—¿De dónde vienen los romanos?
—De la provincia de Spania. ¿De dónde si no?
—¿Tan lejos? ¿No es Britonia un lugar un poco extraño para que desembarquen romanos?
—¿Extraño por qué? Los britones son del partido romano. Si en algún lugar del norte tenían que desembarcar soldados, ese era el mejor de todos. Otra cosa es el motivo que les haya hecho venir desde tan lejos. Eso habría que preguntárselo a ellos.
—Pero ¿y los suevos? Britonia es parte de la Suevia.
—Los suevos, chico, están con el agua al cuello. —Se agarra el gaznate en gesto significativo—. Si los romanos de Spania les ofrecen un pacto para luchar contra los visigodos, su rey Miro aceptará con los ojos cerrados.
—Si los romanos logran destruir el reino visigodo, podrían volverse luego contra los suevos. Para ellos, godos y suevos son igual de invasores.
—Hoy es hoy y mañana será mañana. Quien está en apuros ahora no se preocupa de lo que pueda ocurrir en el futuro.
Otro trecho de cabalgar en silencio. Cloutos aprovecha para ordenar ideas.
—Jinetes romanos han desembarcado en Britonia. Una fuerza mixta ha acudido a la provincia de Cantabria. ¿Para qué?
—Ya te lo he dicho. Pregúntaselo a ellos. Supongo que van a reforzarlos ante una posible amenaza goda, de la misma forma que los britones acudieron esta primavera en auxilio de nuestro pueblo.
«Nuestro pueblo.» Incluso tras cuarenta años de exilio, así sigue llamando Fortunato a los
sappi
. No importa que lleve solo la mitad de su sangre en las venas, ni que le expulsaran de su seno no con violencia sino a fuerza de desprecios.
—¿Reforzar? ¿Amenaza goda? ¿Es que Leovigildo pretende también conquistar Cantabria?
Se echa a reír el viejo.
—Aprende a no hacer preguntas idiotas. Eso no ayuda a que te respeten, ni a que te consideren hombre juicioso. Pues claro que Leovigildo pretende conquistarla. Y toda Hispania. Y, si le dejan, hasta las Galias y la provincia de África. Ese hombre tiene alma de emperador.
—Así que invadirá Cantabria.
—Esa no es una pregunta, pero sigue siendo estúpida. Claro que invadirá. Antes o después. Y eso es una muy mala noticia.
—¿Por qué?
El viejo se ajusta el gorro frigio de cuero. Resopla.
—Porque significa que no podré pasar lo que me queda de vida en paz, como planeaba. Leovigildo pretende conquistar las tierras libres y esta no va a quedar al margen. Puedes jurarlo.
»Viajé un poco los primeros años que siguieron a mi salida de la Sabaria. Fui bucelario de un
potente
de Híspalis. Luego volví al norte y entré al servicio de la curia pallantina. Llevo décadas en este empleo. Soy el decano de los burgarios.
»A veces me duele no haber tenido el coraje de seguir viajando. De llegar más lejos. Podría haber servido como mercenario en alguno de los reinos francos. Tal vez incluso alistarme en los ejércitos de Roma.
»Pero ahora que ya voy para viejo, tampoco me pesa tanto el haberme quedado en Pallantia. Puede que a algunos este empleo les resulte monótono y sin alicientes. Lo es si te dejas vencer por la rutina. Pero a mí me gusta caravanear. Escoltar a los carros. Campear. Soy feliz cabalgando por estas llanuras.
No responde Cloutos. Su silencio es la mejor invitación para que prosiga. Es la forma más rápida de que acabe por llegar a donde quiera que se dirija con esas palabras.
—Pero como ya te he dicho, me vuelvo viejo. Envejezco cada vez más rápido. Las mañanas de frío me duelen en los huesos. Cuando era joven, ansiaba cambios. Ahora me dan miedo.
»Me causan temor las mudanzas. Veo a cualquier alteración como una amenaza. Me pesa que sea así, porque es una muestra más de que llega para mí la vejez, pero no puedo evitarlo.
»Hace años que vengo ahorrando como las hormigas. Deseo una ancianidad tranquila. Tenía pensado abandonar el servicio de la curia dentro de un par de años. Regentar una posada en la misma Pallantia. Yo sé lo que los viajeros desean, lo que aprecian cuando hacen parada.
»En fin, que quería recorrer el último tramo de mi vida de forma sosegada.
»Pero me da que no va a ser posible. No como yo esperaba. Este pequeño mundo nuestro de llanuras sin amo llega a su fin. Está en el aire y todo aquel que tiene nariz lo huele. Ha caído la Sabaria. Después vendrán la provincia de Cantabria y el país de los araucones. Y, antes o después, estas tierras.
—Si Leovigildo ataca Pallantia tendremos que defendernos.
—Leovigildo es un rey de los de verdad, no un bárbaro estrecho de miras. No entrará en sus planes el destruir una ciudad como Pallantia. Él sabe cuán valiosas son estas tierras. También lo saben los reyes suevos y por eso unos y otros se las disputan desde hace generaciones. Lo que un gran rey como Leovigildo hará es anexionarse los Campos Palentinos con la menor destrucción posible. Bastante ha sufrido ya esta tierra. Y Pallantia es la puerta sur de la región.
—Pero la curia…
Se echa a reír el viejo.
—Chico; si quieres batalla, tendrás que ir a buscarla a otra parte. La curia y el obispo correrán a negociar. Lo tienen muy claro. Entre perecer por la espada o rendirse a cambio de conservar sus tierras y bienes, optarán de buen grado por lo segundo.
Cloutos cabalga ahora hosco. Fortunato observa relampaguear allá lejos.
—El momento se acerca. No tardarán en venir los godos. Y a mí no me será concedido el sosiego de acabar mis días regentando una posada en una ciudad libre, abierta a los buenos negocios.
La ciudad de Cantabria (vídeo)
—En tiempos antiguos, el imperio estaba lleno de filósofos que se preguntaban sobre todos los aspectos de la realidad. Hay que reconocer que circulaban muchas teorías disparatadas. Pero esa diversidad daba una gran riqueza a nuestra civilización. Hoy, por desgracia, todo se reduce a especular sobre la naturaleza divina.
El comentario de Basilisco, repentino y en apariencia sin venir al caso, consigue turbar un tanto al
comes
Mayorio.
Lo ha hecho mientras pasean sin rumbo fijo por la ciudad, el
magister
apoyando la diestra en el antebrazo izquierdo del
comes
y con el bastón en la zurda. Solo al cabo de unos pasos contesta su interlocutor con cautela.
—¿Y no son esas especulaciones las únicas que de verdad importan? Los sacerdotes insisten en que el Mundo es Creación. Ilusión.
El ciego responde a eso con una sonrisa afilada. Una mueca que, bajo la capucha, en ese rostro arrugado de barbas blancas, medio enmascarado por la venda de los ojos dorados, resulta harto inquietante.
—Una afirmación de esa clase es en sí misma una toma de postura filosófica. Pero no era mi intención entrar a debatir sobre una cuestión de ese tipo.
»He hecho el comentario,
comes
, porque acabo de recordar que había filósofos que buscaban de forma casi obsesiva simetrías en la naturaleza. Sostenían que todo tiene su reflejo, de una forma u otra. Y es cierto que uno podría llegar a pensar que se han dado extrañas simetrías en la misión que estamos llevando a cabo.
Nada responde a eso el otro, más que nada porque no sabe muy bien qué decir. El viejo parece notar su confusión a través del antebrazo sobre el que se apoya.
—Simetrías. Sí. Nuestro viaje comenzó de verdad en aquellas ruinas costeras. ¿Recuerdas? Lucentum. Una ciudad abandonada e intacta. Un lugar fantasmal que no pereció por el fuego y la espada sino por la emigración de sus habitantes.
»Y nuestro viaje ha rematado aquí. En la ciudad de Cantabria. Una de reciente creación, surgida de la nada por la voluntad de un único hombre.
»Simetrías,
comes
. Una ciudad abandonada por todos, otra engendrada por uno solo.
—Sí,
illustris
.
Hace frío. Visten ambos sagos. Basilisco uno verde de listas y rosetones con dorados. Mayorio el suyo militar de lana oscura. Se cubre el primero con capuchón. El segundo con gorro panonio de piel y ciñe además espada y puñal. No es que tema nada. No obstante, esta es una urbe extranjera. Ir armado le ayuda a sentirse más seguro, no importa que les escolten Magnesio y dos isauros más.
Con el brazo izquierdo asiste a Basilisco. Con la mano derecha se alza a veces el vuelo del sago para evitar que roce el piso. No importa que estas calles estén empedradas y que Magno Abundancio haya hecho abrir alcantarillas. Eso no impide que haya excrementos de perros y de caballerías por doquier.
Se le ocurre al
comes
que al menos en eso nada se diferencian esta ciudad remota y Constantinopla. Esta podría ser una de esas simetrías de las que está hablando Basilisco. Y las siguientes palabras del viejo abundan en tal dirección.
—Existen más simetrías. Yo inicie esta misión con las ideas muy claras. Con un objetivo bien definido. Pero ahora ha cambiado.
—¿En qué sentido?
Caminan despacio. Hablan en griego para evitar que les escuche quien no debe. Las calles son rectas y las edificaciones nuevas. Basilisco oye el batir de los yunques, el roce de los cepillos de carpintero, el susurro de los tornos alfareros al girar. Huele a metal fundido, a arcilla húmeda. Mayorio por su parte observa la mezcolanza de rasgos físicos y de atuendos en los transeúntes con los que se cruzan. A esta ciudad de nueva planta han acudido gentes de pueblos diversos. Lógico en una región como esta, donde la organización romana se superpone, coexiste y hasta cierto punto se ha fundido con lo tribal.
Basilisco prosigue.
—Te voy a ser sincero. Cuando organicé la embajada, lo hice pensando que esta «provincia» de Cantabria podía ayudar a la supervivencia de la nuestra de Spania. Que esta región podía llegar a convertirse en una espina para Leovigildo.
»Un territorio hostil, fuerte, que le obligase a desplazar tropas a la frontera. Una molestia que aliviaría la presión a la que nos somete a nosotros en el sur.
»En suma: yo lo único que buscaba era una maniobra de distracción. Ganar algo de tiempo para el imperio.
El silencio de Mayorio otorga. No le sorprende la crudeza con la que revela el viejo sus planes. Cuando quiere, sabe hablar sin pelos en la lengua. Y no es una confesión que asombre en absoluto al
comes
.
Siempre pensó que esta embajada era una impostura. Le costaba creer que alguien como Basilisco tuviese de veras la intención de ayudar a crear toda una provincia imperial en el interior de Hispania. Una Hispania que tal vez otrora fue una de las gemas del imperio, pero que hace ya casi dos siglos que es campo de batalla entre bagaudas, bárbaros y usurpadores de toda laya.
Claro que sospechaba que todo no era más que un engaño urdido por el viejo taimado. Un cebo para gentes simples a las que estaba dispuesto a arrojar contra los visigodos. Aliados de sacrificio comprado con promesas vacías y nombramientos vanos.
Basilisco nunca había, no ya reconocido, sino ni siquiera dejado entrever eso en sus conversaciones. Pero ahora no puede ser más claro.
—Mis objetivos respondían a lo que esperaba encontrar aquí. Incluso en los mejores tiempos del imperio, esta zona era poco civilizada. No era como lo que ahora llaman los Campos Palentinos. Aquello, en su día, antes de ser arrasado por los honoriacos, era Roma. Esto era frontera, a medio romanizar.
»En esta región obligó hace siglos el gran Augusto a asentarse a cántabros derrotados en sus campañas del norte. Por eso le llaman Cantabria. Conviven esos desplazados con gente de las antiguas tribus indígenas: los berones, los autrigones… Aquí no había grandes ciudades y sí villas de
potentes
con solo un barniz de romanidad.
»Con antecedentes así, ¿qué cabía esperar? Pensé que no encontraría sino caciques semibárbaros. ¿Hubieras tú creído algo distinto?
—No.
—Pues me equivocaba. —Hace un gesto con el báculo—. Y esta ciudad por la que estamos paseando es la prueba más palpable de mi error.
Curiosa acción esa de señalar algo que él mismo no puede ver. Pero tiene razón. Deambulan por una ciudad que es romana de pura cepa. Una que todavía se está abriendo y edificando. Una en lo alto de un cerro, en la margen izquierda del río Iberus. Romana por su concepción tanto estratégica como estética. Trazada sobre plano antes de colocar la primera piedra.
Murallas poderosas. Puertas sólidas. Calles rectas con soportales. Un foro. También una basílica pensada para convertirse algún día en sede episcopal.
Magno Abundancio ha hecho venir a canteros y escultores de la ciudad de Vareia, que está en la otra orilla del río, unas pocas millas aguas abajo. Ha sido su deseo que se sigan los cánones más clásicos. Y es esa decisión estética la que hace que —oh, paradoja— esté llena de anacronismos para estos dos ciudadanos del Imperio de Oriente.
Incongruencias que parecen ser seña de identidad de esta que se llama provincia. La romanidad voluntaria de su clase dirigente ha supuesto la adopción de no pocos elementos arcaizantes. Por ejemplo, esas águilas en sus estandartes. Águilas. Águilas de bronce o hierro aquí, cuando en los dos imperios fueron sustituidas hace siglos por los
draconis
.
Tal vez está pensando justo en esa circunstancia Mayorio cuando aventura:
—No sé qué decirte,
illustris
. A mí todo esto me suena un poco a falso.
—¿Falso?
—Quiero decir… Aquí hay mucho de imitación, más que de verdadera romanidad.