reflejo que sí son muchos de sus edificios. Pero solo eso. Reflejos, no imágenes exactas.

Años atrás, cuando asumió que se iba a quedar ciego, procuró grabar en su memoria el recuerdo de los monumentos que vio en sus viajes por el imperio. Arcos, acueductos, estatuas, palacios, templos. Italia, Grecia, Asia Menor, Egipto, Libia. Fue atesorándolos para poder recorrerlos en el futuro con la mente, una vez que los ojos se le oscureciesen sin remedio.

Al principio, las imágenes mentales sí eran fieles a lo que vio en su día. Con el tiempo fueron cambiando. Poco a poco, pero cambiando. Nunca ha sabido si fue una consecuencia de los años o de que se le ocurrió agruparlo todo en un lugar único de su mente por pura comodidad.

Aquella suma de monumentos recordados fue mutando. Se convirtió en una ciudad fantástica. Una de edificios imponentes y estatuas colosales, enclavada a una altura imposible, por encima de las propias nubes.

Acabó por aceptar esa creación de su propia mente. La llamó
Porta Aquilarum
, la Puerta de las Águilas. Una ciudadela más allá del alcance de los mortales. Su refugio. El bastión final de sus recuerdos. Ese recoveco de su mente en la que nadie podrá jamás molestarle.

No es capaz de controlar los cambios que se producen en esta ciudad en piedra de la montaña. Tampoco controla los elementos. A menudo se desata el vendaval, tal como ocurre hoy. Los estandartes chasquean en lo alto de los mástiles. Los observa. Unos lucen antiguos símbolos del tiempo de los césares paganos. Otros crismones bordados en rojo sobre blanco. Se agitan, se alzan, aletean contra el azul intenso del cielo.

Sus pasos le han llevado a una plaza cuadrada de soportales. El fondo de esa plaza lo ocupa un edificio cuadrado y macizo, con cúpula de piedras blancas coronada por un Mercurio de bronce bruñido.

Contempla meditabundo la estatua que reluce al sol. Su actitud es de carrera, con el cuerpo hacia delante y un pie de talón alado atrás, en el aire. Empuña una trompeta muy larga. Siempre se ha preguntado Basilisco qué noticias llevará este Mercurio que tanto se apresura.

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