Última Roma (23 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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Basilisco planea en espíritu sobre el camino de piedra. Observa con esos ojos de la imaginación que solo podrá cerrarle la muerte. Escucha los pormenores que le dan sus isauros. Bebe de sus propios recuerdos. Y con todo sumado construye en su interior esta escena en la que él mismo, a lomos de su burro negro, es uno de los actores principales.

Calzada de piedras marrones que cruza recta la llanura. Praderas verdes por las últimas lluvias. Charcos que espejean al roce del sol. Unos pocos cúmulos blancos en el azul del cielo. Senadores de ropajes albos y púrpuras. Estandartes ondeando. Agrupaciones de guerreros armados a la vieja usanza romana.

Esos guerreros no están ahí para amenazar a los viajeros ni para proteger a sus patronos de un posible ataque. Su misión es impresionar, mostrar a los enviados imperiales el poder del senado.

Murmura Magnesio. Le escucha el águila mientras sobrevuela la escena.

—Patrón. Hay unos jinetes a nuestra izquierda, a la tercera hora.

—Descríbemelos.

Pero escasos detalles puede darle su
domesticus
, ya que están a una distancia respetable de la calzada. Aun así, lo poco que llega a contarle basta para inflamar de nuevo la imaginación de esa águila.

Que son solo un puñado. Que sus caballos son de gran alzada. Tan grandes como los caballos partos de los
victores flavii
. Que los jinetes van envueltos en mantos que, vistos desde lejos, parecen ser de cuadros de muchos colores. Que sus escudos ostentan algún tipo de animal dorado sobre fondo verde.

Cuadros de colores. ¿Rombos? ¿Britones?

Algo sabe el maestro de espías sobre los britones. Viven en las costas del norte de la
Gallaecia
, en paz con galaicos y suevos. Esos mantos les delatan. Pero, ¿qué pueden hacer britones tan al interior, tan lejos de sus litorales?

Una entre los demás jinetes de mantos coloridos, imposible de identificar como mujer gracias al yelmo puesto, Claudia Hafhwyfar devora a su vez con la mirada a la comitiva que se acerca. Bebe ansiosa cada detalle, aspira hasta la última brizna de información que le proporcionan sus ojos.

Tal vez algunos de sus compañeros han advertido que hoy está inquieta. Pero solo el bardo Maelogan supone tal vez que eso obedece a distinto motivo que la simple curiosidad.

No cesa de removerse sobre la silla de montar. Estira a menudo la espalda, como si así quisiera tener una mejor visión. Son detalles que no se le pueden escapar a un hombre como él.

Ella en cambio ni sueña con que el bardo la esté vigilando de soslayo. Solo tiene ojos para la calzada. Contempla agitada, como si esperase algo que no sabe muy bien lo que es.

La marcha la abre un hombre de blanco sobre burro negro. Quizá sea el representante imperial, porque le preceden un signífero con un estandarte con lema bordado, así como varios
sphatarios
con aceros desnudos al hombro. Le siguen jinetes de armadura sobre caballos acorazados. Se cubren con vestes rojas y su enseña es un
draco
. Un
draco
, sin duda alguna.

Algo parecido a la congoja le oprime el pecho cuando ve brillar esa cabeza de dragón pulida, con esa manga roja que ondea a capricho del viento. Un
draco
. Tampoco ella había visto nunca uno. ¡Pero ha oído hablar tanto de ellos! Las imágenes tutelares de los soldados del imperio. Las enseñas míticas que guiaron a miles de hombres en las grandes batallas contra los bárbaros. Su propio abuelo cabalgó tras uno de ellos, cerca de Ambrosio Aureliano, en las guerras contra los sajones.

Son cerca de un centenar de jinetes sobre caballos tan grandes o más que los
meir embryse
de su propia gente. Caballería pesada romana de lanzas largas y escudos pequeños.

Junto al
draconarius
cabalga el que debe de ser el jefe de la unidad. El corazón le da un vuelco. Es verle y de repente muchos detalles, empezando por esos cascos ojivales rematados en plumas rojas, cobran significado.

Y hay algo más. Pese a la distancia, algo en el porte y la forma de cabalgar del romano le ha hecho recordar a su jinete airado del sueño.

Será imaginación. Simple fantasía.

Siente cómo el calor le sube por el cuerpo. Sofocada, se libra del yelmo. Suelta la coleta y agita cabeza para quitarse pelos de los ojos y poder observar mejor. El jinete vuelve la cabeza hacia ellos. A pesar de que va cubierto con casco ojival y un embozo de malla, está convencida de que la ha mirado a ella.

No yerra. Mayorio ya había advertido la presencia de esos jinetes de mantos multicolores y yelmos que recuerdan a los romanos. Lo que le hace volver el rostro es la brusquedad con la que uno se ha quitado el casco. O tal vez ha sido esa agitación de cabellos rubios.

¿Es una mujer? Sí, eso parece. Una mujer armada y a caballo. ¡Qué cosa tan excepcional! Tras la ranura entre el casco y el embozo, los ojos de Mayorio atrapan detalles sueltos. Parece de rasgos finos. Cabellos muy rubios. Escudo redondo con un dragón dorado sobre verde. Los de sus compañeros en cambio lucen leones de oro también sobre verde.

La marcha de la columna hace que rebase la vertical de los jinetes de mantos de colores. Se ve obligado a mirar al frente y pierde de vista a la mujer. Pero no por eso se va a olvidar de ella.

El viaje de un libro

Campos Palentinos

Es un día de luz triste, de vientos húmedos y nubes cargadas de agua. De temperaturas bajas. De chaparrones que descargan con furia y de improviso. Cloutos anda buscando alguna última flecha perdida cuando una ráfaga le hace tiritar. Castañetea los dientes.

Se da cuenta de ello Fortunato, al que llaman el Viejo, y menea la cabeza.

—Abrígate bien, chico. Esta es una tierra dura.

Se frota las manos, señala luego con el índice. Asiente Cloutos y se aparta para recoger esa última flecha.

Llevan buena parte de la mañana cabalgando solos por las llanuras, a distancia de la calzada. Buscaban indicios de la posible presencia de forajidos y se han entretenido tirando un poco con los arcos. Y, como no todos los proyectiles han dado en el blanco, le ha tocado al más joven apearse e ir a buscarlos.

Es difícil acertar cuando se dispara a caballo y más si sopla un viento caprichoso como el de hoy. Desvía las flechas, además de helar los dedos y volverlos torpes.

El viejo se quita su gorro frigio de cuero. Se pasa la mano por los cabellos ralos antes de volvérselo a encasquetar. Observa cómo el cierzo agita las copas del encinar más cercano. Se frota de nuevo las manos.

—Apostaría un sólido a que esta será nuestra última caravana del año.

—¿Por qué? —Cloutos, que acaba de montar, le mira perplejo—. Aún queda estación por delante.

—No. Este otoño ha entrado duro y más que se pondrá. El invierno viene adelantado.

—Mientras no haya nieve y las calzadas sigan transitables…

—No es solo la nieve. A los talones del invierno corren el frío y el hambre, muchacho. Y eso saca de sus madrigueras a los lobos y a los bandidos. Les hace acercarse a las aldeas y a los caminos, a atacar a todo lo que encuentren a su paso.

Se frota por tercera vez las manos.

—Es de tontos enfrentarse a fieras hambrientas y a hombres a los que el hambre ha vuelto peores que la peor de las fieras.

»Vámonos. Va siendo hora de que regresemos junto a los carros.

Arrea a su montura. Cloutos le sigue. Fortunato el Viejo tiene la tez oscura por toda una vida al aire y al sol. Sus arrugas, más que arrugas, son como esas grietas que se abren en las tierras agostadas por el sol de verano. Lleva muchos años como burgario al servicio de la curia de Pallantia. Goza de su plena confianza y, como es hombre al que hastían las rutinas, gusta de caravanear. Y de salir de exploración cuando caravanea.

Es por eso que ahora cabalgan los dos por esas planicies, ya de vuelta al encuentro con los carros.

Se alza una ráfaga. El viento corre, aúlla en los llanos, sacude los árboles solitarios. El viejo se arrebuja en su sago y gruñe:

—Esta es una tierra sin ley.

Tal vez sea esa afirmación, que tantas veces le ha oído en estos meses, lo que hace que al más joven se le venga un recuerdo a la cabeza.

—Anoche oí a Teófilo decir que hay soldados romanos cerca.

—Teófilo es un borracho y un idiota.

Cloutos se encoge de hombros. Un gesto que el otro no podrá ver, ya que cabalga por delante. Hace tiempo que el joven asumió que esa es la forma de ser de Fortunato. Ni se pregunta ya a qué obedecen esos exabruptos suyos. Lo más probable es que a nada. El viejo es así. Y él tiene la cabeza puesta en ese asunto de los soldados romanos.

Todo lo que captó fueron unas pocas frases de pasada. Tres de los guardas de la caravana estaban acuclillados junto a una fogata, jugando a las tabas. Él deambulaba armado por entre los carros, los bueyes, los fuegos, porque esa noche estaba de guardia. Y al pasar lo oyó entre el chasquido de las ramas al arder y el repicar de las tabas sobre una piedra plana: «Soldados romanos. Cerca».

Palabras que captaron su interés, aunque no se animó a detenerse a preguntar. Sus relaciones con el resto de burgarios no son demasiado cordiales. Son un hato de impresentables. Unos son fugitivos de la justicia, otros desertores de su patrón, otros renegados suevos, godos y hasta francos, casi todos manchados con crímenes de sangre.

Alguna excepción hay. Fortunato, por ejemplo. Se le podría considerar un exiliado. Es un mestizo, hijo de padre godo y madre astur cismontana. Por parte de esta última son Cloutos y él parientes. Nació de hecho en la misma casa que este, aunque salió de ella y del país de los
sappi
mucho antes de que él viera la luz, harto del rechazo y de los desdenes a su sangre mestiza.

Fue él quien acogió a Cloutos cuando unos meses atrás llegó a Pallantia. Venía con lo puesto, huyendo de las tropas visigodas que acababan de conquistar la Sabaria. Fue él quien le consiguió un puesto de burgario, aunque con sus quince años era de lejos el más joven de la guarnición. Le tomó bajo su protección. Y se ha convertido también en su maestro en el oficio de las armas.

—Aunque Teófilo sea un idiota, ¿tiene razón?

—La tiene. Esta vez sí. Al menos en el sentido de que no hace más que repetir rumores que yo también he escuchado. Otra cosa es que esos rumores sean verdad. No conozco a nadie que pueda decir que haya visto nada con sus propios ojos.

Cabalgan en silencio un trecho. Arrecia el viento, y al oeste, lejos, retumba un trueno. No se impacienta Cloutos por ese mutismo. El viejo es así. Es como un pez tozudo, al que uno debe dar hilo si quiere cobrarlo.

—¿Y qué dicen esos rumores que tú has oído?

—¿Qué van a decir? Que hay soldados romanos cerca.

—¿Pero dónde están exactamente? ¿De dónde han salido?

—Mucho quieres tú saber. Dicen que hay soldados de caballería romana en la provincia de Cantabria. No me sorprende. Esos siempre han presumido de que su tierra es suelo de Roma. Fíjate que los
optimates
del territorio se hacen llamar senadores. ¡Senadores! Qué jactancia. Dicen gobernar en ausencia de los legítimos representantes del emperador de Roma. ¡Pero si ya no hay emperadores en Roma!

Asiente Cloutos, otra vez sin que el viejo pueda verlo, pues va delante medio cuerpo de caballo. Escucha con atención, pues es todavía mucho lo que desconoce de estas tierras, así como de las limítrofes por el norte y el este. Hace solo unos pocos meses, sus horizontes estaban en los límites de la Sabaria.

Poco sabe de esa provincia de Cantabria. Que raya a oriente con esta tierra de nadie llamada los Campos Palentinos. Eso y poco más.

En todo caso, ahora le interesan más otros datos. Pero ha de ser paciente. Fortunato tiende unas veces al mutismo y otras a divagar. Es lo que le ocurre a los solitarios, que se pasan semanas sin hablar para luego hacerlo por los codos.

—¿De dónde han salido esos jinetes romanos?

—Dicen que han venido por mar.

—¡¿Por mar?! Pero…

—¡Deja ya de interrumpir! —Suelta un palmetazo restallante contra la madera de la silla de montar—. A ver si te crees que me voy a pasar el día entero explicándotelo.

—Perdón.

—Hay que aprender a escuchar. Dicen que toda una unidad de caballería desembarcó en las costas de Britonia. Porque no han llegado a Cantabria solos. Les acompaña por lo visto una columna de britones.

Se gira en la silla para observar con ojos maliciosos a su acompañante.

—Britones. Sí.

Ahora es Cloutos el que no replica nada, aunque su expresión de asombro lo dice todo. Britones. Aquellos guerreros exóticos que en primavera acudieron en auxilio de los
sappi
. Hombres de mantos de rombos de colores, escudos con dragones dorados sobre verde, cascos romanos y dardos emplumados.

No confraternizaron en exceso con los guerreros
sappi
. Se mantenían apartados y hablaban entre ellos en una lengua incomprensible. Pero, aunque el tiempo de alianza fue breve, tuvo ocasión de combatir junto con ellos en escaramuzas y en retiradas amargas.

—¿Qué? ¿Ta ha dado un aire, Cloutos?

La puya le arranca del recuerdo. Para ocultar su turbación, deja vagar la mirada por los llanos. La hierba está ya quemada por las heladas. Sigue tronando allá a lo lejos. A veces relampaguea. Las aves pasan volando bajo, con graznidos que resuenan en toda la amplitud de la campiña.

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