Authors: Ira Levin
Siguió a otro miembro, luego giró y se dirigió a la puerta que daba al campo.
La escalera mecánica apoyada en el costado del avión situado en la pista dos estaba vacía. Una carretilla, probablemente la que había visto pasar antes, estaba a sus pies, junto al escáner.
Otra escalera mecánica se estaba hundiendo en el suelo, y el avión que se había servido de ella se alejaba ya hacia la pista de despegue. Era el vuelo de las 20.10 a Chi, recordó.
Se arrodilló sobre una rodilla, dejó la bolsa y la llave en el cemento y fingió tener problemas con su cubrepiés. Los miembros que había en la sala de espera estarían contemplando el despegue del avión hacia Chi; cuando se elevara, sería el momento de ir a la escalera mecánica. Unas piernas enfundadas en un mono naranja pasaron por su lado, era un miembro que se dirigía a los hangares. Se quitó el cubrepiés y volvió a ponérselo, mientras observaba por el rabillo del ojo cómo giraba el avión que iba a despegar para situarse en posición...
Empezó a coger velocidad. Recogió su bolsa y la llave, se puso en pie y echó a andar con normalidad. El brillo de los focos lo ponía nervioso, pero se dijo a sí mismo que nadie le estaba mirando, que todos contemplaban el avión. Se dirigió a la escalera mecánica, hizo como si tocara el escáner —la carretilla a su lado ayudó, justificando su extraña maniobra— y se dejó llevar hacia arriba por la escalera mecánica. Sus sudorosas manos se aferraban a la bolsa de viaje y la llave inglesa mientras ascendía rápidamente hacia la puerta abierta del avión. Salió de la escalera mecánica y entró en el avión.
Dos miembros con monos naranjas se atareaban junto a los dispensadores. Le miraron y Chip les saludó con una inclinación de cabeza. Le devolvieron el saludo. Recorrió el pasillo hacia el baño.
Entró en el baño, dejando la puerta abierta, y depositó su bolsa en el suelo. Se volvió hacia uno de los lavabos, comprobó sus grifos y los golpeó ligeramente con la llave. Se puso de rodillas y comprobó el desagüe. Abrió la llave y la colocó alrededor de la tuerca del conducto.
Oyó que la escalera se detuvo, pero luego volvió a ponerse en marcha. Se inclinó y asomó la cabeza por la puerta. Los miembros se habían ido.
Dejó la llave en el suelo, se puso en pie, cerró la puerta y abrió el mono naranja para quitárselo. Luego lo dobló longitudinalmente y lo enrolló en un bulto tan compacto como le fue posible. Se arrodilló, desenvolvió su bolsa de viaje y la abrió. Metió dentro el mono y el paplón amarillo doblado. Se quitó los cubrepiés de encima de sus sandalias, los juntó y los puso en uno de los rincones de la bolsa. Metió también la llave, tiró de la solapa y apretó con fuerza para cerrarla.
Con la bolsa colgando del hombro, se lavó las manos y la cara con agua fría. Su corazón latía apresuradamente pero se sentía bien, excitado, vivo. Se miró en el espejo, contempló fijamente su ojo verde. ¡Pelea a Uni!
Oyó las voces de los miembros que subían al avión. Permaneció ante el lavabo, secándose unas manos ya secas.
La puerta se abrió y entró un niño de unos diez años.
—Hola —saludó Chip, sin dejar de secarse las manos—. ¿Has tenido un buen día?
—Sí —dijo el niño.
Chip tiró la toalla.
—¿Es la primera vez que vuelas?
—No —respondió orgullosamente el niño, mientras se abría el mono—. Lo he hecho un montón de veces. —Se sentó en uno de los inodoros.
—Te veré luego —dijo Chip, y salió.
Un tercio del avión ya estaba lleno y seguían entrando más miembros. Ocupó el primer asiento que encontró libre del lado del pasillo, comprobó su bolsa para asegurarse de que estaba bien cerrada, y la metió debajo de su sillón.
Haría lo mismo que había hecho cuando llegaran al final del trayecto. Cuando todo el mundo empezara a abandonar el avión, iría al baño y se pondría el mono naranja. Fingiría estar arreglando el desagüe cuando subieran los miembros con los contenedores de repuesto y se marcharía después de ellos. En el área de almacenaje, detrás de una caja o en un armario, se desprendería del mono naranja, los cubrepiés y la llave inglesa, y luego saldría del aeropuerto fingiendo tocar los escáners. Después caminaría hasta ’14509, que estaba a ocho kilómetros al este de ’510 —lo había comprobado aquella mañana en un mapa en el MLF—. Con un poco de suerte, estaría allí a medianoche o un poco más tarde.
—¿No es extraño eso? —dijo el miembro que estaba a su lado.
Alzó la vista, era una mujer. Estaba mirando hacia la parte de atrás del aparato.
—No hay asiento para ese miembro —dijo.
Un miembro estaba recorriendo lentamente el pasillo, mirando a ambos lados. Todos los asientos estaban ocupados. Los miembros sentados miraban también, intentando ayudarle.
—Tiene que haber uno —dijo Chip levantándose y mirando a su alrededor—. Uni no puede haber cometido un error.
—No lo hay —dijo la mujer a su lado—. Todos los asientos están ocupados.
Las conversaciones ascendieron de nivel en el aparato. Realmente, no había ningún asiento para el miembro. Una mujer sentó a su hijo pequeño en su regazo y lo llamó.
El avión empezó a moverse y las pantallas de televisión se iluminaron, con un programa sobre la geografía y recursos de Afr.
Chip intentó prestarle atención, pues podía haber información que tal vez le resultara útil, pero no pudo concentrarse. Si era descubierto y le trataban de nuevo, nunca volvería a estar vivo. Esta vez Uni se aseguraría de que no viera significado alguno ni siquiera en un millar de hojas sobre un millar de piedras mojadas.
Llegó a ’14509 a las 24.20. Estaba completamente despierto, aún con el horario de Usa, con toda la energía de la tarde.
Primero fue al Pre-U, luego a la estación de bicicletas en la plaza más cercana al edificio P51. Hizo dos viajes a la estación de bicicletas y uno al comedor del P51 y su centro de suministros.
A las tres de la madrugada se dirigió a la habitación de Lila. La miró a la luz de la linterna mientras dormía —contempló su mejilla, el cuello, la oscura mano sobre la almohada—, después fue al escritorio y encendió la luz.
—Anna —dijo, de pie a los pies de la cama—. Anna, tienes que levantarte.
Ella murmuró algo.
—Tienes que levantarte, Anna —insistió—. Vamos, levántate.
Ella se sentó en la cama, protegiéndose los ojos con una mano y emitiendo pequeños sonidos de protesta. Una vez sentada, retiró la mano y le miró; le reconoció y frunció, desconcertada, el entrecejo.
—Quiero que vengas a dar un paseo conmigo —dijo Chip—. Un paseo en bicicleta. No tienes que hablar alto ni debes pedir ayuda. —Metió la mano en su bolsillo y extrajo una pistola. La sostuvo como creía que era correcto, con el dedo índice sobre el gatillo, el resto de la mano sujetando la culata y la punta del cañón apuntando al rostro de ella—. Te mataré si no haces lo que te digo —advirtió—. No grites, Anna.
Lila miró primero la pistola y luego a él.
—El generador tiene poca carga —dijo Chip—, pero hizo un agujero de un centímetro de profundidad en la pared del museo, y hará uno más profundo en ti. Así pues, será mejor que me obedezcas. Lamento haberte asustado, pero finalmente comprenderás por qué lo hago.
—¡Esto es terrible! —murmuró ella—. ¡Todavía estás enfermo!
—Sí —dijo él—, y aún lo estaré más. Haz lo que te digo, o la Familia perderá a dos miembros valiosos; primero a ti y luego a mí.
—¿Cómo puedes hacer esto, Li? —exclamó ella—. ¿No puedes verte..., con una arma en la mano, amenazándome?
—Levántate y vístete —dijo él.
—Por favor, déjame llamar...
—Vístete —repitió él—. ¡Rápido!
—De acuerdo —murmuró ella. Echó a un lado la manta—. De acuerdo, haré lo que dices. —Se puso en pie y empezó a desabrocharse el pijama.
Chip retrocedió unos pasos, sin dejar de observarla y apuntándola con la pistola.
Lila se quitó el pijama, lo dejó caer y se volvió hacia el estante en busca de un mono. Chip contempló sus pechos y el resto de su cuerpo, que, de una forma sutil —una mayor plenitud en las nalgas, una mayor redondez en los muslos—, era diferente al de las otras mujeres que había conocido. ¡Qué hermosa era!
Lila se puso el mono y deslizó los brazos por las mangas.
—Li, te lo suplico —dijo, mirándole—, vayamos al medicentro y...
—No hables —dijo él con voz seca.
Ella cerró el mono y se calzó las sandalias.
—¿Por qué quieres ir en bicicleta? —preguntó—. Es plena noche.
—Prepara tu bolsa —dijo él.
—¿Mi bolsa de viaje?
—Sí. Pon un mono de repuesto, el botiquín y unas tijeras. Mete cualquier cosa que sea importante para ti y desees conservar. ¿Tienes linterna?
—¿Qué es lo que piensas hacer? —preguntó ella.
—Prepara tu bolsa —respondió simplemente él.
Lila obedeció. Cuando hubo terminado, él cogió la bolsa y se la colgó del hombro.
—Vamos a salir por detrás del edificio —indicó—. Tengo dos bicicletas allí. Caminaremos uno al lado del otro, y yo mantendré la pistola en mi bolsillo. Si pasamos junto a algún miembro y haces alguna indicación de que algo anda mal, te mataré y luego mataré al miembro, ¿has entendido?
—Sí —dijo ella con un hilo de voz.
—Haz todo lo que te diga. Si te pido que te pares y te abroches la sandalia, hazlo. Vamos a pasar escáners sin tocarlos. Ya lo has hecho antes, ahora volverás a hacerlo.
—¿No vamos a volver aquí? —preguntó ella.
—No. Vamos a ir muy lejos.
—Entonces hay una foto que me gustaría llevarme.
—Cógela —dijo él—. Te dije que cogieras todo lo que desearas conservar.
Ella fue a su escritorio, abrió un cajón y rebuscó en él. «¿Una foto de Rey?», se preguntó Chip. No, Rey formaba parte de su «enfermedad». Probablemente una de su familia.
—Está aquí, por alguna parte —dijo ella. Su voz sonó nerviosa. Algo no iba bien.
Se dirigió rápidamente a su lado y la apartó de un empujón. En el fondo del cajón habría escrito: «Li RM pistola 2 bicicl.» En su mano tenía un lápiz.
—Estoy intentando ayudarte —dijo.
Sintió deseos de golpearla, al principio se contuvo; pero contenerse era un error porque ella sabría que no pensaba hacerle daño. Así pues, la abofeteó fuertemente con la mano abierta.
—¡No intentes engañarme! —gritó—. ¿No te das cuenta de lo enfermo que estoy? ¡Morirás, y quizá otros miembros mueran también, si vuelves a hacer algo así!
Ella le miró con los ojos muy abiertos, temblando. Se llevó una mano a la mejilla.
Él temblaba también. Sabía que le había hecho daño. Arrancó el lápiz de su mano, trazó zigzags sobre lo que ella había escrito y lo cubrió con papeles y una guía de numnombres. Arrojó el lápiz en el cajón y lo cerró, entonces la sujetó por el codo y la empujó hacia la puerta.
Salieron de la habitación y recorrieron el pasillo, uno al lado del otro. Chip mantuvo la mano en su bolsillo, sujetando la pistola.
—Deja de temblar —indicó—. No te haré ningún daño si haces lo que te diga.
Bajaron por las escaleras mecánicas. Dos miembros avanzaron hacia ellos, subían por el otro lado.
—Tú y ellos —aseguró él—. Y cualquiera que se ponga en nuestro camino.
Ella no dijo nada.
Chip sonrió a los miembros. Le devolvieron la sonrisa. Ella les saludó con la cabeza.
—Ésta es mi segunda transferencia este año —dijo él, con voz intrascendente.
Bajaron por más escaleras mecánicas, finalmente subieron a la que conducía al vestíbulo. Tres miembros, dos de ellos con telecomps, hablaban junto al escáner de una de las puertas.
—Ningún truco ahora —dijo él.
Siguieron bajando, reflejados en la distancia por los oscuros cristales exteriores. Los miembros seguían hablando. Uno de ellos dejó su telecomp en el suelo.
Salieron de la escalera mecánica.
—Espera un minuto, Anna —dijo Chip. Ella se detuvo y le miró—. Se me ha metido una pestaña en el ojo. ¿Tienes un pañuelo de papel?
Ella rebuscó en sus bolsillos y negó con la cabeza.
Chip encontró uno debajo de la pistola, lo sacó y se lo dio. Permaneció mirando de frente a los miembros y mantuvo el ojo muy abierto, con su otra mano de nuevo en el bolsillo. Lila llevó el pañuelo de papel a su ojo. Todavía estaba temblando.
—Sólo es una pestaña —dijo él—. No tienes por qué ponerte nerviosa.
Más allá de ella, vio al miembro que había dejado su telecomp en el suelo y que en esos momentos lo recogía. Los tres se estrecharon las manos y se besaron. Los que llevaban los telecomps tocaron el escáner: «Sí, sí.» Salieron. El tercer miembro avanzó hacia ellos, era un hombre de unos veintitantos años.
Chip apartó la mano de Lila.
—Ya está —dijo, parpadeando—. Gracias, hermana.
—¿Puedo ayudar? —preguntó el miembro—. Soy un 101.
—No gracias, sólo era una pestaña —respondió Chip. Lila se movió ligeramente. Chip la miró, pero entonces ella se metió el pañuelo de papel en el bolsillo.
El miembro miró la bolsa de viaje.
—Que tengáis buen viaje —dijo.
—Gracias —respondió Chip—. Buenas noches.
—Buenas noches —dijo el miembro con una sonrisa.
—Buenas noches —dijo Lila.
Siguieron hacia las puertas, donde se reflejaba el miembro que se dirigía hacia la escalera mecánica ascendente.
—Voy a situarme al lado del escáner —dijo Chip—. Toca el lado, no la placa.
Salieron.
—Por favor, Li —dijo Lila—, por el amor de la Familia, volvamos y subamos al medicentro.
—Tranquila —dijo él.
Entraron en el pasaje que había entre el edificio donde se hallaban y el contiguo a éste. La oscuridad se hizo mayor, por lo que Chip cogió su linterna.
—¿Qué vas a hacerme? —preguntó ella.
—Nada, a menos que intentes engañarme de nuevo.
—Entonces, ¿para qué me quieres? —insistió ella.
Él no respondió.
Había un escáner en el cruce de los pasajes detrás de los edificios. La mano de Lila se alzó automáticamente.
—¡No! —dijo Chip. Pasaron sin tocarlo. Lila dejó escapar un sonido angustiado y dijo en un susurro:
—¡Terrible!
Las bicicletas estaban apoyadas contra la pared, donde Chip las había dejado. Su bolsa de viaje, envuelta en una manta, estaba en el cesto de una de ellas, con galletas totales y
cocas
metidas entre los pliegues. Había otra manta doblada en el cesto de la otra; puso la bolsa de viaje de Lila en él y la envolvió también con la manta, remetiéndola por todos lados.