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Authors: Brian Lumley

Vampiros (49 page)

BOOK: Vampiros
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Por último volvió a su habitación y se cambió de ropa; se puso un traje deportivo gris y metió el sombrero de ala ancha debajo del cinturón. Plegó cuidadosamente una muda y la introdujo en una pequeña maleta, junto con una cartera que contenía mucho dinero en billetes grandes. No necesitaba más que eso.

Mientras pasaban los minutos, se sentó, cerró los ojos y concentró toda su atención en la Madre Naturaleza, en una prueba definitiva de sus poderes de vampiro maduro. Conjuró la niebla, pidió que una pantalla blanca envolvente surgiese de la tierra y los arroyos y los bosques, que una bruma pegajosa descendiese de los montes.

Los vigilantes, tensos ahora como los muelles de sus arcabuces, apenas se dieron cuenta de que el sol se ocultaba detrás de las nubes y de que la niebla subía sobre sus tobillos; como un solo hombre, tenían su atención fija en la casa.

Y el tiempo avanzaba inexorablemente hacia la hora señalada.

Darcy Clarke rodaba furiosamente hacia el norte. Había maldecido en voz alta hasta enronquecer, y después en silencio, hasta que su maldición se redujo a una palabra de cinco letras repetida una y otra vez en su excitada mente. Lo que provocaba su furia era que no estaría allí cuando se produjese la matanza. No participaría en el ataque contra Harkley. En vez de esto, tenía que ser ahora guardián de… ¡un niño pequeño!

Clarke no tenía dudas acerca de la importancia de su nueva tarea y comprendía su objetivo: dadas sus facultades, era muy improbable que pudiese ocurrirle algo malo. Y si era así y escudaba al joven Harry Keogh, el pequeño estaría igualmente seguro. Pero, según las convicciones de Darcy, prevenir era mejor que curar. Si moría Bodescu en Harkley, nadie tendría que preocuparse por el niño. Y si él, Darcy Clarke, estuviese en Harkley, si
sólo
estuviese allí, ¡seguro que Bodescu sería aniquilado!

Pero no estaba allí, sino que conducía su automóvil hacia el norte, hacia aquel agujero dejado de la mano de Dios que era Hartlepool…

Por otra parte, sabía que cada uno de los que se encontraban allí estaba igualmente resuelto a destruir a Bodescu. Lo cual era un consuelo.

Había vuelto a Paignton antes de las seis de la mañana y Roberts le había ordenado que se fuese a la cama. Más tarde, le había dicho, le encargaría un trabajo importante, y quería que al menos durmiese seis horas. Luego había dormido y, aunque temiera los peores sueños, no tuvo ninguno. Al mediodía, Roberts lo había despertado y le había dicho cuál era su nueva misión. Desde entonces, todo fue para Clarke conducir y maldecir.

Había tomado la M1 en Leicester y después la A19 en Thirsk. Ahora estaba a menos de una hora de su lugar de destino, y eran (miró su reloj) las cuatro cincuenta de la tarde.

Clarke dejó de maldecir. ¡Dios mío! ¿Qué estaría pasando ahora allá abajo?

—¿De dónde diablos ha
venido
esta niebla? —Trevor Jordan tembló y se levantó el cuello de la chaqueta—. ¡Caray! El día era muy bueno, al menos desde el punto de vista del tiempo atmosférico.

A pesar de su vehemencia, Jordan había hablado en un murmullo.

Todos los agentes de INTPES, en sus diversas posiciones alrededor de la casa, habían hablado en voz baja desde hacía veinte minutos. A las cuatro y media, siguiendo instrucciones de Roberts, habían formado parejas; lo cual era muy conveniente, pues la niebla se había espesado y empezaba a amenazar su seguridad individual. Era tranquilizador tener muy cerca a alguien.

El «compañero» de Jordan en la maniobra era Ken Layard, el «localizador». Éste también temblaba, pese a que llevaba sobre la espalda un lanzallamas Brisson Mark III que pesaba treinta y cinco kilos.

—No estoy seguro —dijo al fin, respondiendo a la pregunta de Jordan—, pero creo que esto es cosa de él —y señaló con la cabeza hacia la casa ahora envuelta en niebla.

Habían atravesado la cerca del lado norte, por un sitio en que habían encontrado un boquete en el muro. Hacía un minuto, a las cuatro cincuenta, tras comprobar sus relojes, habían pasado por allí y Jordan había ayudado a Layard a ponerse los pantalones y la chaqueta de amianto. Después habían sujetado el bidón sobre su espalda y él había examinado la válvula de la manguera y el mecanismo de disparo. Con la válvula abierta, lo único que tenía que hacer era apretar el gatillo para provocar un infierno. Era lo que pensaba hacer.

—¿De él? —Jordan miró ceñudo a su alrededor. Había niebla en todas partes. Desde aquí, el muro de atrás, en la vertiente del monte, era invisible; lo mismo que el de delante, que daba a la carretera. Harvey Newton y Simon Gower bajarían desde el monte y Ben Trask y Guy Roberts subirían por el camino de la verja. Todos convergerían sobre la casa a las cinco en punto—. ¿A quién te refieres cuando dices «él»? ¿A Bodescu?

Jordan echó a andar entre los arbustos hacia la masa sombría de la casa.

—A Bodescu, sí —respondió Layard—. Soy un localizador, ¿recuerdas? Es lo mío.

—¿Y qué tiene que ver esto con la niebla?

Jordan empezaba a tener los nervios de punta. Era un telépata de dudosas facultades, pero Roberts le había advertido que no las probase con Bodescu, y menos en este momento crucial de la operación.

—Cuando trato de encontrarlo con los ojos de la mente —trató de explicarle Layard—, dentro de la casa, no puedo localizarlo. Es como si formase parte de la niebla. Por esto creo que se propone algo. ¡Lo siento como una masa de niebla grande y amorfa!

—¡Jesús! —murmuró Jordán, temblando de nuevo.

En medio de un silencio total y amenazador, se dirigieron al pequeño edificio exterior, cuya puerta abierta conducía al sótano…

Simón Gower y Harvey Newton se acercaron a la casa desde el campo ligeramente inclinado y lleno de matorrales de la parte de atrás. No había muchos sitios donde resguardarse, por lo que la niebla los favorecía. Así se lo imaginaban. Newton era telépata, venido de Londres con Ben Trask, como refuerzos. Newton y Trask no estaban completamente
au fait
de la situación, como los otros, y por eso los habían separado.

—Vaya pareja que hacemos, ¿eh? —dijo Newton nervioso, cuando el suelo se niveló y la niebla subió todavía más—. Tú, con esa maldita y gran antorcha en la espalda, y yo, ¡con una ballesta! Mira, si esto es un juego, debemos tener un aspecto horrible.


¡Dios!
—lo cortó en seco Gower, doblando una rodilla y trajinando furiosamente con la válvula de su manguera.

—¿Qué? —Newton se sobresaltó, miró a su alrededor y sostuvo la alabarda delante de él como un escudo—. ¿Qué?

No podía ver nada, pero sabía que el don de Gower era prever el futuro, ¡sobre todo el futuro inmediato!

—¡Viene! —Gower ya no murmuraba, sino que lo dijo gritando—: Viene… ¡Ahora!

Delante de la casa, donde Guy Roberts y Ben Trask se detuvieron en el camión del primero, no se oyeron los gritos de Gower con el ruido del motor del vehículo. Pero algo ocurría en el lado norte de la casa. Trevor Jordan se agachó instintivamente; después empezó a correr oblicuamente hacia la parte trasera del edificio. Ken Layard, estorbado por el lanzallamas que llevaba a cuestas, avanzó más despacio.

Layard, tropezando con los húmedos matorrales, vio que la figura de Jordan se hundía en un banco oscilante de niebla al pasar por delante de la puerta abierta de un edificio exterior, y entonces vio también que algo
salía disparado
de aquella puerta, gruñendo frenéticamente. ¡Era el perrazo de Bodescu! Sin nada que lo pudiese detener, el bruto de ojos enrojecidos se lanzó a la niebla detrás de Jordan.

—¡Trevor, detrás de ti! —gritó Layard con todas sus fuerzas.

Abrió la válvula de la manguera, apretó el gatillo y rezó:
Dios mío, ¡no permitas que queme a Trevor!

Un chorro rugiente de fuego amarillo rasgó la cortina de niebla como una antorcha entre telarañas. Jordan había doblado ya la esquina de la casa, pero
Vlad
estaba todavía a la vista, saltando resueltamente detrás de aquél. La expansiva y abrasadora «V» de calor alcanzó al perro, lo tocó, lo envolvió…, pero tan sólo un instante. Después, también él dobló la esquina.

Ahora, delante de la casa, Guy Roberts y Ben Trask habían bajado del camión. Roberts oyó gritos y el rugido de un lanzallamas. Faltaba todavía un minuto para las cinco, pero el ataque había empezado ya, lo cual tal vez quería decir que lo había provocado el otro bando. Roberts se llevó un silbato de policía a los labios y dio un breve toque. Ahora, pasara lo que pasase, los seis agentes de INTPES se moverían juntos contra la casa.

Roberts llevaba el tercer lanzallamas; se encaminó directamente a la puerta principal, entreabierta a la sombra de un pórtico con columnas. Trask le siguió. Era un detector de mentiras humano; esta facultad no tenía aplicación aquí, pero también era joven, avispado, y sabía cuidar de sí mismo. Al disponerse a seguir a Roberts, algo le llamó la atención; captó un movimiento furtivo por el rabillo del ojo.

A unos veinte metros de distancia, entre grandes bancos de niebla, había pasado fugazmente una figura que se había introducido en silencio en el refugio del viejo granero. Fuera lo que fuese lo que había entrado allí, nada le impediría salir de la finca si Roberts y Trask se metían en la casa.

—¡Oh, no, no lo hagas! —gruñó Trask. Y levantando la voz—: En el granero, Guy.

Roberts, que había llegado a la puerta de la casa, se volvió y vio a Trask que corría agachado hacia el granero. Maldiciendo en voz baja, fue tras él.

Detrás de la casa Harkley,
Vlad
salió tosiendo y aullando de la niebla e intentó saltar sobre los tres hombres que encontró allí. El perro era una silueta ennegrecida, envuelta en humo y llamas, y que, incluso ardiendo, se lanzaba de costado contra la espalda de Jordan.

Cuando éste había salido corriendo de detrás de la esquina, Gower había estado a punto de disparar su lanzallamas; suerte que reconoció a Jordan en el último momento. Harvey Newton, por su parte, había lanzado una bala contra la figura nebulosa e iba a disparar la saeta cuando Gower le lanzó un grito de advertencia y lo empujó a un lado con el hombro. La saeta salió inofensiva por la tangente y desapareció a lo lejos entre la niebla. Por fortuna Jordan había visto a los dos hombres que al parecer le estaban apuntando, y se echó cuerpo a tierra. Pero no había visto aquello que lo perseguía y que incluso ahora saltaba y arqueaba el cuerpo entre una nube de chispas y de humo.
Vlad
aterrizó torpemente, se encogió para saltar contra Newton y Gower y se encontró delante de un chorro de llamas del arma del segundo. El perro se derrumbó en el suelo entre aullidos, como una bola de fuego crepitante que trataba de correr en todas direcciones y no iba a ninguna parte.

Jordan se puso en pie; los tres hombres jadeaban aún mientras veían cómo ardía
Vlad
. Newton había vuelto a cargar con dificultad su alabarda; creyó ver que algo se movía entre la niebla y se volvió en aquella dirección. ¿Qué era aquello? ¿O había sido… su imaginación? Los otros no parecieron haberlo advertido; estaban mirando a
Vlad
.

—¡Oh, Dios mío! —gimió Jordán.

Newton vio la expresión de su semblante, se olvidó de lo que creía haber visto y se volvió para observar la agonía del perro incandescente.

El cuerpo ennegrecido de
Vlad
palpitó y vibró, se abrió y proyectó un haz de tentáculos que se retorcieron como dedos de seis o siete palmos en el aire. Mascullando palabrotas y desorbitados los ojos, Gower regó con fuego aquella cosa. Los tentáculos humearon, se cubrieron de ampollas y se derrumbaron, pero el cuerpo del perro siguió palpitando.

—Jesús! —exclamó horrorizado Jordán—. ¡También cambió al perro!

Sacó una cuchilla del cinto, avanzó unos pasos, se resguardó los ojos contra el calor y cortó la cabeza de
Vlad
de un solo y limpio tajo.

Jordán se echó atrás y gritó a Gower:

—Acaba con él…,
asegúrate
de que acabas con él! He oído el silbato de Roberts. Harvey y yo entraremos en la casa.

Mientras Gower seguía quemando los restos del perro, Jordan y Newton se dirigieron, tambaleantes entre el humo y el hedor, a la parte de atrás de la casa, donde encontraron una ventana abierta. Se miraron y se lamieron nerviosamente los labios a la vez. Ambos respiraban fatigosamente aquel aire húmedo y apestoso.

—Vamos —dijo Jordán—. Cúbreme.

Empuñó la ballesta y pasó las piernas por encima del alféizar de la ventana…

En el granero, Ben Trask se detuvo en seco, alerta la cara cuadrada, aguzando los oídos en el silencio. El silencio le decía que allí no había nadie, pero mentía. Trask lo sabía con la misma seguridad que si hubiese estado sentado detrás de una ventana de cristal transparente en una sola dirección, escuchando el interrogatorio de unos criminales por la policía. La imagen era falsa, una mentira.

Había viejos aperos de labranza tirados por todas partes. La niebla, entrando por los extremos abiertos del edificio, se había vuelto resbaladiza como un acero viejo revestido de un sudor metálico; cadenas y neumáticos gastados pendían de ganchos en las paredes; un montón de tablas de ensambladura se balanceaba inseguro, como si alguien acabase de empujarlo. Entonces vio los escalones de madera que ascendían en la penumbra y, al mismo tiempo, una brizna de paja que caía.

Aspiró con fuerza, volvió la cara y la alabarda hacia arriba, en dirección al agujereado techo de tablas, y tuvo el tiempo justo para ver una cara enloquecida de mujer y de oír un silbido de triunfo al lanzarle ella una horca. Trask no tuvo tiempo de apuntar, sino que apretó simplemente el gatillo.

Una de las afiladas púas de la horca no dio en el blanco, pero la otra se clavó debajo de la clavícula y le atravesó el hombro derecho, haciéndola caer hacia atrás. Simultáneamente, sonó un chillido de locura y Anne Lake cayó de las podridas tablas entre una nube de polvo y paja menuda. Cayó de plano sobre la espalda, con la saeta de Trask clavada en el centro del pecho. La saeta y la caída hubiesen debido matarla, pero ya no era un ser enteramente humano.

Trask estaba apoyado en la pared lateral tratando de arrancarse la horca del hombro. Pero no podía; no tenía fuerza; el dolor y la impresión lo habían dejado débil como un gatito. Sólo podía mirar y tratar de no perder el conocimiento, mientras la «tía» de Yulian Bodescu se arrastraba hacia él a cuatro patas y le arrancaba brutalmente la horca. Y entonces Trask se desmayó.

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