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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (35 page)

BOOK: Un punto azul palido
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C
UANDO ERA NIÑO
, mis sueños más exultantes se centraban en el hecho de volar, pero no mediante algún tipo de máquina, sino yo solito. Saltaba y saltaba, y poco a poco se iba elevando mi trayectoria. Cada vez tardaba más en regresar al suelo, hasta que me encontraba ya tan alto que no volvía a bajar. Luego descendía, como una gárgola en un nicho, sobre la cúspide de un rascacielos o me posaba suavemente sobre una nube. En el sueño —que debo haber tenido, en sus múltiples variaciones, al menos un centenar de veces— conseguir alzar el vuelo requería una determinada propensión mental. Resulta imposible describirlo con palabras, pero todavía hoy recuerdo cómo iba. Había que desencadenar algo dentro de la cabeza y en la boca del estómago, y entonces te elevabas únicamente mediante fuerza de voluntad; surcabas el aire, con las extremidades colgando flaccidamente.

Sé que muchas personas han tenido sueños similares. Quizá la mayoría de la gente. Tal vez debamos remontarnos diez millones de años atrás, cuando nuestros antepasados saltaban con elegancia de rama en rama, en los bosques primitivos. El deseo de volar como los pájaros motivó a muchos de los pioneros de la aviación, incluidos Leonardo da Vinci y los hermanos Wright. Quizá también eso forme parte del atractivo de los vuelos espaciales.

En órbita alrededor de cualquier mundo o en los vuelos interplanetarios somos literalmente ingrávidos. Podemos propulsarnos hasta el techo de la nave con un leve impulso desde el suelo. Podemos ir dando tumbos en el aire siguiendo el largo eje del vehículo espacial. Los seres humanos experimentamos placer en estado de ingravidez; eso es algo en lo que coinciden prácticamente todos los astronautas y cosmonautas. Pero como las naves todavía son pequeñas y los «paseos» espaciales se han realizado con extremada precaución, ningún ser humano ha podido todavía disfrutar de esta maravilla: autopropulsarnos mediante un impulso casi imperceptible, sin máquina alguna que nos dirija y sin ataduras, y elevarnos hacia el cielo, al negro espacio interplanetario. Nos convertiríamos así en un satélite viviente de la Tierra o en un planeta humano del Sol.

La exploración planetaria satisface nuestra inclinación por las grandes empresas, los viajes y la indagación, que nos ha acompañado desde nuestros días como cazadores y recolectores en las sabanas del este de África, un millón de años atrás. Por casualidad —pues es posible, afirmo yo, imaginar muchas marañas de causalidad históricas según las cuales esto no habría ocurrido—, en nuestra época podemos empezar de nuevo.

La exploración de otros mundos hace uso, precisamente, de las mismas cualidades de audacia, planificación, cooperación y coraje que encarnan lo más valorado en la tradición militar. Ya no se trata de aquella noche del lanzamiento de una nave
Apolo
con destino a otro mundo. Eso predetermina la conclusión. Basta con ser testigos del despegue, desde una plataforma adyacente, de unos cuantos F-14, verlos inclinarse graciosamente a izquierda y derecha, arder sus quemadores auxiliares, y súbitamente hay algo que nos arrebata, al menos a mí. Ningún tipo de conocimiento acerca de los potenciales abusos que puedan cometer las fuerzas de los portaaviones consigue afectar a la profundidad de ese sentimiento. Simplemente está apelando a otra parte de nosotros. No repara en recriminaciones ni consideraciones políticas. Sólo quiere volar.

«Yo... tenía la ambición no solamente de llegar más lejos de lo que nadie había llegado hasta entonces —escribió el capitán James Cook, el explorador del Pacífico del siglo XVIII—, sino de ir tan lejos como le fuera posible a un hombre.» Dos siglos más tarde, Yuri Romanenko, de regreso a la Tierra tras lo que entonces era el viaje espacial más largo de la historia, dijo: «El cosmos es un imán... Una vez has estado allí, sólo puedes pensar en la manera de volver a él.»

Incluso Jean-Jacques Rousseau, que no era entusiasta de la tecnología, se dio cuenta de ello:

Las estrellas se encuentran muy por encima de nosotros; necesitamos un saber preliminar, instrumentos y máquinas, que son como tantas inmensas escaleras que nos permiten acercarnos a ellas y ponerlas al alcance de nuestra comprensión.

«Las posibilidades futuras de los viajes espaciales», escribió el filósofo Bertrand Russell en 1959,

... que ahora están fundamentalmente reservadas a fantasías infundadas, podrían tratarse con mayor sobriedad sin dejar de ser interesantes y demostrarían, incluso al más intrépido de los jóvenes, que un mundo sin guerras no tiene que ser necesariamente un mundo carente de gloriosas aventuras y peligros.
[32]
Esta clase de competición no tiene límites. Cada victoria constituye solamente el preludio de otra, y a la esperanza racional no se le pueden poner fronteras.

A largo plazo, éstas —más que ninguna otra justificación «práctica» de las anteriormente comentadas— pueden ser las razones que nos impulsen a viajar a Marte y a otros mundos. Entretanto, el paso más importante que podemos dar hacia Marte estriba en progresar de manera significativa en la Tierra. Incluso mejoras modestas en lo que respecta a los problemas sociales, económicos y políticos que tiene planteados en la actualidad nuestra civilización global podrían liberar enormes recursos, tanto materiales como humanos, para destinarlos a otras metas.

Hay mucho trabajo doméstico por hacer aquí en la Tierra, y nuestro compromiso debe ser firme. Pero somos la clase de especie que precisa de una frontera, por razones biológicas fundamentales. Cada vez que la Humanidad se despereza y da la vuelta a una nueva esquina, recibe una sacudida de vitalidad productiva que puede impulsarla durante siglos.

Hay un mundo nuevo esperando en la esquina. Y nosotros sabemos cómo llegar a él.

Capítulo
XVII
L
A RUTINA DE LA VIOLENCIA INTERPLANETARIA

Es ley de la naturaleza que la Tierra y todos los demás cuerpos deben permanecer en los puestos que les corresponden, pudiendo ser desplazados de ellos solamente a través de la violencia.

A
RISTÓTELES
,
Física
(384-322 a.J.C.)

H
ay una anécdota curiosa en torno a Saturno. Cuando en 1610 Galileo utilizó el primer telescopio astronómico del mundo para contemplar dicho planeta —por aquel entonces, el mundo más distante conocido—, descubrió que tenía dos apéndices, uno a cada lado. Él los comparó con dos «asas». Otros astrónomos los llamaron «orejas». El cosmos encierra multitud de maravillas, pero un planeta con asas de tinaja es demasiado. Galileo se fue a la tumba sin que se hubiera resuelto este extraño misterio. A medida que fueron pasando los años, los observadores se dieron cuenta de que las orejas... bueno, crecían y menguaban. Finalmente, quedó claro que lo que había descubierto Galileo era un anillo extraordinariamente delgado que rodea a Saturno por su ecuador, sin tocar el planeta en ningún punto. Algunos años, debido a las cambiantes posiciones orbitales de la Tierra y Saturno, se había visto el anillo de perfil y, dada su extremada finura, daba la impresión de que había desaparecido. Otros años, en cambio, había sido observado más de cara y las «orejas» parecían más grandes. Pero ¿qué significa que haya un anillo alrededor de Saturno? ¿Un delgado disco sólido, plano, con un agujero en medio para que cupiera el planeta? ¿Cómo se explicaba una cosa así?

Esta línea de indagación nos lleva rápidamente a las colisiones que despedazan mundos, a dos peligros notablemente distintos para nuestra especie, y a razonar que —además de por los motivos ya descritos— para nuestra propia supervivencia es necesario que tomemos posiciones ahí afuera, entre los planetas.

Hoy sabemos que los anillos (enfáticamente en plural) de Saturno se componen de una vasta horda de minúsculos mundos, cada uno de ellos en su propia órbita, cada uno ligado a Saturno por la gravedad del gigantesco planeta. En lo que a sus medidas se refiere, estos retazos de mundo van desde finas partículas de polvo hasta alcanzar el tamaño de una casa. Ninguno es lo suficientemente grande como para ser fotografiado, ni siquiera en acercamientos muy próximos. Espaciados formando un exquisito conjunto de finos círculos concéntricos, algo así como los surcos de un disco (aunque, en realidad, claro está, tienen forma espiral), los anillos fueron captados por primera vez en toda su majestuosidad por las dos naves espaciales
Voyager,
en sus encuentros exteriores de 1980-1981. En nuestro tiempo, los anillos Art decó de Saturno se han convertido en un icono del futuro.

En una reunión científica, a fines de los años sesenta, fui requerido para resumir los problemas más destacados en el ámbito de la ciencia planetaria. Uno, sugerí yo, era la cuestión de por qué de entre todos los planetas solamente Saturno poseía anillos. Esa, según puso posteriormente de manifiesto el
Voyager,
era una cuestión baladí.
Los cuatro
planetas gigantes de nuestro sistema solar —Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno— poseen anillos. Pero en aquel momento nadie lo sabía.

Cada sistema de anillos tiene sus características distintivas. El de Júpiter es fino y está hecho principalmente de partículas oscuras muy pequeñas. Los brillantes anillos de Saturno, por su parte, se componen básicamente de agua helada; en este caso se observan miles de anillos separados, algunos retorcidos, con extrañas marcas negruzcas en forma de radio generándose y disipándose. Los oscuros anillos de Urano parecen estar compuestos de carbono elemental y moléculas orgánicas, algo así como carbón de leña y hollín; Urano posee nueve anillos principales, unos pocos de los cuales parecen a veces «respirar», pues se expanden y se contraen. Los anillos de Neptuno son los más finos de todos, variando tanto en espesor que, cuando se detectan desde la Tierra, aparecen solamente como arcos y círculos incompletos. Muchos anillos parecen mantenerse por los tirones gravitatorios de dos lunas errantes, una un poco más cerca y la otra un poco más lejos del planeta que el anillo. Cada sistema de anillos presenta, pues, su propia belleza sobrenatural.

¿Cómo se forman los anillos? Una posibilidad son las mareas: si un mundo errante transita junto a un planeta, el hemisferio más cercano del intruso es más atraído gravitatoriamente por el planeta que su cara alejada; en caso de que se acerque lo suficiente, si su cohesión interna fuera baja, puede que se hiciera literalmente añicos. Ocasionalmente podemos contemplar cómo ocurre eso a los cometas cuando pasan demasiado cerca de Júpiter, o del Sol. Otra posibilidad, que se puso de manifiesto a partir del reconocimiento efectuado por el
Voyager
del sistema solar exterior, es la siguiente: los anillos se forman cuando los mundos colisionan y las lunas son hechas trizas. Ambos mecanismos pueden haber jugado su papel.

El espacio entre los planetas es atravesado por una esporádica colección de cuerpos errantes, cada uno de ellos en órbita alrededor del Sol. Algunos son tan grandes como un condado entero o incluso como un estado, mientras que otros muchos presentan áreas de superficie comparables a la de un pueblo o ciudad. Se encuentran mayor cantidad de mundos pequeños que grandes, y la gama llega hasta el ínfimo tamaño de las partículas de polvo. Algunos de ellos viajan en largas trayectorias elípticas que los llevan periódicamente a cruzar la órbita de uno o más planetas.

A veces, desafortunadamente, hallan un mundo en su camino. La colisión puede destrozar y pulverizar a ambos, al intruso y a la luna que sufre el impacto (al menos la zona del territorio directamente debajo de la explosión). Los escombros resultantes —eyectados de la luna, pero que no se mueven con la rapidez suficiente como para escapar de la gravedad del planeta— pueden crear, temporalmente, un nuevo anillo. Éste estará formado por el material que componía los dos cuerpos que entraron en colisión, pero normalmente contiene en mayor medida materiales de la luna que del objeto errante que provocó el impacto. Si los cuerpos que colisionan son mundos helados, el resultado se concretará en anillos de partículas de hielo; si están formados por moléculas orgánicas, se originarán anillos de partículas orgánicas (que lentamente serán procesados por la radiación para formar carbono). Toda la masa en los anillos de Saturno no excede a la que resultaría de la pulverización completa por impacto de una única luna helada. La desintegración de lunas pequeñas puede, asimismo, ser la causa de los sistemas de anillos de los otros tres planetas gigantes.

A menos que se encuentre muy cercana a su planeta, una luna diseminada va reacumulándose de forma gradual (o al menos lo hace una fracción importante de la misma). Las piezas, grandes y pequeñas, próximas a la órbita en que se hallaba la luna antes del impacto, se van reagregando sin orden ni concierto. Lo que antes era un pedazo de núcleo ahora se encuentra en la superficie y viceversa. La mezcolanza resultante puede tener un aspecto muy original. Miranda, una de las lunas de Urano, tiene una apariencia desconcertantemente accidentada y puede haber tenido ese origen.

El geólogo planetario norteamericano Eugene Shoemaker propone que muchas lunas del sistema solar exterior fueron aniquiladas y formadas de nuevo, no sólo en una, sino en numerosas ocasiones cada una, a lo largo de los 4500 millones de años desde que el Sol y los planetas se condensaron a partir de gas y polvo interestelar. La imagen que emerge del reconocimiento que efectuó el
Voyager
del sistema solar exterior es la de una serie de mundos, cuyas plácidas y solitarias vigilias son espasmódicamente interrumpidas por intrusos del espacio; de colisiones devastadoras de mundos, y de lunas formándose de nuevo a partir de los escombros, renaciendo como aves fénix a partir de sus propias cenizas.

BOOK: Un punto azul palido
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