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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (43 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—Está en el túnel que va al sur. Y viene directo hacia nosotras —anunció Penn con creciente agitación.

Lucy dedujo la explicación:

—Carrie no recibió los mensajes que enviamos.

—¿Carrie? —repitió la comandante, con una mueca de extrañeza.

—Ella no sabía lo de la manifestación, ni que la salida de la Segunda Avenida estaba cerrada —continuó Lucy—. Quizás ha probado la escotilla de emergencia del callejón y no ha podido salir por allí, de modo que se ha quedado bajo tierra y ha estado dando vueltas desde que la avistamos en la estación de Grand Central.

—Pero no hemos visto a Gault ni a Carrie en los andenes de las estaciones más próximas a nosotras —apunté—. Y no puedes estar segura de que sea ella.

—Hay muchas estaciones —intervino la comandante—. Es posible que se interpusiera alguien y no los viéramos.

—Gault la envió a la farmacia, en lugar de presentarse él —continué yo, cada vez más nerviosa—. No sé cómo, pero se entera de todo lo que hacemos.

—CAIN —murmuró Lucy.

—Sí. Eso y que, probablemente, nos ha estado observando.

Lucy buscó nuestra ubicación, la parada local de Bleecker Street, en el circuito cerrado de televisión. Tres de los monitores mostraban el andén y los tornos desde diferentes ángulos, pero la cuarta pantalla permaneció a oscuras.

—Una de las cámaras está obstruida por algo —indicó.

—¿Estaba obstruida hace un rato? —pregunté.

—Cuando llegamos, no. Pero esta estación, precisamente la nuestra, no la hemos controlado. No había razón para hacerlo, aparentemente.

Seguimos el lento avance del signo rojo en el diagrama.

—Tenemos que suspender la comunicación por radio —dije a Frances Penn—. Gault tiene una radio —añadí, porque no cabía duda de que el 429 parpadeante en nuestra pantalla era él. Estaba absolutamente segura—. La tiene conectada y escucha cada palabra que pronunciamos.

—¿Qué hace Carrie? ¿Por qué sigue encendida esa luz de emergencia? —preguntó Lucy—. ¿Acaso quiere que sepamos dónde está?

La observé con atención. Parecía sumida en trance.

—Puede que haya tocado el botón sin darse cuenta —sugirió la comandante—. Si una no conoce ese botón, no sabrá que es para lanzar mensajes de socorro. Y como es una alarma silenciosa, se puede llevar conectada sin advertirlo.

Pero yo no creía que nada de cuanto sucedía fuera imprevisto. Gault venía hacia nosotras porque era ahí donde quería estar. Era un tiburón nadando en la oscuridad del túnel, y pensé en lo que me había dicho Anna sobre los espantosos regalos que aquel monstruo me ofrecía.

—Está casi en la torre de señales. —Lucy indicó la pantalla—. ¡Está muy cerca, joder!

No sabíamos qué hacer. Si comunicábamos con Wesley, Gault nos oiría y desaparecería otra vez por los túneles. Y si llegábamos a establecer contacto, los agentes no sabrían qué sucedía. Lucy estaba junto a la puerta y la entreabrió.

—¿Qué haces? —le dije, casi a gritos.

Ella cerró en el acto.

—Los servicios de señoras. Supongo que una limpiadora ha abierto la puerta mientras hacía su trabajo y la ha dejado así. Es esa puerta lo que bloquea la cámara.

—¿Has visto a alguien ahí fuera?

—No —respondió, con odio en la mirada—. Creen que han cogido a Carrie. ¿Cómo saben que no es Gault? Puede que sea ella quien tiene la radio de Davila. La conozco. Seguro que sabe que yo estoy aquí.

La comandante Penn estaba muy tensa cuando me dijo:

—Venga al despacho. Allí hay algunas armas.

—Sí —murmuré.

Nos dirigimos a toda prisa hacia un espacio minúsculo donde había una mesa de madera desvencijada y una silla. Francis Penn abrió unos cajones y cogimos fusiles, cajas de munición y chalecos de kevlar. Tardamos apenas unos minutos pero, cuando volvimos a la sala de control, Lucy no estaba.

Observé los monitores del circuito cerrado de televisión y vi aparecer una imagen en la cuarta pantalla. Alguien acababa de cerrar la puerta de los lavabos de señoras. El número rojo que parpadeaba en el plano ya se había adentrado en la estación. Estaba en un pasadizo de servicio junto a las vías. En cualquier momento estaría en el andén. Busqué mi Browning, pero no la vi en la consola donde la había dejado.

—Lucy ha cogido mi arma —exclamé con incredulidad—. Ha salido ahí fuera. ¡Ha ido tras de Carrie!

Cargamos los rifles lo más deprisa posible, pero no teníamos tiempo para ponernos los chalecos. Me noté las manos frías y torpes.

—Debe usted hablar con Wesley —dije, frenética—. Tiene que hacer algo para que vengan.

—No puede salir sola ahí fuera —replicó la comandante.

—Lo que no puedo es dejar a Lucy sola ahí fuera.

—Iremos las dos. Tome, aquí tiene una linterna.

—No. Usted ocúpese de conseguir ayuda. Traiga a alguien.

Eché a correr sin saber qué encontraría. Pero la estación estaba desierta. Me detuve y permanecí totalmente quieta con el rifle preparado. Me fijé en la cámara adosada a la pared de azulejos verdes junto a la entrada de los retretes. El andén estaba vacío y oí un tren a lo lejos. Pronto pasó, sin reducir la velocidad porque los sábados no tenía que detenerse en aquella estación. Tras los cristales vi a los pasajeros leyendo, dormitando... Pocos de ellos dieron muestras de advertir la presencia de una mujer con un rifle, o de extrañeza al verla.

Me pregunté si Lucy estaría en los lavabos, pero era absurdo. Había un retrete justo al lado de la sala de control, dentro del refugio en el que habíamos pasado el día. Me acerqué más al andén, con el corazón desbocado. La temperatura era muy baja y no llevaba el abrigo. Los dedos se me estaban entumeciendo en torno a la culata del arma.

Se me ocurrió con cierto alivio que Lucy quizás había ido a buscar ayuda. Quizás había cerrado la puerta del baño y había echado a correr hacia la Segunda Avenida. Pero ¿y si no lo había hecho? Miré aquella puerta cerrada y no tuve el menor deseo de cruzarla.

Me acerqué a ella paso a paso, muy despacio, y deseé tener una pistola. Un rifle resultaba incómodo en espacios reducidos y para doblar esquinas. Cuando llegué a la puerta, el corazón amenazaba con salírseme por la garganta. Agarré el tirador, empujé con fuerza e irrumpí en el interior con el arma preparada. La zona de los lavamanos estaba desierta. No oí el menor sonido. Miré por debajo de las puertas y dejé de respirar cuando vi unos pantalones azules y un par de botas de trabajo de piel, marrones, demasiado grandes para ser de mujer. Capté un tintineo metálico. Cargué el arma y, temblorosa, ordené:

—¡Salga con las manos en alto!

Una pesada llave inglesa cayó al suelo de baldosas con estrépito. El empleado de mantenimiento, con el mono de trabajo y la bata, parecía al borde del ataque cardíaco cuando salió del retrete. Cuando me vio con el rifle, sus ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas.

—Sólo estoy arreglando la cisterna de ahí dentro. No tengo dinero... —dijo, aterrorizado, con las manos en alto.

—Está usted interfiriendo una operación de la policía —exclamé, apuntando el arma al techo al tiempo que ponía el seguro—. ¡Váyase de aquí ahora mismo!

No necesitó que se lo repitiera dos veces. No recogió sus herramientas ni volvió a poner el candado en la puerta del retrete. Escapó escaleras arriba hacia la calle y yo empecé a avanzar por el andén otra vez. Localicé cada una de las cámaras y me pregunté si la comandante Penn me estaría viendo en los monitores. Me disponía a volver a la sala de control cuando eché una ojeada hacia las vías que se perdían en la oscuridad y creí oír voces. De pronto, hubo unos ruidos y lo que me pareció un gemido o un jadeo. Y me llegaron unos gritos de Lucy:

—¡No! ¡No! ¡No lo hagas!

Un sonoro estampido resonó como una explosión dentro de un tambor metálico. Una ducha de chispas roció la oscuridad en el punto del que procedía el estampido, al tiempo que las luces de la estación de Bleecker Street parpadeaban antes de apagarse.

En el túnel no había luz alguna y no distinguí nada porque no me atreví a encender la linterna que tenía en la mano. Avancé a tientas hasta un pasadizo de servicio y descendí con cuidado unos estrechos peldaños metálicos que conducían al túnel.

Mientras avanzaba centímetro a centímetro, con la respiración acelerada, mis ojos empezaron a acostumbrarse a la oscuridad. Con todo, apenas distinguía las formas de los arcos, los raíles y los nichos de cemento donde los indigentes montaban sus lechos. Mis pies tropezaban con los desperdicios arrojados al túnel y levantaron un buen estrépito al golpear los envases metálicos y de cristal.

Sostuve el rifle delante de mí para protegerme la cabeza de algún saliente que no llegara a ver. Allí olía a suciedad y a desperdicios humanos. Y a Carrie quemada. Cuanto más me internaba en el túnel, más intenso era el hedor; entonces, una potente luz se alzó ruidosamente, como una luna, y apareció un tren en la vía en dirección norte.

Temple Gault estaba apenas a cinco metros de mí. Sujetaba a Lucy con una presa inmovilizante y apoyaba lo que parecía un instrumento quirúrgico en su garganta. No lejos de ellos, el detective Maier yacía como soldado al tercer raíl de la vía que llevaba al sur, con las manos y las mandíbulas agarrotadas mientras la electricidad fluía por su cuerpo muerto. El tren pasó con un chillido y volvió a reinar la oscuridad.

—Suéltala —dije con voz trémula al tiempo que encendía la linterna.

Gault entrecerró los ojos y se protegió el rostro de la luz. Estaba tan pálido que parecía albino y distinguí los pequeños músculos y tendones de la mano desnuda con que empuñaba la cuchilla de disección que el monstruo me había robado. Un rápido gesto y le rebanaría el gaznate a Lucy hasta el espinazo. Ella me miraba con una mueca de terror paralizante.

—No es a ella a quien quieres...

Me acerqué un paso más.

—No me enfoques a la cara —dijo él—. Deja la luz en el suelo.

No apagué la linterna sino que, lentamente, la dejé en un reborde de cemento desde el cual continuó arrojando una luz irregular que enfocaba directamente la cabeza ensangrentada y quemada del detective Maier. Me pregunté por qué Gault no me ordenaba que arrojara el rifle. Tal vez no alcanzaba a verlo. Lo sostuve apuntando al techo. Ahora no estaba a más de dos metros de ellos.

Gault tenía los labios cuarteados y respiraba ruidosamente por la nariz. Se le veía demacrado y desaliñado, y me pregunté si estaría en plena embriaguez de crack, o si ya estaría recuperándose. Llevaba téjanos, botas militares y una chaqueta negra de cuero, llena de rozaduras y desgarrones. En una solapa lucía el caduceo que yo suponía que había comprado en Richmond varios días antes de Navidad.

—Matarla a ella no tiene gracia —dije, incapaz de contener el temblor de mi voz.

Dio la impresión de que sus ojos terribles enfocaban por fin, y al propio tiempo vi que corría por el cuello de Lucy un hilillo de sangre. Apreté los dedos en torno al rifle.

—Suéltala. Esto es sólo entre tú y yo. Es a mí a quien quieres.

Un destello brilló en sus ojos y casi pude distinguir su extraño color azul en la penumbra. De pronto, sus manos se movieron y empujaron violentamente a Lucy hacia el raíl portacorriente. Me lancé hacia ella y la agarré por el suéter. Caímos juntas al suelo y, con estrépito, el rifle se me escapó de las manos. El tercer raíl se apoderó de él con avidez y, al hacerlo, hubo un chisporroteo y sonaron unas detonaciones.

Gault sonrió, dejó caer la cuchilla y empuñó mi Browning. Tiró del cerrojo hacia atrás, asió la pistola con ambas manos y apuntó a la cabeza de Lucy, pero estaba habituado a su Glock y, al parecer, ignoraba el funcionamiento del seguro de la Browning. Apretó el gatillo y no sucedió nada. Hizo ademán de no entender lo que ocurría.

—¡Corre! —grité a Lucy, empujándola—. ¡CORRE!

Gault amartilló el arma, pero ya estaba amartillada y no había expulsado ningún cartucho, de modo que el sistema de disparo se había atascado. Enfurecido, oprimió el gatillo otra vez, pero el arma no funcionó.

—¡CORRE! —grité de nuevo.

Yo estaba en el suelo y no intenté escabullirme porque temí que Gault saliera detrás de Lucy si no me quedaba allí. Vi cómo intentaba forzar el cerrojo, sacudiendo el arma. Mientras tanto, Lucy rompió a llorar y, trastabillando, comenzó a alejarse en la oscuridad. La cuchilla había caído cerca del tercer raíl y alargué la mano hacia ella; una rata me corrió por las piernas y me corté con un cristal roto. Mi cabezaestaba peligrosamente cerca de las botas de Gault.

Al parecer, él era incapaz de arreglar la pistola y, cuando se volvió a mirarme, lo noté tenso. Casi pude oír sus pensamientos mientras cerraba mis dedos en torno a la fría empuñadura de acero. Sabía lo que Gault podía hacer con sus botas y, al estar tumbada en el suelo, yo no le
alcanzaría
con la cuchilla el corazón ni la aorta, porque no había tiempo. Me incorporé de rodillas y, cuando Gault se dispuso a patearme, levanté la cuchilla y dirigí el filo quirúrgico hacia la parte alta de su muslo. Con ambas manos, corté cuanto pude mientras él iba soltando alaridos.

La sangre arterial me salpicó el rostro cuando saqué la cuchilla. La arteria femoral seccionada arrojaba sangre con cada pulsación de su espantoso corazón. De inmediato, me aparté de la línea de tiro porque sabía que el grupo de Rescate de Rehenes lo tendría en sus puntos de mira y estaría esperando.

—Me has herido —masculló Gault con incredulidad casi infantil.

Encogido sobre sí mismo, contempló con perpleja fascinación la sangre que manaba entre los dedos con los que intentaba en vano cerrar la herida.

—No para. Tú eres doctora. Haz que pare.

Lo miré. Llevaba la cabeza afeitada bajo la gorra. Pensé en su melliza muerta, en el cuello de Lucy... El estampido del fusil de un tirador de élite sonó dos veces en el interior del túnel, procedente de la estación; las balas zumbaron y Gault cayó junto al raíl al que había estado a punto de arrojar a Lucy. Se acercaba un tren y no hice nada por apartarle de las vías. Me alejé sin volver la vista atrás.

Lucy, Wesley y yo dejamos Nueva York el lunes. Primero, el helicóptero voló hacia el este. Pasamos sobre los acantilados y mansiones de Westchester y llegarnos a aquella isla pobre y desdichada que no salía en los mapas turísticos. Una chimenea semiderruida se alzaba de las ruinas de una vieja penitenciaría de ladrillo. Volamos en círculo sobre la fosa común mientras unos presos y sus guardianes levantaban la vista hacia el cielo matinal cubierto de nubes.

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