—Ah, ya. —El viejo sonríe—. ¿Y qué debemos entender por «verdadera romanidad»,
comes
? Mira que pudiera ser que sea la suya más genuina que la nuestra.
—¿Por qué dices eso?
—Porque hay detalles que podrían indicar que es así. Te daré solo un ejemplo: en esta ciudad funciona una escuela municipal.
Su mano aprieta como una garra el antebrazo de Mayorio. Vuelve a sonreír.
—Una escuela municipal,
comes
. Para nosotros, eso es una antigualla. Un anacronismo de los que ya casi no quedan. En el imperio occidental desaparecieron mucho antes de que destronasen al último emperador. Sin embargo, fueron instituciones como esa las que hicieron grande a Roma.
»Esta la financia Magno Abundancio. Ese hombre sabe cómo emplear su riqueza. Se esfuerza por asentar en esta ciudad a hombres útiles, desde artesanos a preceptores. Y tengo que admitir que me atrae ese concepto de romanidad suyo, aunque no coincida con el mío.
El
comes
está meneando la cabeza. Olvida como siempre que el ciego no puede ver el gesto. Aunque en este caso poco importa, porque Basilisco parece estar hablando sobre todo para sus adentros. Murmura Mayorio.
—Como gustes,
illustris
. Pero esto sigue siendo lo que era hace siglos. Tierra de frontera.
El que asiente ahora es el ciego. Sí. ¿Cómo negar que los elementos romanos se suman en esta región a los propios de pueblos bárbaros? Se aprecia en las ropas, en las armas, en los ajuares de las casas. Lo romano convive y se mestiza con lo celtíbero, lo cántabro, lo autrigón, lo vascón, lo berón, lo turmódigo, lo bardulo. Aquí conviven una docena de lenguas y el latín no es más que una
lingua franca
con la que entenderse todos.
—¿Qué opinas de esta ciudad?
Mayorio frunce los labios y se lo piensa. Se toma su tiempo antes de contestar.
—No puedo negar que Magno Abundancio ha escogido bien el sitio. La ciudad está en esta margen supongo que porque piensa expandir la provincia hacia el este. Está casi frente a Vareia. Cerca por tanto de la calzada de Cesaraugusta y próxima a la de Pompaelo.
»Se está construyendo una plaza fuerte en lugar estratégico. Desde aquí no le será difícil controlar una gran extensión de terreno al este del Iberus.
—¿Apruebas la elección?
—Hasta donde llegan mis conocimientos y mi experiencia, sí.
Otra vez asiente Basilisco. Mayorio es militar. Él añadiría a todas esas apreciaciones que ha hecho una más. La ciudad de Cantabria es un buen enclave comercial. Asentar en él a artesanos no tardará en dar buenos réditos.
Esa reflexión le hace abrir de nuevo oídos al ruido de trabajos que sale por las puertas abiertas de los talleres.
—Cantabria podría llegar a ser una provincia rica. Una de las joyas del imperio renovado.
Ha hablado casi para sí mismo. Se sonríe al sentir cierto sobresalto en el antebrazo de Mayorio.
—¿Qué te sorprende? ¿Qué piense eso o que hable a estas alturas de un «imperio renovado»?
—Un poco ambas cosas,
illustris
.
—Yo soy de los que todavía esperan que algún día reconquistemos las tierras que formaban el Imperio de Occidente.
—Y yo. Pero hablar de un «imperio renovado» es…arriesgado.
—No. Por algo se dividió en dos, en su día, el viejo Imperio romano. Era imposible gobernarlo todo desde Roma, de tan inmenso que era. Si reconquistásemos Hispania, Italia, la Galia, volvería a ocurrir otra vez lo mismo. No se podría gobernar todo desde Constantinopla y, de forma natural, renacería el Imperio de Occidente con su propio emperador. La
renovatio imperii
pasa por ahí.
—El Señor te oiga.
Caminan dos pasos.
—En cuanto a esta «provincia»…, aquel que aspire a la sabiduría debe aprender a reconstruir sus ideas y a cambiar de senda cuantas veces sea necesario. Ahora creo que esto podría ser de verdad una provincia imperial. Si incorporase a los Campos Palentinos por el oeste y al
Ager Vasconum
[32]
por el este, Cantabria se convertiría en un granero para el futuro imperio.
»Futuro,
comes
. Futuro lejano que yo no veré y puede que los de tu generación tampoco. En cuanto al presente que nos ha tocado vivir…, esto bien pudiera ser el martillo que quebrase el reino visigodo. El martillo. Y la provincia de Spania el yunque.
»Leovigildo es un hombre notable y está obrando con acierto. Si hubiera nacido romano, pasaría a la historia como uno de los grandes emperadores. Pero es visigodo. Su reino sigue siendo endeble.
»He aquí una nueva simetría,
comes
. Que el reino godo llegue a afianzarse depende de un solo hombre. Que cuaje Cantabria también.
—Magno Abundancio es un ambicioso.
—¿Qué gran hombre no lo es? Abundancio sueña un futuro grandioso para la provincia.
—Y para él mismo. No creo que conciba un futuro para esta región en la que no esté él no solo presente, sino también en lo más alto.
—¿Y qué tiene eso de malo? El imperio necesita hombres decididos.
Caminan unos pasos. El ciego da un golpazo con la contera del báculo sobre el empedrado.
—Me alegro de que haya salido el tema, porque hay algo de lo que quería hablarte. Ayer Abundancio y yo conversamos largo y tendido. Le convencí de que sería bueno que abriese para nosotros su bolsa. Está dispuesto a sufragar armas y a costear sueldos. Con su dinero, tus
victores flavii
podrán aumentar sus efectivos.
El corazón del
comes
le da un salto. Eso no quita para que eche una mirada suspicaz al ciego. Siente este lo primero a través del antebrazo y lo segundo lo intuye.
—¿A cambio de qué?
—De que tu bandon quede estacionado aquí, en Cantabria.
Mayorio no dice nada. Basilisco golpea de nuevo con el báculo contra las piedras.
—Descuida. No será algo permanente. Dos, tres, cuatro años todo lo más.
—Entiendo que tú estás de acuerdo.
—Más que de acuerdo. Yo mismo se lo sugerí. Nos beneficiaría a todos, empezando por los
victores flavii
. No tengo que explicarte a ti lo caro que resulta mantener una unidad así. Caballos de guerra, armaduras, entrenamiento, pagas… Magno Abundancio puede pagar. Y puede convencer a otros senadores para que contribuyan.
ȃl gana. La simple presencia de los
victores flavii
refuerza su legitimidad. Y de paso la de los senadores que le apoyan. Y le provee de un refuerzo militar nada desdeñable.
»Gana también el imperio, porque la principal fuerza armada de la futura provincia será una unidad leal al trono de Constantinopla.
»Y ganáis tú y tus
comites
. Los
victores flavii
recuperarán su antiguo esplendor, al menos en parte. Volverán a ser un bandon fuerte. Y servirán de puente entre el imperio y algunas familias poderosas de la provincia, porque es lógico que algunos hijos menores de estas se enrolen con vosotros.
»Lo dicho. Todos ganamos.
—A cambio de que mi bandon se sacrifique. De que quedemos guarnicionando en este lugar perdido. Lejos de todo.
—Te reitero que es algo temporal. Si todo marcha como tenemos previsto… ¿Qué ocurre,
comes
?
Si le ha hecho esa pregunta es porque ha sentido una vibración del brazo. Algo así supone el interpelado, que responde sin inmutarse.
—Nada que deba alarmarte,
illustris
. Por ahí viene de frente el
dux bellorum
de los britones, con varios de los suyos. Vamos a cruzarnos con ellos.
—Ah, ya. ¿Va con ellos esa mujer que usa armas? Claudia Hafhwyfar.
La pregunta está hecha sin segundas. Se debe a que los comentarios que sobre ella le han hecho sus isauros —una mujer que porta armas, de la que se dice que custodia unas misteriosas máscaras de guerra— han despertado su curiosidad. Pero una leve tensión del antebrazo de su acompañante le alerta. «Vaya,
comes
. Vaya», piensa.
—Sí. También ese hombre del manto azul.
—El bardo. Pero a mí me interesa más ella. Me intriga y me gustaría saber. Te agradecería si pudieras procurarme algo de información al respecto.
—Procuraré complacerte,
illustris
.
Unos y otros se saludan al paso, sin detenerse. Le pesa eso a Hafhwyfar. Ya se ha cruzado varias veces con el
comes
y siempre han sido encuentros igual de fugaces. Ahora han cambiado miradas apenas por un instante. Y, como en las anteriores ocasiones, se ha fascinado por esos ojos tan oscuros. ¿Qué hay en sus profundidades? ¿Tendría ahí dentro un hombre como él un sitio para alguien como ella?
Le saca de esos pensamientos una voz bien modulada.
—Caddoc, ¿me permites un comentario?
Ese que ha hablado es el bardo Maelogan. Ella, despistada por esa frase repentina, echa una mirada a la espalda. Dura nada: un latido, un pestañeo. Lo bastante para que pueda ver que el
comes
, ese embajador ciego al que presta su brazo y los bucelarios de este último se alejan calle arriba, a paso calmo y conversando.
Vuelve la vista al frente, algo sonrojada por el temor a que sus compañeros se hayan percatado de esa mirada atrás. Pero lo cierto es que están todos pendientes de las palabras del bardo.
—Desde luego, sabio de los caminos.
—Creo que sería provechoso tratar de saber más sobre los soldados romanos.
—¿Cómo?
—Hay que conocer sus usos militares, sus tácticas. Son caballería pesada. Sus caballos son tan grandes como vuestros
meir embryse
. Respeto tu experiencia guerrera, que es famosa. Pero me permito opinar que podríamos ganar mucho si aprendiésemos de ellos.
Caddoc se pasa una mano por la cabeza calva.
—Tu consejo es de hombre sabio. Tienes más que razón. ¿Pero cómo podríamos…?
—Me parece que Hafhwyfar podría ayudarnos en esto. Caddoc le mira con párpados entornados, ella gira el rostro perpleja. El resto de acompañantes cambian miradas entre ellos. El bardo asiente casi solemne.
—Hafhwyfar despierta una gran curiosidad entre los jefes romanos. Les llama mucho la atención que vaya armada. Amazona, así he oído que la llaman.
Le sonríe.
—Y es una ley natural que a los hombres, sobre todo a los de armas, les gusta presumir delante de las mujeres hermosas.
Ahora sí que siente ella que se ruboriza un poco. El bardo vuelve a sonreírle.
—Créeme, Hafhwyfar. Tu simple presencia hará que se suelten las lenguas. Si es que quieres ayudar a tu pueblo en esto.
Le mira ella a su vez con esos ojos tan azules suyos. Se dice Maelogan que si hace un instante eran como aguas alborotadas, ahora se han sosegado. Se toma su interlocutora unos instantes antes de responder. No puede saber el bardo que está tratando de pensar en su pueblo, en sus gloriosas tradiciones y en sus anhelos de futuro. Que lo intenta pero no puede. Que aunque no sea su deseo, ante esa petición suya solo tiene cabeza para ese
comes
romano de barba corta y negra y ojos tan oscuros.
—Sí, sabio de los caminos. Por supuesto.
Tal vez la capital visigoda esté a cientos de millas. Mucho más al sur que Pallantia. Sin embargo, las noticias sobre la presencia de tropas romanas en Cantabria le llegan al gran rey Leovigildo casi al mismo tiempo. No solo eso, sino que la información que recibe es bastante más precisa. No es una suma de rumores de cuarta mano, sazonados de exageración y especulaciones, sino un informe riguroso. Lugares, fechas, cifras.
—¿Estás seguro de lo que me estás contando? ¿Cien jinetes? ¿Jinetes romanos?
—Sí,
gloriossisimus
.
Cada palabra despierta ecos en la estancia de piedra. Contribuye a ello el que se trate de una sala interior sin ventanas, desnuda de tapices o alfombras. Hasta es parca en mobiliario. Tres asientos para el
rex gothorum
y sus dos hijos, un brasero para entibiar un poco, soportes para los velones de cera. Poco más. Flota en el ambiente el olor de la cera fundida y la sensación es casi de interior de iglesia.
El rey —ya entrado en años, con melena larga entrecana y rostro rasurado— se sienta con un hijo a cada lado, los tres envueltos en pieles magníficas. A espaldas de los tres un único guardia de toda confianza, armado de escudo, espada y francisca.
Ante ellos, a tres pasos y con las manos vacías, abiertas y siempre bien visibles, un hombre de barbas negras, túnica siria de volantes y dalmática. Mantiene los ojos gachos en señal de respeto, al tiempo que asiente despacio.
Los dos hijos del rey se están removiendo en sus asientos. Tal vez tienen frío pese a los mantos de piel. O se están aburriendo. No puede Leovigildo recriminarles por ello. Son demasiado pequeños para los asuntos de Estado.
—Y dices que son caballería pesada.
En realidad lo que está haciendo Leovigildo es reflexionar en voz alta. Recita la información que el otro acaba de darle, como si así pudiera masticarla y digerirla.
—Muy pesada. Tanto los hombres como los caballos llevan armaduras. Por los detalles recibidos, me atrevería a decir que hasta pudieran ser clibanarios.
—Veo que te has esforzado en tus averiguaciones.
—Para mejor servir tus intereses,
gloriossisimus
. Leovigildo se echa hacia delante. Entrecruza los dedos sobre el regazo. Al temblor de las luces de los velones observa al hombre que aguarda con las manos abiertas y la cabeza gacha. Sabe que no miente, aunque tal vez exagere un poco. La experiencia le dicta que los espías e informadores siempre lo aumentan todo. Es una forma de crecerse ellos mismos en importancia ante quienes les mandan.
No importa. En esencia, lo que le acaba de contar tiene que ser cierto.
Bartolomei bar Gilad lleva años brindándole informes confidenciales más que útiles. Es hombre meticuloso y tiene buen olfato. Y hace ya mucho que Leovigildo comprendió que los espías son no ya útiles, sino imprescindibles para afianzarse en el trono. Se dio cuenta no bien tuvo que hacerse cargo de la turbulenta Hispania, en tiempos de su hermano Liuva.
Dicen de él que imita al emperador romano. Tienen más razón de lo que piensan. Acuña monedas con su efigie, usa títulos imperiales, se viste de seda y se arropa en ceremoniales. Sí. Pero también ha echado mano de otros recursos propios de los romanos no tan visibles para el observador no avisado.