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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

Un punto azul palido (37 page)

BOOK: Un punto azul palido
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Llegó y pasó el momento calculado para el impacto de la primera pieza, el fragmento A. No hubo informes de los telescopios basados en la Tierra. Los científicos planetarios contemplaban con creciente desaliento un monitor de televisión que reproducía los datos transmitidos por el telescopio espacial Hubble al Instituto de Ciencias Telescópicas de Baltimore. No se veía nada anormal. Los astronautas del transbordador dejaron momentáneamente de lado la reproducción de las moscas de la fruta, de los peces y de las salamandras para observar Júpiter a través de sus binoculares. Según informaron, no percibían nada extraño. El impacto del milenio empezaba a adquirir visos de fiasco monumental.

De pronto se recibió un informe del telescopio óptico de La Palma, en las islas Canarias, seguido de varios avisos procedentes de un radiotelescopio en Japón; también llegaron noticias del observatorio Europeo del Sur, en Chile, así como de un instrumento de la Universidad de Chicago, ubicado en los helados páramos del polo sur. En Baltimore, los jóvenes científicos que se agolpaban alrededor del monitor de televisión —siendo ellos mismos retransmitidos por las pantallas de la CNN— comenzaron a percibir algo y, además, en el lugar indicado de Júpiter. La consternación se tornó en perplejidad y luego en alborozo. Estaban como locos de contento, chillando y saltando sin parar. Amplias sonrisas se extendieron por la sala. Descorcharon el champán. Se trataba de un grupo de jóvenes científicos americanos —de aspecto tan sano como los integrantes del coro de una iglesia, y siendo mujeres alrededor de un tercio de los mismos, incluyendo a la líder del equipo, Heidi Hammel—, pero viéndolos, cabría imaginar a jóvenes de todo el mundo pensando que ser científico debe de ser divertido, una buena profesión o, incluso, una vía de realización espiritual.

De casi todos los fragmentos, los observadores situados en algún punto de la Tierra vimos elevarse la bola de fuego, tan rápido y tan alto, que pudo ser contemplada a pesar de que la zona de impacto quedaba todavía en el lado oscuro de Júpiter. Los penachos ascendían y luego se aplanaban, quedando en forma de tortas. Percibimos también ondas gravitatorias y de sonido, extendiéndose a partir del punto de impacto, así como, en el caso de los fragmentos más grandes, un parche descolorido que alcanzaba la dimensión de la Tierra.

Chocando contra Júpiter a sesenta kilómetros por segundo (210000 kilómetros por hora), los fragmentos grandes convirtieron su energía cinética parcialmente en ondas de choque y parcialmente en calor. La temperatura en la bola de fuego fue estimada en miles de grados. Algunas de las bolas y penachos de fuego resplandecían más que todo el resto del planeta Júpiter.

¿Cuál podía ser la causa de las manchas oscuras que quedaban tras el impacto? Podría tratarse de materia de las nubes profundas de Júpiter —de la región generalmente no visible para los observadores terrestres— que emergió y se extendió. No obstante, los fragmentos no parecen haber penetrado a tanta profundidad. O quizá las moléculas responsables de las manchas se hallaran en los fragmentos cometarios desde el principio. Gracias a las misiones soviéticas
Vega 1 y 2
y a la misión Giotto de la Agencia Espacial Europea —ambas con destino al cometa Halley— sabemos que los cometas pueden estar compuestos hasta en una cuarta parte por moléculas orgánicas complejas. Ellas son la causa de que el núcleo del cometa Halley sea completamente negro. Si una parte de la materia orgánica cometaria sobrevivió a los sucesos de impacto, puede que fuera responsable de la mancha. O, finalmente, la mancha podría ser debida a materia orgánica no suministrada por los fragmentos cometarios que impactaron, sino sintetizada por sus ondas de choque a partir de la atmósfera de Júpiter.

La colisión de los fragmentos del cometa Shoemaker-Levy 9 con Júpiter fue presenciada en siete continentes. Incluso los astrónomos aficionados con telescopios pequeños pudieron contemplar los penachos y la subsiguiente decoloración de las nubes jovianas. Al igual que los eventos deportivos son cubiertos desde todos los ángulos por cámaras de televisión distribuidas por el campo de juego y también desde un dirigible que lo sobrevuela, seis naves espaciales de la NASA desplegadas por el sistema solar, con diferentes especialidades observacionales, registraron esta nueva maravilla: el telescopio espacial
Hubble,
el
International Ultraviolet Explorer,
y el
Extreme Ultraviolet Explorer
en la órbita terrestre; la nave
Ulysses,
robando tiempo a su investigación del polo sur del Sol;
Galileo,
de camino a su propio encuentro con Júpiter y el
Voyager 2,
situado ya mucho más allá de Neptuno, en su trayectoria hacia las estrellas. A medida que se van acumulando y analizando datos, nuestros conocimientos acerca de los cometas, de Júpiter y de las violentas colisiones de los mundos deberían mejorar de forma sustancial.

Para muchos científicos —pero especialmente para Carolyn y Eugene Shoemaker y David Levy— había algo conmovedor en ese salto de los fragmentos cometarios, uno detrás del otro, a una muerte segura en Júpiter. Habían vivido con ese cometa, por decirlo de alguna manera, durante dieciséis meses, lo habían visto descomponerse, y habían contemplado cómo sus trozos, envueltos en nubes de polvo, jugaban al escondite y se diseminaban por sus órbitas. En cierto modo, cada fragmento tenía su propia personalidad. Ahora todos ellos se han desvanecido, convertidos en moléculas y átomos en las capas altas de la atmósfera del planeta más grande del sistema solar. En cierto modo sentimos pesar por ellos. Pero también aprendemos de sus valientes muertes. Nos reconforta saber que quedan todavía cientos de billones de ellos en el rico tesoro de mundos que representa el Sol.

H
AY UNOS DOSCIENTOS ASTEROIDES CONOCIDOS
, cuyas trayectorias los llevan cerca de la Tierra. Son debidamente llamados «asteroides cercanos a la Tierra». Su apariencia detallada (como la de sus primos del cinturón de asteroides) indica de forma inmediata que son productos de una violenta historia colisional. Muchos de ellos pueden ser los fragmentos y restos de pedazos de mundo que habían sido más grandes.

Con algunas excepciones, los asteroides cercanos a la Tierra tienen solamente unos pocos kilómetros de diámetro o ni siquiera llegan a eso, y tardan entre uno y unos pocos años en efectuar su circuito alrededor del Sol. Un veinte por ciento de los mismos tienen posibilidades de colisionar tarde o temprano con nuestro planeta, con consecuencias devastadoras. (Pero en astronomía, la expresión «tarde o temprano» puede abarcar hasta miles de millones de años.) La aseveración atribuida a Cicerón de que «nada casual o fruto del azar» puede encontrarse en un cielo absolutamente ordenado y regular constituye un profundo error. Incluso hoy, tal como nos recuerda el encuentro del cometa Shoemaker-Levy con Júpiter, se produce rutinariamente violencia interplanetaria, aunque no a la escala que marcó la historia primitiva del sistema solar.

Al igual que los asteroides del cinturón principal, muchos asteroides cercanos a la Tierra están hechos de roca. Algunos son fundamentalmente de metal, y se ha sugerido que llevar uno de esos asteroides a orbitar la Tierra y explotar su minería de forma sistemática podría reservarnos una enorme recompensa, una montaña de metal de elevada pureza flotando a unos cientos de kilómetros sobre nuestras cabezas. Ya sólo el valor de los metales del grupo del platino que podría contener uno de esos mundos se ha estimado en varios billones de dólares, si bien está claro que su precio de mercado caería en picado, si aumentara de forma espectacular la oferta de este tipo de materiales. Se están estudiando métodos para extraer metales y minerales de los asteroides que lo permitan; por ejemplo, por John Lewis, un científico planetario de la Universidad de Arizona.

Algunos asteroides cercanos a la Tierra son ricos en materia orgánica, aparentemente preservada desde los mismos comienzos del sistema solar. Steven Ostro, del Laboratorio de Propulsión a Chorro, ha descubierto que algunos de esos asteroides son dobles, dos cuerpos en contacto. Tal vez un mundo más grande se partiera en dos al pasar a través de las fuertes mareas gravitatorias de un planeta como Júpiter; más interesante todavía es la posibilidad de que dos mundos en órbitas similares sufrieran una leve colisión y quedaran pegados. Ese proceso pudo ser clave en la formación de los planetas y también de la Tierra. Al menos uno de los asteroides conocidos (Ida, visto por la nave
Galileo)
tiene su pequeña luna propia. Cabría suponer que dos asteroides en contacto y dos asteroides orbitándose el uno al otro poseen orígenes relacionados.

En ocasiones, se oye decir que un asteroide ha efectuado un «escape por los pelos». (¿Por qué lo llamamos «escape» cuando queremos decir «choque»?) Pero entonces leemos con mayor atención y resulta que lo más que se acercó a la Tierra fue a una distancia de cientos de miles o millones de kilómetros. Eso no cuenta, es demasiado lejos, incluso más que la Luna. Si dispusiéramos de un inventario de todos los asteroides cercanos a la Tierra, incluyendo los que son considerablemente más pequeños que un kilómetro de diámetro, podríamos proyectar sus órbitas en el futuro y predecir cuáles resultan potencialmente peligrosos para nosotros. Más grandes que un kilómetro de diámetro se estima que hay unos dos mil, de los cuales solamente hemos observado un reducido porcentaje. Mas grandes que cien metros de diámetro puede haber quizá unos doscientos mil.

Los asteroides cercanos a la Tierra llevan nombres mitológicos evocativos: Orfeo, Hator, Icaro, Adonis, Apolo, Cerbero, Kufu, Amor, Tántalo, Atena, Midas, RaSalom, Faetón, Tutatis, Quetzalcóatl. Unos cuantos ofrecen un potencial exploratorio especial, por ejemplo Nereo. En general, resulta mucho más fácil llegar a ellos y volver que ir y regresar de la Luna. Nereo, un mundo minúsculo de cerca de un kilómetro de diámetro, es uno de los más accesibles.
[34]

Supondría una auténtica exploración de un mundo verdaderamente nuevo.

Algunos seres humanos (todos ellos de la antigua Unión Soviética) ya han vivido en el espacio durante periodos superiores al tiempo que exigiría un viaje de ida y vuelta a Nereo. La tecnología de cohete necesaria para llevarlo a cabo existe ya. Se trata de un paso mucho más pequeño del que representaría viajar a Marte, o incluso, en ciertos aspectos, volver a la Luna. Sin embargo, si algo saliera mal, no podríamos regresar a la Tierra para ponernos a salvo en unos pocos días. En ese aspecto, su nivel de dificultad se sitúa en algún punto entre el viaje a Marte y el viaje a la Luna.

De las muchas posibles misiones futuras a Nereo, hay una que tarda diez meses en llegar desde la Tierra, pasa treinta días allí y luego requiere solamente tres semanas para regresar a casa. Podríamos visitar Nereo con robots o bien, si nos lo proponemos, con humanos. Podríamos examinar la forma, constitución, interior, historia pasada, composición química orgánica, evolución cósmica y posible relación con cometas de este pequeño mundo. Podríamos también traer muestras del mismo para analizarlas a placer en los laboratorios de la Tierra. Podríamos investigar si contiene realmente recursos de valor comercial —metales o minerales—. Si es que de verdad hemos de enviar alguna vez seres humanos a Marte, los asteroides cercanos a la Tierra proporcionan un objetivo intermedio conveniente y apropiado para probar los protocolos de equipamiento y exploración, al mismo tiempo que estudiamos un pequeño mundo desconocido, prácticamente, por completo. Sería una manera de calentar de nuevo los motores, cuando estemos dispuestos a enfilar otra vez el océano cósmico.

Capítulo
XVIII
E
L PANTANO DE
C
AMARINA

Ya es tarde para hacer mejoras ahora. El universo está concluido;
la clave está en su sitio, y se han llevado en carro los escombros
hace un millón de años.

H
ERMAN
M
ELVILLE
,
Moby Dick
, cap.2 (1851)

C
amarina era una ciudad del sur de Sicilia, fundada por colonos de Siracusa en el año 598 a J.C. Al cabo de una o dos generaciones, se vio amenazada por una epidemia de peste, incubada, según sostenían algunos, en un pantano adyacente. (Aunque, ciertamente, la teoría de la enfermedad por gérmenes no era aceptada de manera general, ya se apuntaban algunos indicios; por ejemplo, el aportado por Marcus Varro en el siglo 1 a. J.C, quien había advertido explícitamente en contra de construir ciudades en las proximidades de pantanos, «pues son caldo de cultivo de unas criaturas diminutas que nuestros ojos no pueden ver, pero que flotan en el aire y penetran en el cuerpo por la boca y la nariz, causando graves infecciones».) Un serio peligro acechaba, pues, a la ciudad de Camarina. Por ello se hicieron planes para drenar el pantano. Sin embargo, al consultar al oráculo, éste prohibió que se llevara a término tal resolución, aconsejando en su lugar paciencia. Pero como había vidas en juego, se decidió ignorar al oráculo y abordar el drenaje de la ciénaga. Pronto pudo contenerse la epidemia. Desgraciadamente ya era demasiado tarde cuando los habitantes de Camarina se dieron cuenta de que el pantano los había protegido hasta entonces de sus enemigos, entre los cuales debían contarse ahora sus primos, los ciudadanos de Siracusa. Como sucedería en América 2300 años después, los colonos se habían peleado con la madre patria. En el año 552 a. J.C, las fuerzas de Siracusa cruzaron las tierras secas, antes inundadas por el lodo, masacraron a hombres, mujeres y niños y arrasaron la ciudad. El pantano de Camarina se convirtió en un símbolo de cómo es posible que por eliminar un peligro se cree otro mucho peor.

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