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Authors: Ira Levin

Un día perfecto (17 page)

BOOK: Un día perfecto
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No encontró nada: en cada isla había una ciudad o instalación industrial; en cada cima de montaña se había construido un observatorio espacial o un centro de climatonomía; cada kilómetro cuadrado de tierra —o de fondo marino— estaba ocupado por minas, campos agrícolas, o usado para fábricas, casas, aeropuertos o parques por los ocho mil millones de miembros de la Familia. El cartel en letras doradas colgado a la entrada de la zona de mapas —«La Tierra es nuestra herencia; la utilizamos sabiamente y sin desperdicio»— parecía cierto, tan cierto como que no quedaba lugar alguno para la más pequeña comunidad no-Familiar.

Leopardo murió, y Gorrión cantó. Rey permaneció sentado en silencio, haciendo girar los engranajes de un artilugio pre-U, y Copo de Nieve quiso más sexo.

Chip dijo a Lila:

—Nada. Nada en absoluto.

—Tuvo que haber centenares de pequeñas colonias —dijo ella—. Una al menos debe haber sobrevivido.

—Entonces debe de estar compuesta por sólo una docena de miembros en alguna cueva de algún lugar —dijo él.

—Por favor, sigue buscando —insistió ella—. No puedes haber comprobado todas las islas.

Pensó en ello, sentado en la oscuridad en el coche del siglo XX, sujetando el volante, accionando sus distintos botones y palancas. Cuanto más pensaba en ello, menos posible le parecía la existencia de una ciudad o incluso de una colonia de incurables. Aunque hubiera pasado por alto una zona no usada en los mapas, ¿podía existir una comunidad sin que Uni supiera de ella? La gente dejaba huellas en su entorno; un millar de personas, incluso un centenar, elevaban la temperatura de una zona, ensuciaban los cursos de agua con sus desechos, y el aire quizá con sus fuegos primitivos. La tierra o el mar se verían afectados en kilómetros alrededor por su presencia, en una docena de formas detectables.

Así pues, Uni hubiera sabido desde hacía mucho de la existencia de la teórica ciudad, y una vez sabido, hubiera hecho... ¿qué? Enviado médicos y consejeros y unidades de tratamiento portátiles. Hubiera «curado» a los incurables y los hubiera convertido en miembros «sanos».

A menos, por supuesto, que se hubieran defendido... Sus antepasados habían huido de la Familia poco después de la Unificación, cuando los tratamientos eran opcionales, o más tarde, cuando se hicieron obligatorios pero no con su efectividad actual. Seguramente algunos de aquellos incurables debieron defender su retirada por la fuerza con armas mortales. ¿No habrían seguido haciéndolo, sirviéndose asimismo de las armas, en sucesivas generaciones? ¿Qué podía hacer Uni hoy, en 162, frente a una comunidad armada y defensiva, con una desarmada y no agresiva Familia? ¿Qué hubiera hecho hacía cinco o veinte años una vez detectadas las señales de la existencia de una colonia de incurables? ¿Dejarla de lado? ¿Permitir que sus habitantes siguieran con su «enfermedad» y sus pocos kilómetros cuadrados de mundo? ¿Rociar la ciudad con LPK? Pero ¿y si las armas de la ciudad podían derribar aviones? ¿Decidiría Uni, en sus fríos bloques de acero, que él coste de la «cura» era superior a su utilidad?

Se hallaba a dos días de un tratamiento, y su mente estaba más activa que nunca. Deseó que pudiera estar más activa aún. Tenía la impresión de que había algo que se le escapaba, algo que estaba justo al otro lado del límite de su consciencia.

Si Uni permitía que la ciudad existiera, antes que sacrificar miembros, tiempo y tecnología para «ayudarla», entonces, ¿qué? Tenía que haber algo más, una nueva idea que tenía que ser captada y exprimida.

Llamó al medicentro el jueves, el día antes de su tratamiento, y se quejó de dolor de muelas. Le ofrecieron una visita el viernes por la mañana, entonces Chip dijo que tenía que acudir al medicentro el sábado por la mañana para su tratamiento, de modo que, ¿no podía hacer las dos cosas a la vez? No era un dolor de muelas muy fuerte, sólo una ligera pulsación.

Le dieron hora para el sábado por la mañana a las 8.15.

Entonces llamó a Bob RO y le dijo que tenía una cita con el dentista el sábado a las 8.15. ¿No creía que era una buena idea que recibiera su tratamiento también entonces en lugar del día anterior? Matar dos pájaros de un tiro.

—Supongo que sí —dijo Bob—. Espera un momento... —Tecleó algo en el telecomp—. Tú eres Li RM...

—35 M4419.

—Correcto —dijo Bob, y tecleó.

Chip aguardó sentado despreocupadamente.

—El sábado por la mañana a las 8.05 —dijo Bob.

—Estupendo. Gracias.

—Gracias a Uni —dijo Bob.

Lo cual le proporcionaba un día más entre los tratamientos.

Aquella noche, jueves, fue una noche lluviosa, y se quedó en la habitación. Se sentó ante el escritorio, con la frente apretada contra sus puños, deseando estar en el museo y poder fumar.

Si existía una ciudad de incurables, y Uni sabía de ella y la dejaba a sus defensores armados, entonces..., entonces...

Entonces Uni no dejaba que la Familia lo supiera —y se sintiera turbada o en algunos casos tentada—, y estaba alimentando datos falsos para ocultar su existencia al equipo elaborador de mapas.

¡Por supuesto! ¿Cómo era posible que se mostraran zonas sin usar en los hermosos mapas de la Familia? «¡Pero mira ese sitio de ahí, papá! —exclamaría un niño que visitara el MLF—. ¿Por qué no estamos usando nuestra herencia sabiamente y sin desperdicio?» Y el papá respondería: «Sí, es extraño...» Así pues, la ciudad en cuestión sería etiquetada IND99999, o Fábrica de Enormes Lámparas de Escritorio, y nadie pasaría nunca dentro de un radio de cinco kilómetros de ella. Y si fuera una isla, simplemente no sería reflejada en los mapas; el océano azul la sustituiría.

En consecuencia, examinar los mapas era completamente inútil. Podía haber ciudades de incurables en cualquier parte. O... podía no haber ninguna en absoluto. Los mapas ni probaban ni dejaban de probar nada.

¿Era ésta la gran revelación por la que se había estrujado el cerebro...? ¿Qué todo aquel examen de los mapas había sido una estupidez desde un principio? ¿Que no había forma alguna de hallar la ciudad, excepto posiblemente caminar hasta el último rincón de la Tierra?

¡Peleadora Lila, con sus enloquecedoras ideas!

No, no exactamente.

Peleador Uni.

Durante media hora centró su mente en el problema: ¿Cómo descubrir una ciudad hipotética en un mundo al que no se podía viajar? Finalmente, abandonó la idea y se fue a la cama.

Pensó entonces en Lila, en el beso al que se había resistido y en el que le había permitido darle, en la extraña excitación que había sentido cuando Lila le mostró sus suaves pechos cónicos...

El viernes estaba tenso y nervioso. Actuar con normalidad resultó insoportable. Contuvo el aliento durante todo el día en el Centro, durante la comida, en la televisión y en el club fotográfico. Tras el último campanilleo se dirigió al edificio de Copo de Nieve.

—¡Uf! —dijo ella—, ¡mañana seré incapaz de moverme!

Luego al Pre-U. Paseó por las salas a la luz de la linterna, incapaz de apartar de sí la idea. La ciudad podía existir, podía incluso estar en algún lugar próximo. Contempló la exhibición del dinero, la del prisionero en su celda («Los dos lo estamos, hermano») y la de las cerraduras y la de las cámaras de fotos planas.

Podía vislumbrar una respuesta, pero implicaba conseguir tener docenas de miembros en el grupo. Cada uno de ellos podría comprobar entonces los mapas según sus propios y limitados conocimientos. Él mismo, por ejemplo, podría verificar los laboratorios genéticos y centros de investigación que había visto o de los que había oído hablar a los demás miembros. Lila podría verificar los establecimientos de consejería y las otras ciudades... Pero tomaría una eternidad, y un ejército de cómplices subtratados. Pudo oír a Rey enfurecerse.

Contempló el mapa de 1951, y se maravilló como siempre de los extraños nombres y las intrincadas redes de fronteras. Sin embargo, entonces los miembros podían ir, en su mayoría, allá donde quisieran. Finas sombras se movieron en respuesta a los movimientos de su luz en los bordes de los precisos parches del mapa, cortados de modo que encajaran exactamente en los cruces de las líneas de referencia. De no ser por el movimiento de la linterna, los rectángulos azules hubieran sido solamente...

Rectángulos azules.

«Si la ciudad fuera una isla, simplemente no sería reflejada; el océano azul la sustituiría.»

Y tendría que ser sustituida también en los mapas pre-U.

No dejó que le invadiera la excitación. Paseó lentamente la linterna a un lado y a otro sobre el mapa cubierto por un cristal, y contó los parches que movían las sombras. Había ocho, todos azules. Todos en los océanos, regularmente distribuidos. Cinco de ellos cubrían un solo rectángulo del entramado de líneas de referencia, y tres tapaban otros dos rectángulos. Uno de los parches de un solo rectángulo estaba al lado mismo de Ind, en la bahía de Bengala..., la bahía de la Estabilidad.

Apoyó la linterna en una vitrina y sujetó el amplio mapa por los dos lados de su marco. Lo alzó para descolgarlo, lo bajó hasta el suelo, inclinó su lado protegido por el cristal contra la rodilla, y tomó de nuevo la linterna.

El marco era viejo, pero el papel gris que cubría su parte de atrás parecía relativamente nuevo. En su parte inferior estaban estampadas las letras «EV».

Cogió el mapa, sujetándolo por el alambre del que había estado colgado, atravesó la sala, bajó por la inmóvil escalera mecánica, cruzó la sala del primer piso y entró en el almacén. Encendió la luz, apoyó el mapa sobre la mesa y lo depositó cuidadosamente boca abajo.

Con la punta de una uña rompió el tenso papel por el fondo y los lados del marco, lo sacó de debajo del alambre y lo apretó hacia atrás para que no volviera a su sitio. Un cartón blanco cubría el marco, sujeto por hileras de pequeños clavos.

Buscó en las cajas de pequeñas reliquias hasta que encontró unas tenacillas oxidadas con una cinta adhesiva amarilla en uno de los lados del mango. Usó las tenacillas para sacar los clavos del marco, luego alzó el cartón y otra pieza de cartón que había debajo.

La parte de atrás del mapa estaba llena de manchas marrones pero no rasgada, no había agujero alguno que justificara el parcheado. Una línea de escritura marrón era débilmente visible: «Wyndham, MU 7-2161». Debía de ser un numnombre primitivo.

Sujetó los bordes del mapa, lo sacó del cristal, le dio la vuelta y lo levantó, colgando, sobre su cabeza, contra la blanca luz del techo. En todos los parches aparecieron islas: una grande, Madagascar; un grupo de islas más pequeñas: Azores. El parche de la bahía de la Estabilidad mostraba una línea de cuatro islas pequeñas, las islas Andaman. No recordaba haber visto ninguna de las islas cubiertas por los parches en los mapas del MLF.

Volvió a colocar el mapa en su marco, boca arriba, y apoyó las manos en la mesa. Lo miró, sonrió ante su tosquedad pre-U, sus ocho rectángulos azules casi invisibles. «¡Lila! —pensó—. ¡Aguarda a que te lo cuente!»

Con la cabecera del marco apoyada en montones de libros y la linterna apretada contra el cristal, dibujó en una hoja de papel las cuatro pequeñas islas Andaman y la línea de la costa de la bahía de Bengala. Copió también los nombres y las localizaciones de las otras islas y trazó la escala del mapa, que estaba en millas y no en kilómetros.

Un par de islas de tamaño medio, las Falkland, estaban junto a la costa de Arg (Argentina), frente a Santa Cruz, que parecía ser ARG20400. Algo se agitó en su memoria ante estos nombres, pero no supo qué.

Midió las islas Andaman: las tres que estaban más juntas tenían unas ciento veinte millas de longitud en total..., algo así como doscientos kilómetros, si recordaba correctamente las equivalencias. ¡Lo bastante grandes como para albergar varias ciudades! La forma más rápida de llegar a ellas era desde el otro lado de la bahía de la Estabilidad, SEA77122, si él y Lila (¿Rey? ¿Copo de Nieve? ¿Gorrión?) tuvieran que llegar hasta allí. Si iban a ir. Por supuesto que irían, ahora que había encontrado las islas. Lo conseguirían; tenían que hacerlo.

Volvió a colocar el mapa boca abajo en el marco, puso en su sitio las piezas de cartón, y metió de nuevo los clavos en sus correspondientes agujeros, apretando con uno de los mangos de las tenacillas... Mientras lo hacía se preguntaba por qué ARG20400 y las islas Falkland seguían turbando su memoria.

Metió de nuevo el papel que cubría la parte de atrás del marco por debajo del alambre —el domingo por la noche traería cinta adhesiva y lo arreglaría mejor—, luego llevó el mapa de vuelta al segundo piso. Lo colgó de su gancho y se aseguró de que el papel de atrás que había quedado suelto no se viera por los lados.

ARG20400... Una nueva mina de cinc había sido mostrada recientemente por la televisión; ¿era por eso por lo que le parecía significativo? Evidentemente, nunca había estado allí...

Bajó al sótano y cogió tres hojas de tabaco de detrás del tanque de agua caliente. Las llevó al almacén, sacó sus cosas de fumar de la caja de cartón donde las guardaba, se sentó ante la mesa y empezó a cortar las hojas.

¿Podía haber alguna otra razón por la que las islas estuvieran cubiertas y eliminadas del mapa? ¿Quién había hecho aquello?

Ya era bastante. Estaba agotado de pensar. Dejó que su mente vagara... de la brillante hoja del cuchillo a Quietud y Gorrión cortando tabaco la primera vez que las había visto. Le había preguntado a Quietud de dónde procedían las semillas, y ella le había dicho que las había traído Rey.

Entonces recordó dónde había visto ARG20400..., el numnombre, no la ciudad.

Una mujer gritando, con el mono desgarrado, estaba siendo llevada al Medicentro Principal por dos miembros con la cruz roja, uno a cada lado. Sujetaban sus brazos y parecían estar hablando con ella, pero la mujer seguía gritando..., unos gritos cortos y agudos, todos iguales, que resonaban en las paredes de los edificios y de nuevo en la lejanía de la noche. La mujer no dejaba de gritar, y las paredes y la noche gritaban con ella.

Aguardó hasta que la mujer y los miembros que la conducían desaparecieron dentro del edificio, esperó un poco más mientras los cada vez más lejanos gritos se reducían a silencio, y entonces cruzó lentamente la acera y entró. Se apoyó contra el escáner de admisión como si hubiera perdido el equilibrio, tocando con su pulsera por debajo de la placa de metal, y se dirigió lenta y normalmente hacia una escalera mecánica ascendente. Subió y se dejó llevar con una mano apoyada en el pasamanos de caucho. En alguna parte del edificio la mujer seguía gritando, pero de pronto sus chillidos se interrumpieron.

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