Luego está la educación, un argumento que, de vez en cuando, se ha revelado muy atractivo en la Casa Blanca. Los doctorados en ciencias alcanzaron un punto álgido en algún momento de la época del
Apolo 11,
quizá incluso durante la fase de divulgación, posterior al inicio del programa. Tal vez no quede demostrada la relación causa-efecto, aunque resulta plausible. Pero
¿y
qué? Si estamos interesados en mejorar la educación, ¿acaso es viajar a Marte el camino idóneo para ello? Pensemos en lo que se podría hacer con cien mil millones de dólares dedicados a formación y salarios para el profesorado, a laboratorios y bibliotecas escolares, a becas para estudiantes de baja condición económica, a equipos de investigación y ayudas de posgrado. ¿Realmente es cierto que la mejor manera de promover la educación científica radica en viajar a Marte?
Otro argumento se basa en que las misiones humanas a Marte proporcionarán ocupación al complejo militar-industrial, diluyendo la tentación de emplear su considerable músculo político para exagerar amenazas externas y conseguir el incremento del presupuesto de defensa. La otra cara de esta particular moneda reside en que, viajando a Marte, mantenemos una capacidad tecnológica sostenida que podría ser importante en caso de futuras contingencias militares. Naturalmente, podríamos simplemente pedirles a esos chicos que hicieran algo directamente útil para la economía civil. Pero, como tuvimos ocasión de comprobar en los años setenta con los autobuses Grumman y los trenes regionales Boeing/Vertoil, la industria aeroespacial tiene auténticas dificultades para producir de forma competitiva para la economía civil. Ciertamente, un tanque puede cubrir 1500 kilómetros al año y un autobús 1500 kilómetros a la semana, de modo que sus diseños básicos deben ser distintos. No obstante, al menos en cuestiones de fiabilidad, el Departamento de Defensa parece ser mucho menos exigente.
La colaboración en el ámbito espacial, como he mencionado anteriormente, se está convirtiendo en un instrumento de cooperación internacional, por ejemplo en lo que se refiere al freno a la proliferación de armas estratégicas en naciones que todavía no las poseen. Los cohetes que dejaron de encargarse a causa del final de la guerra fría podrían ser provechosamente empleados en misiones a la órbita de la Tierra, la Luna, los planetas, asteroides y cometas. Pero todo ello puede conseguirse prescindiendo de los viajes tripulados a Marte.
Se brindan también otro tipo de justificaciones. Una de ellas es que la solución definitiva a los problemas energéticos del mundo pasa por extraer las reservas de la Luna, devolver a la Tierra el helio-3 implantado allí por el viento solar y utilizarlo en reactores de fusión. Pero ¿qué reactores de fusión? Aunque eso fuera posible, incluso si resultara rentable, se trata de una tecnología a cincuenta o cien años vista. Nuestros problemas energéticos deben ser solucionados a un ritmo menos ocioso.
Todavía más extraño resulta el argumento de que hemos de mandar seres humanos al espacio para solventar la crisis de la superpoblación. Resulta que cada día nacen nada menos que 250000 personas más de las que mueren, lo cual significa que tendríamos que lanzar al espacio 250000 personas diarias a fin de mantener la población mundial en sus niveles actuales. Parece que eso queda del todo fuera de nuestras posibilidades actuales.
R
EVISO LA LISTA Y TRATO
de añadir pros y contras, teniendo en cuenta las demás demandas urgentes que contempla el presupuesto federal. En mi opinión, el razonamiento nos aboca hacia la pregunta siguiente: ¿puede la suma de gran número de justificaciones individualmente insuficientes resultar en una justificación suficiente?
No creo que ninguno de los puntos de mi lista de supuestas justificaciones pueda valer de forma demostrable quinientos mil o incluso cien mil millones de dólares, y a buen seguro no a corto plazo. Por otra parte, es evidente que la mayoría de ellos valen algo, y si tengo cinco puntos, cada uno de los cuales pueda valer veinte mil millones de dólares, quizá llegue a los cien mil. Si lo hacemos bien a la hora de reducir costes y forjar una auténtica cooperación internacional, las justificaciones adquieren un peso mayor.
Hasta que se haya producido un debate nacional sobre el tema, hasta que tengamos una idea más clara de la razón de ser y de la relación coste/beneficio de las misiones humanas a Marte, ¿qué debemos hacer? Sugiero que persigamos la investigación y el desarrollo de proyectos que puedan justificarse por sus propios méritos o por su relevancia para alcanzar otros objetivos, pero que puedan a la vez contribuir a dichas misiones espaciales, por si más adelante nos decidimos a ponerlas en marcha. En una agenda así se incluiría:
Estas recomendaciones no suponen más que una fracción del coste total de una misión humana con destino a Marte y —extendidas a lo largo de toda una década y llevadas a cabo conjuntamente con otras naciones— tampoco representan más que una porción de los actuales presupuestos espaciales. No obstante, en caso de ponerlas en práctica, nos ayudarían a realizar minuciosas estimaciones de costes y una valoración más ajustada de los peligros y beneficios.
Nos permitirían, asimismo, mantener un vigoroso progreso en pos de las expediciones humanas a Marte, sin necesidad de asumir prematuramente compromisos respecto a ningún tipo de hardware específico para la misión. La mayor parte, tal vez todas esas recomendaciones, poseen otras justificaciones, aun para el caso de que estuviéramos seguros de no ser capaces de mandar seres humanos a ningún otro mundo durante las próximas décadas. Además, el eco constante de los logros que incrementen las posibilidades del viaje humano a Marte combatiría —al menos en las mentes de muchos— el extendido pesimismo frente al futuro.
P
ERO HAY ALGO MÁS
. Existe un conjunto de argumentos menos tangibles, muchos de los cuales, lo admito sin reservas, me parecen atractivos y resonantes. Los vuelos espaciales están relacionados con algo muy profundo que albergamos en nuestro interior muchos de nosotros, si no todos. Una perspectiva cósmica emergente, una mejorada comprensión de nuestro lugar en el universo, un programa muy notorio que afecta a nuestra visión de nosotros mismos y que podría clarificar la fragilidad de nuestro entorno planetario, y el peligro y responsabilidad común de todas las naciones y personas de la Tierra. Asimismo, las misiones humanas a Marte proporcionarían una perspectiva esperanzadora, rica en aventuras, para los espíritus viajeros de entre nosotros, especialmente para los jóvenes. Incluso la exploración indirecta reviste una utilidad social.
Me encuentro una y otra vez, cuando doy conferencias sobre el futuro del programa espacial —en universidades, empresas y grupos militares, así como organizaciones profesionales—, con que las audiencias tienen mucha menos paciencia ante los obstáculos prácticos, políticos y económicos del mundo real de la que tengo yo. Se muestran ansiosos por despejar todos los impedimentos, por recuperar los días de gloria del
Vostok
y del
Apolo,
por que se retome la cuestión y puedan pisarse de nuevo otros mundos. «Ya lo hemos hecho antes, podemos hacerlo de nuevo», no cesan de repetir. Pero me prevengo a mí mismo de que las personas que acuden a este tipo de conferencias suelen ser selectos entusiastas del espacio.
En 1969, menos de la mitad de la población norteamericana opinaba que el coste del programa
Apolo
valió la pena. No obstante, con ocasión del vigesimoquinto aniversario del aterrizaje en la Luna la cifra se había incrementado hasta los dos tercios. A pesar de los problemas, el 63 % de los ciudadanos norteamericanos valoran que la NASA ha llevado a cabo un trabajo entre bueno y excelente. En lo que se refiere a los costes, el
55 %
de los preguntados (de acuerdo con una encuesta de CBS News) se mostraron a favor de que «Estados Unidos envíen astronautas a explorar Marte». Entre los jóvenes, la cifra alcanzaba el 68%. Me parece que «explorar» es la palabra clave.
No es casual que, a pesar de sus humanos defectos, y de lo moribundo que parece en la actualidad el programa espacial tripulado (una tendencia que la misión de reparación del telescopio espacial
Hubble
puede haber ayudado a invertir), los astronautas y cosmonautas todavía son unánimemente considerados héroes de nuestra especie. Una científica compañera mía me contaba un reciente viaje que realizó a la meseta de Nueva Guinea, donde visitó una tribu todavía en la edad de piedra que apenas había tenido contactos con la civilización. Ignoraban lo que son los relojes de pulsera, las bebidas refrescantes y los alimentos congelados. Pero conocían el
Apolo 11.
Sabían que los humanos han pisado la Luna. Les eran familiares los nombres de Armstrong, Aldrin y Collins. Estaban muy interesados en saber quién está visitando la Luna en nuestros días.
Los proyectos orientados al futuro que, pese a las dificultades políticas que plantean, podrían completarse en alguna década lejana, constituyen recordatorios permanentes de que va a haber un futuro. El hecho de poner un pie en otros mundos nos susurra al oído que somos más que pictos, servios o tongas: somos humanos.
Los vuelos espaciales de exploración colocan las nociones científicas, el pensamiento científico y el vocabulario científico ante el ojo público. Elevan el nivel general de indagación intelectual. La idea de que ahora hemos comprendido algo que nunca había captado nadie con anterioridad, ese regocijo —especialmente intenso para los científicos implicados, pero perceptible para casi todo el mundo— se propaga en el seno de la sociedad, rebota en sus muros y regresa a nosotros. Nos estimula a solventar problemas de otros ámbitos, que tampoco habían hallado nunca solución. Incrementa el grado de optimismo de la sociedad. Da rienda suelta a esa clase de pensamiento crítico que tanto necesitamos, si queremos resolver temas sociales hasta ahora intratables. Contribuye a estimular a una nueva generación de científicos. A mayor presencia de la ciencia en los medios de comunicación —especialmente si se describen los métodos, las conclusiones y sus implicaciones— más sana es, según mi parecer, la sociedad. La gente de todas partes siente ansias de comprender.