Authors: Brian Lumley
—¿Vengarte, padre? —jadeó al fin—. Oh, lo haré. ¡Lo haré!
En el cristal luminoso y oscuro de la ventana, su reflejo era una reproducción del sueño. Pero Yulian no se impresionó ni sorprendió. Sólo significaba que su metamorfosis era ahora completa. Miró a través del reflejo la oscura y furtiva sombra allí, en el seto…, y sonrió.
Y su sonrisa era como una invitación a cruzar las puertas del infierno…
Al pie de los montes cruciformes, Kyle y Quint, Krakovitch y Gulhárov, esperaban juntos en un pequeño grupo. No hacía frío, pero se mantenían juntos, como para darse calor.
El fuego se estaba apagando ahora; el viento que había soplado antes desde ninguna parte había amainado rápidamente, como el último suspiro de un Gargantúa invisible. Figuras humanas, medio ocultas entre los árboles y el espeso humo negro, trabajaban arriba y hacia el este de la zona devastada, conteniendo y apagando el fuego. Un hombre hosco y corpulento, vestido con un mono, salió de entre los árboles del pie de la vertiente y se dirigió tambaleándose hacia los cazadores de vampiros. Era el capataz rumano, Janni Chevenu.
—¡Usted! —dijo, agarrando a Krakovitch del brazo—. ¡Habló de peste! Pero ¿lo ha
visto?
¿Ha visto aquella… aquella
cosa
antes de que se quemase? Tenía ojos, ¡boca! Y daba coletazos, se retorcía… Era… ¡Dios mío! ¡
Dios
mío!
Bajo el hollín y el sudor, la cara de Chevenu estaba blanca como el yeso. Poco a poco, se aclararon sus ojos vidriosos. Miró a los demás. Los lúgubres semblantes que lo miraron a su vez expresaban la misma cruda emoción: un horror tan intenso como el del propio Chevenu.
—Usted habló de peste —repitió, aturdido—. Pero yo no había oído hablar nunca de una peste de esta clase.
Krakovitch se soltó.
—Oh, sí que lo fue, Janni —respondió al fin—. De la peor clase. Considérese dichoso por haber podido destruirla. Estamos en deuda con usted, todos nosotros. En todas partes…
Darcy Clarke hubiese debido hacer el turno de las ocho de la tarde a las dos de la madrugada; pero tuvo que quedarse en cama en el hotel de Paignton, sin duda por algo que había comido. Dolores de estómago y una violenta diarrea.
Peter Keen lo había sustituido y se había dirigido en coche a casa Harkley para relevar a Trevor Jordan en la tarea de mantener a Bodescu bajo observación.
—Por aquí, nada nuevo —había murmurado Jordan, asomado a la ventanilla del coche mientras tendía a Keen una poderosa ballesta con una saeta de madera dura. Hay una luz en la planta baja, pero eso es todo. Tienen que estar todos allí, o si han salido, no lo han hecho por la verja. La luz del ático de Bodescu estuvo encendida durante unos minutos, pero se apagó de nuevo. Probablemente fue él, al acostarse. Aparte de esto, tuve la impresión de que alguien sondeaba mis pensamientos; pero eso duró sólo un instante. Desde entonces todo ha estado tranquilo como la tumba proverbial.
Keen había sonreído, aunque estaba nervioso.
—Salvo que sabemos que no todas las tumbas están tranquilas, ¿eh?
Jordán no lo había encontrado gracioso.
—Tienes un extraño sentido del humor, Peter. —Señaló con la cabeza la ballesta que tenía ahora Keen en la mano—. ¿Sabes manejar esto? Si quieres te la cargaré.
—No hace falta —Keen asintió afablemente con la cabeza—. La manejaré perfectamente. Si quieres hacerme un favor, asegúrate de que mi relevo llegue puntual a las dos de la madrugada.
Jordán subió a su coche y lo puso en marcha tratando de no hacer ruido con el motor.
—Con estas seis, habrás trabajado doce horas de veinticuatro, ¿no? Eres incansable, hijo. Keen de nombre, y de hechos.
[2]
Llegarás lejos, si no te matas antes. ¡Que pases una buena noche!
Se alejó despacio en su coche, y encendió las luces sólo cuando estuvo a cien metros carretera abajo.
De esto hacía media hora, pero Keen se maldecía ya por ser un bocazas. Su padre había sido soldado, y una vez le había dicho: «Peter, no te presentes nunca voluntario: si piden voluntarios, es porque nadie quiere hacer el trabajo». Y en una noche como ésta era fácil comprenderlo.
Había un poco de niebla baja y el aire estaba cargado de humedad. La atmósfera parecía grasienta y grávida como un peso tangible sobre los hombros de Keen. Éste se levantó el cuello de la chaqueta y se llevó los prismáticos infrarrojos a los ojos. Por décima vez en treinta minutos, observó la casa. Nada. Estaba claro que había alguien, pero nada se movía allí. O el movimiento era demasiado ligero para ser detectado.
Ahora observó lo que se podía ver de los alrededores. De nuevo, nada…, o mejor dicho, ¿algo? Keen había percibido una mancha azul y brumosa de calor, simplemente una burbuja de calor corporal que había captado con sus gemelos especiales. Podía ser una zorra, un tejón, un perro… ¿o un hombre? Trató de encontrarlo de nuevo, pero fracasó. Así pues…, había visto algo. ¿O tal vez no?
Pero algo zumbó y vibró en la cabeza de Keen, como una súbita descarga eléctrica, y se sobresaltó…
¡Asqueroso espía, parlanchín hijo de puta!
Keen se quedó rígido como un palo. ¿Qué era esto? ¿Qué
diablos
era esto?
Vas a morir, a morir, ¡a morir! ¡Ja, ja, ja! Maldito parlanchín
… Y entonces, un poco más de cosquilleo eléctrico. Y silencio.
¡Jesús! Pero Keen sabía sin duda alguna lo que era aquello: su facultad indisciplinada. Por un instante, sólo por unos segundos, había captado otra mente. ¡Una mente llena de odio!
—¿Quién…? —preguntó Keen en voz alta, mirando a su alrededor, hundido en la niebla hasta los tobillos—. ¿Qué…?
De pronto, la noche estuvo llena de amenazas.
Había dejado la ballesta en su coche, cargada y tendida sobre el asiento delantero. El Capri rojo estaba aparcado de cara a un campo, a menos de veinticinco metros carretera abajo. Keen estaba en el arcén, con los zapatos, los calcetines y los pies mojados de andar sobre la hierba. Miró hacia Harkley, que se alzaba siniestra en medio del brumoso jardín, y después empezó a volver hacia el coche. En los alrededores de la vieja casa, algo trotaba hacia la verja abierta. Keen lo vio durante un momento, pero lo perdió de vista entre las sombras y la niebla.
¿Un perro? ¿Un perro grande? Darcy Clarke había tenido dificultades con un perro, ¿no?
Keen caminó ahora más deprisa, tropezó y a punto estuvo de caerse. Un buho ululó en alguna parte, en la noche. Aparte de esto sólo había silencio, y unas pisadas suaves, deliberadas… ¿y un jadeo…? Más allá de la verja, justo al otro lado de la carretera. Keen caminó hacia atrás todavía más deprisa, con todos los sentidos alerta y los nervios de punta. Algo se estaba acercando; podía sentirlo. Y no era un perro.
Chocó de espalda contra el costado de su automóvil, respiró hondo, en un jadeo audible y ronco. Se volvió a medias, alargó un brazo a través de la ventanilla abierta y buscó a tientas con la mano en el asiento de delante. Encontró algo, lo sacó de allí y lo miró…
La saeta de palo santo, rota en dos mitades que sólo se mantenían juntas por una pequeña astilla. Keen sacudió la cabeza, con aturdida incredulidad, y metió de nuevo la mano dentro del coche. Esta vez encontró la ballesta, descargada, y con el duro arco de metal doblado hacia atrás y retorcido.
Una cosa alta y negra salió de entre las sombras y se plantó delante de él. Se envolvía en una capa, que echó hacia atrás en el último momento. Keen contempló una cara que no era realmente humana. Trató de gritar, pero sintió que su garganta era como de papel de lija.
Aquella cosa vestida de negro miró a Keen echando chispas por los ojos y abrió los labios. Los dientes estaban muy juntos, encajados como los de un tiburón. Keen trató de correr, de saltar, de moverse, pero no pudo; tenía los pies clavados en el suelo. La cosa vestida de negro levantó un brazo en un rápido movimiento, y algo brilló en la noche, con un resplandor húmedo, plateado.
¡Una cuchilla!
Cuando Kyle y sus compañeros regresaron a Ionesti y a la posada, Irma Dobresti paseaba arriba y abajo en la
suite
al tiempo que se estrujaba sus largas manos, muy nerviosa al parecer. Su alivio al verlos fue evidente. Y fue asimismo visible su entusiasmo cuando le dijeron que la operación había sido un éxito completo. Sin embargo, no parecían muy dispuestos a dar detalles sobre lo que había ocurrido en el monte, y al ver sus rostros herméticos, no trató de sonsacarles. Tal vez se lo dirían más tarde, cuando lo creyesen oportuno.
—Así pues —dijo, cuando ellos hubieron bebido—, el trabajo ha terminado aquí. No hace falta que nos quedemos más tiempo en Ionesti. Son las diez y media; bastante tarde, lo sé, pero sugiero que nos marchemos enseguida. Esos burócratas idiotas no tardarán en llegar. Es mejor que no nos encuentren aquí.
—¿Burócratas? —Quint pareció sorprendido—. No sabía que empleasen aquí esa palabra.
—Oh, sí —respondió ella sin sonreír—. También «Commie» y «gnomo de Zurich», ¡y «Perro capitalista»!
—Estoy de acuerdo con Irma —dijo Kyle—. Si esperamos, tendremos que plantarles cara… o decirles la verdad. Y si la verdad es comprobable a largo plazo, inmediatamente es inverosímil. Entiendo que podemos encontrarnos con toda clase de problemas si nos quedamos aquí.
—Cierto. —Irma asintió con la cabeza y suspiró con alivio al ver que el inglés pensaba como ella—. Si están empeñados en hablar de esto, podrán hacerlo más tarde en Bucarest. Allí piso tierra firme, con el respaldo de mis superiores. No van a reprenderme. Ha sido un asunto de seguridad nacional. Una relación de naturaleza científica y preventiva entre tres grandes países: Rumania, Rusia e Inglaterra. Pero ahora, aquí en Ionesti, no me siento tan segura.
—Pongamos manos a la obra —dijo Quint, con su eficiencia acostumbrada.
Irma mostró los dientes amarillos en una de sus infrecuentes sonrisas.
—No hace falta —declaró—. No tienen que preparar nada. Me he tomado la libertad de hacer sus maletas. Y ahora, por favor, vayámonos de aquí.
Y sin más preámbulos, pagaron la cuenta y se marcharon.
Krakovitch decidió conducir, dando un descanso a Sergei Gulhárov. Al regresar a toda velocidad a Bucarest por las oscuras carreteras, Gulhárov, que estaba junto a Irma en el asiento de atrás, le explicó pausadamente y lo mejor que pudo lo que había ocurrido en el monte y la cosa monstruosa que habían quemado allí.
Cuando hubo terminado, ella simplemente dijo:
—Sus caras me dijeron que debió de ser algo como eso. Me alegro de no haberlo visto…
Después de su última y dolorosa visita, a eso de las diez de la noche, Darcy Clarke había dormido como un tronco en su habitación de hotel, casi tres horas seguidas. Cuando se despertó, se sintió en plena forma. Todo esto era muy misterioso; nunca había visto que un ataque de gastroenteritis apareciese y desapareciese tan deprisa (y no es que lamentase la desaparición) y no tenía idea de qué había comido que hubiese podido producírsela. En todo caso, los demás del equipo no se habían encontrado mal. Como no quería abandonar a sus compañeros, se vistió rápidamente y fue a presentarse para el servicio.
En el cuarto de control (la sala de estar de su
suite)
, encontró a Guy Roberts sentado en su sillón giratorio, con la cabeza sobre los brazos cruzados encima de su «escritorio»: una mesa de comedor, llena de notas, un cuaderno de trabajo y un teléfono. Estaba profundamente dormido, con un cenicero lleno de colillas debajo de la nariz. Fumador empedernido, tal vez no habría podido dormir cómodamente sin aquello.
Trevor Jordan daba cabezadas en un mullido sillón, mientras Ken Layard y Simon Gower jugaban en silencio su propia versión de solitario chino en una pequeña mesa de juego tapizada de verde. Gower, pronosticador o augur de cierto talento, jugaba muy mal y cometía demasiados errores.
—¡No puedo concentrarme! —gruñó—. Tengo la impresión de que algo malo se aproxima…, ¡muy malo!
—¡Déjate de excusas! —dijo Layard—. ¡Ya
sabemos
que se aproxima algo malo! Y también de dónde viene. Pero no sabemos cuándo; eso es todo.
—No —respondió Gower, cariacontecido, mientras tiraba sus cartas—. Quiero decir que no es algo que tengamos que hacer nosotros. Cuando marchemos contra Harkley y Bodescu, esto será distinto. Lo que siento es… —y se encogió de hombros con inquietud— otra cosa.
—Entonces, tal vez deberíamos despertar al Gordo y decírselo —sugirió Layard.
Gower sacudió la cabeza.
—Se lo he estado diciendo desde hace tres días. No es nada concreto…, nunca lo es…, pero está aquí. Quizá tienes razón y presiento el follón que se va a armar en Harkley. Si es así, ¡puedes creer que será bueno! En todo caso, dejemos dormir al viejo Roberts. Está cansado…, y cuando está despierto, este sitio apesta a su maldito tabaco. Lo he visto fumar tres cigarrillos al mismo tiempo. ¡Necesitaríamos una bombona de oxígeno!
Clarke pasó alrededor de Roberts para comprobar la hoja de servicios. Roberts sólo la había redactado hasta el final del turno de la tarde. Keen estaba ahora de vigilancia y sería relevado por Layard, un localizador o buscador que vigilaría Harkley hasta las ocho de la mañana. Después sería el turno de Gower hasta las dos de la madrugada, seguido de Trevor Jordan. La lista no pasaba de aquí. Clarke se preguntó si esto era significativo…
Tal vez era lo que sentía Gower: un follón, como decía él, pero un poco antes de lo que se imaginaba.
Layard inclinó a un lado la cabeza y miró a Clarke, que estaba estudiando la lista.
—¿Qué te pasa, viejo? ¿Tienes todavía retortijones? No te preocupes por los turnos de trabajo en Harkley. Guy te ha excluido.
Gower levantó la cabeza y sonrió forzadamente.
—¡No quiere que contamines los arbustos!
—¡Ja, ja! —rió Clarke con rostro inexpresivo—. Ya me encuentro bien, de veras. ¡Y estoy muerto de hambre! Puedes ir a acostarte, Ken, si quieres. Yo haré el próximo turno. Así volverá la lista a ser normal.
—¡Eres un héroe! —Layard silbó por lo bajo—. ¡Magnífico! Seis horas en la cama me vendrán muy bien. —Se levantó y se estiró—. ¿Has dicho que tenías hambre? Hay bocadillos debajo de aquella fuente encima de la mesa. Un poco resecos tal vez, pero aún se pueden comer.
Clarke empezó a comer un bocadillo y miró su reloj. Era la una y cuarto de la madrugada.