Un día perfecto (25 page)

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Authors: Ira Levin

BOOK: Un día perfecto
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—Sí, lo sé —asintió ella. Dio un pequeño mordisco a su galleta y lo tragó, sin mirarle—. ¿Cómo viven en esa isla? —preguntó.

—No tengo la menor idea —admitió él—. Puede que sea muy duro, muy primitivo. Mejor que aquí, sin embargo. —Sonrió—. Sea como sea, es una vida libre. Puede que sea altamente civilizada. Los primeros incurables debieron ser los miembros más independientes y llenos de recursos.

—No estoy segura de desear ir allí —murmuró ella.

—Piensa en ello —dijo él—. Dentro de unos días estarás segura. Fuiste tú la que pensó que tenían que existir colonias de incurables, ¿recuerdas? Me pediste que las buscara.

Ella asintió.

—Lo recuerdo —dijo con voz débil.

A finales de aquella misma semana Lila cogió un nuevo libro en
français
que Chip había encontrado e intentó leerlo. El se sentó a su lado y se lo tradujo.

Aquel domingo, mientras pedaleaban uno al lado del otro, un miembro se situó a la izquierda de Chip y pedaleó a su mismo ritmo.

—Hola —dijo.

—Hola —respondió Chip.

—Creí que todas las bicicletas viejas habían sido retiradas —dijo.

—Yo también —dijo rápidamente Chip—, pero éstas eran las que había allí.

La bicicleta del miembro tenía un armazón de tubo más delgado, y un cambio de marchas accionable con el pulgar.

—¿En ’935? —preguntó.

—No, en ’939 —dijo Chip.

—Oh —murmuró el miembro. Miró sus cestos, llenos con sus bolsas de viaje envueltas en las mantas.

—Será mejor que nos demos prisa —dijo Lila—. Hemos perdido de vista a los demás.

—Nos esperarán —contestó Chip—. Tienen que hacerlo, nosotros llevamos la comida y las mantas.

El miembro sonrió.

—No, vamos, démonos prisa —insistió Lila—. No está bien que les hagamos esperar.

—De acuerdo —suspiró Chip—. Que tengas un buen día —dijo despidiéndose del miembro.

—Vosotros también —respondió éste.

Pedalearon más enérgicamente y lo dejaron atrás.

—Estuviste muy bien —dijo Chip—. Iba a preguntarnos por qué llevábamos tantas cosas.

Lila no respondió.

Recorrieron unos ochenta kilómetros aquel día, y alcanzaron el parque al noroeste de ’12471, a otro día de viaje de ’082. Encontraron un escondite bastante bueno, un risco triangular entre altos salientes rocosos llenos de árboles. Chip cortó ramas para cerrar la parte frontal.

—Ya no tienes que seguir atándome —dijo Lila—. No voy a escapar, y no intentaré atraer a nadie. Puedes guardar la pistola en tu bolsa.

—¿Quieres ir a Mallorca?

—Por supuesto —dijo ella—. Estoy ansiosa por hacerlo. Es lo que siempre deseé..., cuando era yo misma, quiero decir.

—De acuerdo —aceptó él. Guardó la pistola en su bolsa, y aquella noche no la ató.

Su actitud positiva, sin embargo, no le parecía del todo correcta. ¿No hubiera debido mostrar más entusiasmo? Sí, y gratitud también. Chip reconoció que había esperado muestras de gratitud, una expresión de amor. Permaneció tendido, despierto, escuchando su lenta y suave respiración. ¿Estaba realmente dormida, o sólo fingía? ¿Estaría engañándole? La iluminó con su linterna. Tenía los ojos cerrados, los labios entreabiertos, los brazos unidos bajo la manta, como si aún los tuviera atados.

Estaban sólo a 20 de marx, se dijo. Dentro de otra semana o dos mostraría más sentimientos. Cerró los ojos. Cuando despertó, ella estaba recogiendo piedras y ramas del suelo.

—Buenos días —dijo con una sonrisa.

Encontraron un pequeño arroyo allí cerca y un árbol de frutos verdes que Chip creyó que era un «olivo». Los frutos eran amargos y con un sabor extraño. Ambos prefirieron las galletas.

Lila le preguntó cómo había eludido sus tratamientos, entonces Chip le explicó lo de la hoja y la piedra mojada y el truco de los vendajes. Se mostró impresionada, le dijo que había sido muy listo.

Una noche fueron a ’12471 en busca de galletas y bebida, toallas, papel higiénico, monos, sandalias nuevas, y para estudiar, a la luz de las linternas, el mapa del MLF de la zona.

—¿Qué haremos cuando lleguemos a ’82? —preguntó Lila a la mañana siguiente.

—Nos ocultaremos junto a la costa y vigilaremos toda la noche tratando de localizar a traficantes.

—¿Quieres decir que vendrán? —preguntó ella—. ¿Que se arriesgarán a venir a la costa?

—Sí —afirmó él—. Creo que lo harán, lejos de la ciudad.

—Pero ¿no será más probable que vayan a Eur? Está más cerca.

—Bien, debemos confiar en que vengan también a Afr —dijo él—. Espero coger algunas cosas de la ciudad con que podamos traficar cuando lleguemos a la costa, objetos que tengan algún valor para ellos. Tendremos que pensar en algo.

—¿Hay alguna posibilidad de que podamos encontrar un bote? —preguntó ella.

—No lo creo. No hay islas cerca de la orilla, por lo que no es probable que haya botes a motor por aquí. Naturalmente, siempre hay barcas de remos en los parques de recreo, pero no creo que podamos remar doscientos ochenta kilómetros. ¿Te ves capaz?

—No es imposible —dijo ella.

—No —admitió él—, pero dejemos esa posibilidad como último recurso. Confío en los traficantes, o quizá en alguna especie de operación de rescate organizada. Mallorca tiene que defenderse, ¿sabes?, porque Uni sabe de su existencia y de la de todas las islas. Así pues, los miembros que viven en Mallorca tienen que mantenerse atentos a la llegada de nuevos elementos, incrementar su población y fuerza.

—Supongo que es posible —dijo ella.

Hubo otra noche de lluvia, en la que permanecieron sentados juntos, envueltos en una manta, en la parte más interior de su refugio, apretados entre los altos salientes rocosos. Chip la besó e intentó abrir la parte superior de su mono, pero ella detuvo sus manos.

—Sé que no tiene sentido —dijo—, pero aún tengo un poco de esa sensación de sólo-la-noche-de-los-sábados. Por favor, ¿te importa esperar hasta entonces?

—No tiene sentido —reconoció él.

—Lo sé —dijo ella—, pero, por favor, ¿podemos esperar?

—Por supuesto, si tú lo quieres así —dijo finalmente.

—Gracias, Chip.

Leyeron y decidieron qué cosas cogerían en ’082 para traficar. Chip comprobó las bicicletas y Lila hizo gimnasia, más tiempo y con mayor dedicación que él.

El sábado por la noche, cuando Chip regresó del arroyo, la encontró de pie sujetando la pistola, apuntándole, con los ojos entrecerrados y llenos de odio.

—Me llamó antes de suicidarse —dijo.

Chip vaciló.

—¿Qué odio...?

—¡Rey! —gritó ella—. ¡Me llamó! Eres un mentiroso, un odioso... —Apretó el gatillo de la pistola. Volvió a apretarlo más fuerte. Miró el arma y luego miró a Chip.

—No hay ningún generador —dijo él.

Lila contempló de nuevo la pistola y a Chip, inspiró profundamente con las aletas de la nariz abiertas y temblorosas.

—¿Por qué odio has hecho...? —dijo él. Lila le lanzó la pistola. Chip levantó las manos y el arma le golpeó en el pecho. Sintió un fuerte dolor y se quedó sin respiración.

—¿Ir contigo? —exclamó ella—. ¿Joder contigo? ¿Después de que tú lo mataste? ¡Estás..., estás
fou,
tú y tu ojo verde,
cochon, chien, bâtard
!

Él se sujetó el pecho, recuperó la respiración.

—¡Yo no lo maté! —exclamó—. ¡Se suicidó, Lila! Cristo y...

—¡Porque le mentiste! ¡Le mentiste acerca de nosotros! Le dijiste que habíamos...

—Eso era lo que él creía. ¡Le dije que no era cierto! ¡Se lo dije, pero no quiso creerme!

—Me dijo que no le importaba, que nos merecíamos el uno al otro, y luego cortó la comunicación y...

—Lila —dijo él—, te juro por el amor de la Familia, ¡que le dije que no era cierto!

—Entonces, ¿por qué se mató?

—¡Porque él lo sabía todo!

—¡Porque tú se lo dijiste! —exclamó ella. Se volvió y cogió su bicicleta, había guardado ya todas sus cosas en el cesto. Empujó con la bicicleta las ramas apiladas delante del refugio.

Chip corrió y sujetó con las dos manos la parte de atrás de la bicicleta.

—¡Tú te quedas aquí! —gritó.

—¡Suelta! —dijo ella, y se dio la vuelta.

Chip sujetó la bicicleta por el centro, se la arrancó de las manos y la arrojó a un lado. Agarró a Lila por el brazo y aunque ella le golpeó, no la soltó.

—¡Él sabía lo de las islas! —dijo Chip—. ¡Las islas! ¡Había estado cerca de una de ellas, había traficado con sus miembros! ¡Por eso sé que acuden a la orilla!

Ella se lo quedó mirando fijamente.

—¿De qué estás hablando? —murmuró.

—Tuvo un destino cerca de una de las islas —dijo Chip—, las Falklands, junto a Arg. Conoció a algunos de sus miembros y traficó con ellos. Sin embargo, no nos dijo nada porque sabía que entonces querríamos ir, ¡y él no quería! ¡Por eso se mató! Sabía que ibas a descubrirlo, porque yo te lo diría. Se sentía avergonzado de sí mismo y cansado. Además sabía que ya no iba a ser «Rey» nunca más.

—Me estás mintiendo del mismo modo que le mentiste a él —dijo ella, y liberó su brazo de un tirón. Su mono se rasgó a la altura del hombro.

—Así es como consiguió el perfume y las semillas de tabaco —dijo Chip.

—No quiero oírte —exclamó ella—. Ni verte. Me voy sola. —Se dirigió a su bicicleta, recogió su bolsa de viaje y la manta que colgaba de ella.

—No seas estúpida —dijo Chip.

Ella enderezó la bicicleta, puso la bolsa en el cesto y la manta encima. Chip avanzó hacía ella y sujetó el sillín y el manillar.

—No vas a irte sola —dijo.

—Sí, sí que voy a hacerlo —respondió ella con voz temblorosa. La bicicleta estaba entre los dos. Su rostro apenas era visible en la creciente oscuridad.

—No te dejaré que lo hagas —dijo él.

—No iré contigo, antes me suicidaré como él.

—Escúchame, por favor —dijo él—. ¡Hubiera podido estar en una de esas islas hace medio año! ¡Me encaminaba ya a una de ellas, y di la vuelta, porque no quería dejarte muerta y sin cerebro! —Apoyó una mano en el pecho de ella y la empujó bruscamente hacia atrás, contra la pared de roca. Echó la bicicleta a un lado. Avanzó hacia ella y sujetó sus brazos contra la roca—. Vine todo el camino desde Usa hasta aquí, y no he disfrutado de esta vida animal más que tú. No me importa una pelea si me quieres o me odias.

—Te odio —dijo ella.

—Pues aún así ¡te quedarás conmigo! La pistola no funciona, pero si otra clase de armas, piedras o incluso las manos. No vas a tenerte que matar, porque...

El dolor estalló en sus ingles. Lila le había dado un rodillazo. Mientras se encogía de dolor, ella se alejó de él y corrió hacia las ramas, una pálida silueta amarilla, tironeando, empujando.

Fue tras ella y la agarró por el brazo, le hizo dar la vuelta y la arrojó al suelo.

—Bâtard!
—gritó ella—. Enfermo agresivo...

Se arrojó sobre ella y aplastó la mano contra su boca, la aplastó tan fuerte como pudo. Ella le mordió con tanta fuerza que desgarró la piel de la palma de su mano. Le dio patadas y le golpeó la cabeza con los puños. Él apoyó una rodilla contra uno de sus muslos, un pie contra el otro tobillo, sujetó su muñeca, dejó que su otra mano siguiera golpeándole y sus dientes mordiéndole.

—¡Puede haber alguien aquí! —exclamó—. ¡Es sábado por la noche! ¿Quieres que nos traten a ambos, estúpida
garce
? —Ella siguió golpeándole y mordiéndole la mano.

Los golpes se redujeron y, finalmente, se detuvieron. Sus dientes se separaron, soltaron su presa. Permaneció tendida, jadeante, sin dejar de observarle.

—Garce!
—dijo él. Ella intentó mover su pierna aprisionada bajo el pie de él, pero Chip apretó más fuerte. Siguió sujetando su muñeca y cubriendo su boca. Tenía la sensación de que le había arrancado un trozo de carne de la palma de su mano.

El tenerla debajo de él, dominada, con las piernas abiertas, le excitó repentinamente. Pensó en arrancarle el mono y «violarla». ¿No había dicho ella que aguardarían hasta el sábado por la noche? Y quizá así pudiera detener todas aquellas tonterías acerca de Rey y su odio hacia él; detener su ansia peleadora —eso era lo que habían estado haciendo, pelear— y los nombres de odio en
français.

Ella le miró.

Soltó su muñeca y cogió su mono de donde había sido desgarrado, a la altura del hombro. Tiró de la tela hacia abajo y hacia un lado, abriendo más el desgarrón, entonces ella empezó a golpearle de nuevo, a agitar sus piernas y a morderle la mano.

Siguió tirando del mono, arrancando largos jirones, hasta que toda la parte frontal quedó abierta. Entonces la acarició, acarició sus blandos y suaves pechos y la suavidad de su vientre, su monte cubierto con un ralo y tupido vello, los húmedos labios debajo. Las manos de ella golpearon su cabeza y se aferraron a su pelo, le mordió con todas sus fuerzas la palma; pero Chip siguió acariciándola con la mano libre —pechos, vientre, monte, labios—, estrujando, frotando, hurgando, sintiéndose más y más excitado. Luego abrió su propio mono. Lila consiguió liberar su pierna de debajo del pie de Chip y comenzó a darle patadas. Giró a uno y otro lado, intentando sacárselo de encima, pero él se apretó más contra su cuerpo, mantuvo sujeto su muslo, y colocó la pierna sobre la de ella. Montó encima de ella, los pies sobre sus tobillos, bloqueando sus piernas dobladas hacia arriba a la altura de las rodillas. Curvó sus riñones y empujó contra ella; aferró una de sus manos y los dedos de la otra.

—Basta, basta —dijo.

Siguió empujando. Ella se agitó y retorció, mordió más profundamente su palma. Entró a medias en ella, siguió empujando y finalmente estuvo totalmente dentro. Empezó a moverse lentamente. Soltó sus manos y encontró sus pechos. Acarició su blandura, la rigidez de los pezones. Ella mordió su palma y se retorció.

—Basta —dijo—, basta ya, Lila. —Siguió moviéndose lentamente dentro de ella, luego más rápido, más enérgicamente.

Se puso de rodillas en el suelo y la miró. Estaba tendida, cubriéndose los ojos con un brazo y el otro echado hacia atrás, sus pechos subían y bajaban agitadamente.

Se puso en pie y encontró una de las mantas, la sacudió y la extendió sobre Lila, hasta la altura de los brazos.

—¿Estás bien? —preguntó, inclinado a su lado.

Ella no dijo nada.

Encontró la linterna y examinó su mano. La sangre brotaba de un profundo óvalo de brillantes heridas.

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