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Authors: Brian Lumley

Vampiros (59 page)

BOOK: Vampiros
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—Zek —y ella se detuvo, pero no se volvió a mirarlo—. Zek, tienes un gran futuro. No lo olvido. Y realmente, es tu única alternativa. Un gran futuro… o ninguno en absoluto.

Entonces, ella salió y cerró la puerta a su espalda.

Se dirigió a su pequeña habitación, en la austera residencia que empleaba cuando no estaba de servicio, y se tumbó sobre la cama. ¡Al diablo con el informe! Lo redactaría cuando le pareciese bien, si llegaba a redactarlo. Porque, ¿de qué le serviría ella a Gerenko cuando éste supiese todo lo que ella sabía?

Al cabo de un rato, consiguió serenarse y trató de dormir. Pero, aunque estaba mortalmente fatigada, el intento resultó vano…

Capítulo 16

Miércoles, once cuarenta y cinco de la noche, en Hartlepool, costa nordeste de Inglaterra, y con una llovizna tiñendo de un negro brillante las calles desiertas. El último autobús de los pueblos carboníferos de la costa había salido de la ciudad hacía media hora; los
pubs
y los cines habían cerrado; gatos grises se deslizaban por los callejones y un último puñado de personas se encaminaban a sus hogares en una noche en la que, sencillamente, no apetecía estar fuera de casa.

Pero en cierta casa de Blackhall Road, había una silenciosa actividad. En el ático, Brenda Keogh había alimentado a su hijo, lo había acostado y se preparaba para meterse también ella en la cama. En el hasta ahora vacío primer piso, Darcy Clarke y Guy Roberts estaban sentados casi a oscuras; Roberts daba cabezadas y Clarke escuchaba con ansiedad los crujidos nocturnos de la madera de la vieja casa. En la planta baja, sus «residentes» permanentes, dos hombres de la Brigada Especial, estaban jugando a las cartas, mientras un policía uniformado preparaba café y los observaba. En el vestíbulo, un segundo agente de uniforme montaba guardia detrás de la puerta, fumando un cigarrillo mal liado y ligeramente húmedo, mientras se preguntaba por décima vez, sentado en una incómoda silla de madera, qué diablos estaba haciendo allí.

Para los hombres de la Brigada Especial, era una cuestión de rutina: estaban allí para proteger a la joven del ático. Ella no lo sabía, pero no eran tan sólo unos buenos vecinos, sino sus guardianes. De ella y del pequeño Harry. Habían cuidado de ella durante casi todo un año, y nadie la había mirado siquiera en todo aquel tiempo: su trabajo debía de ser el más cómodo y mejor pagado de todo el servicio de seguridad. En cuanto a los dos hombres de uniforme, hacían horas extraordinarias, después de su turno, para funciones «especiales». Hubiesen debido marcharse a casa a las diez, pero parecía que el sanguinario loco andaba suelto y que la joven de arriba podía ser uno de sus objetivos. Era cuanto les habían dicho. Todo muy misterioso.

En cambio, en el piso de arriba, Clarke y Roberts sabían exactamente por qué estaban allí y, también, con qué tenían que enfrentarse. Roberts lanzó un débil ronquido y dio una cabezada, sentado detrás de la ventana, con la cortina corrida, del cuarto de estar. Gruñó y se estiró un poco y, un momento después, empezó a cabecear de nuevo. Clarke lo miró con el entrecejo fruncido, pero sin malicia; se levantó el cuello de la chaqueta y se frotó las manos para entrar en calor. La habitación estaba húmeda y fría.

A Clarke le habría gustado encender la luz, pero no se atrevía a hacerlo; se presumía que el piso estaba vacío, y debía seguir pareciéndolo. Nada de fuego ni de luces, y el menor movimiento posible. Lo único que se permitía, para su comodidad, era una cafetera eléctrica y un bote de café instantáneo. Bueno, y algo más. También era satisfactorio el hecho de que, por la mañana temprano, se había provisto a Roberts de un lanzallamas, y a los dos hombres de ballestas.

Clarke levantó ahora su ballesta y la miró. Estaba cargada, con el seguro puesto. ¡Cómo le habría gustado apuntarla contra el negro corazón de Yulian Bodescu! Dejó el arma, encendió uno de sus raros cigarrillos y aspiró profundamente el humo. Se sentía cansado y triste, y bastante nervioso. Probablemente, esto era de esperar, pero él lo atribuía a que había estado tomando el café cada vez más concentrado, hasta que creyó que su sangre debía de ser, al menos en el setenta y cinco por ciento, ¡cafeína pura! Estaba allí desde primeras horas de la mañana, y hasta ahora… nada. Al menos podía dar gracias a Dios por esto…

Abajo, en el vestíbulo, el guardia Dave Collins abrió sin ruido la puerta del piso bajo y miró en el cuarto de estar.

—Sustitúyeme, Joe —dijo a su colega—. Saldré cinco minutos para estirar las piernas y respirar un poco de aire fresco.

El otro miró una vez más a los hombres de la Brigada Especial, que seguían jugando, se levantó y empezó a abrocharse la guerrera. Tomó su casco y siguió a su amigo al vestíbulo; después abrió la puerta de la calle para que saliese el otro.

—¿Aire fresco? —le gritó—. Bromeas. ¡A mí me parece que se está levantando niebla!

Joe Baker observó cómo se alejaba su colega calle abajo, entró de nuevo y cerró la puerta. Hubiese debido correr el cerrojo, pero creyó suficiente el pequeño pestillo de acero. Se sentó junto a una mesa ocasional donde había un montón de cartas de propaganda, algunos periódicos atrasados y una lata de tabaco y papel de fumar. Joe sonrió y lió un cigarrillo «de gorra». Acababa de fumarlo cuando oyó pisadas en la puerta y una sola y suave llamada.

Se levantó, quitó el pestillo, abrió la puerta y miró al exterior. Su compañero estaba de espaldas a aquélla, frotándose las manos y mirando arriba y abajo. Una fina capa de humedad ponía un resplandor negro en el impermeable y el casco. Joe arrojó la colilla a la noche y dijo:

—Cinco minutos muy largos…

Pero fue
todo
lo que dijo. Pues, en un instante, el que estaba en el umbral se había vuelto y lo había agarrado con unas manazas que eran como argollas de hierro, y él lo había mirado a la cara… y visto que no era Dave Collins. ¡Y que no era siquiera un ser humano!

Fueron los últimos pensamientos de Joe, mientras Yulian Bodescu le doblaba la cabeza hacia atrás sin el menor esfuerzo y le hincaba unos dientes inverosímiles en el cuello. Los cerró como una trampa sobre la yugular hasta cortársela. El guardia murió al instante, desnucado y con la garganta rasgada.

Yulian lo dejó en el suelo, se volvió y cerró la puerta. Corrió el ligero cerrojo; con eso bastaría. Había sido un trabajo de segundos, un asesinato perfecto. Bodescu tenía la boca manchada de sangre cuando miró en silencio la puerta de la vivienda de la planta baja. Sus sentidos de vampiro penetraron en la habitación cerrada. Había dos hombres en ella, muy cerca el uno del otro, haciendo algo y totalmente ignorantes del peligro. Pero no por mucho tiempo.

Yulian abrió la puerta y, sin detenerse, entró en la estancia. Vio a los agentes de la Brigada Especial, sentados a la mesa de juego. Levantaron sonriendo la mirada, vieron el casco y el impermeable y volvieron a su juego… ¡Después miraron de nuevo! Pero demasiado tarde: Yulian avanzaba por la habitación y alargaba una mano como una garra para apoderarse de una pistola de servicio, con el silenciador ya en su sitio. Habría preferido matar a su manera, pero pensó que ésta era también buena. Los agentes apenas tuvieron tiempo de respirar y de ponerse en pie, antes de que les disparase a bocajarro, medio vaciando el cargador en sus encogidos y temblorosos cuerpos…

Darcy Clarke había estado a punto de dormirse; tal vez había dormido un poco, incluso, pero algo lo había despertado. Levantó la cabeza y aguzó todos sus sentidos. ¿Pasaba algo en el vestíbulo? ¿Se había cerrado una puerta? ¿Sonaban pisadas furtivas en la escalera? Podía haber sido cualquiera de estas cosas. Pero ¿cuánto tiempo hacía? ¿Segundos o minutos?

Sonó el teléfono y Clarke se incorporó de un salto en su sillón, rígido como un palo. El corazón le palpitaba, estiró un brazo para coger el teléfono, pero la mano de Guy Roberts se le adelantó.

—Me he despertado un minuto antes que tú —murmuró Roberts, con voz ronca, en la oscuridad—. ¡Creo que algo ocurre, Darcy!

Se llevó el aparato al oído y dijo:

—Aquí Roberts.

Clarke oyó una vocecilla en el teléfono, pero no pudo distinguir lo que decía. En cambio, vio que Roberts daba un respingo y oyó que aspiraba ruidosamente aire.

—Jesús! —exclamó Roberts. Colgó de golpe el teléfono y se puso en pie, tambaleándose—. Era Layard —jadeó—. Ha encontrado de nuevo al bastardo…
¡Y cree saber dónde está!

Clarke no tuvo que adivinarlo, pues estaba en pleno uso de sus facultades. Estas le decían que huyese de esa casa. Lo
empujaban
incluso hacia la puerta. Pero fue por un instante, pues «sabía» que había peligro en el rellano y fue hacia la ventana.

Clarke sabía lo que pasaba. Se sobrepuso, agarró su ballesta y se obligó a seguir al corpulento Roberts hacia la puerta del piso.

En el rellano de la primera planta, Yulian ya había percibido a los odiados espías extrasensoriales en la habitación. Sabía quiénes eran y lo peligrosos que eran. Un viejo piano vertical de ruedecillas rotas estaba colocado de espaldas a la baranda, en lo alto de la escalera; debía pesar al menos doscientos kilos, pero esto no era obstáculo para el vampiro. Lo agarró, lanzó un gruñido y lo arrastró hasta delante de la puerta. Las ruedecillas saltaron y los ejes rotos rasgaron la alfombra. En el momento en que había terminado de hacerlo, Roberts llegó al otro lado de la puerta y trató de abrirla.

—¡Mierda! —rugió—. Sólo puede ser él, ¡y está atrapado aquí! Darcy, la puerta se abre hacia fuera; échame una mano…

Empujaron juntos la puerta con los hombros y, al fin, oyeron que las patas rotas del piano chirriaban sobre las melladas tablas del suelo. Apareció un hueco y Roberts alargó un brazo en la oscuridad, se agarró al piano y empezó a encaramarse encima de él. Arrastraba su ballesta, mientras Clarke empujaba desde atrás.

—¿Dónde diablos están esos idiotas de abajo? —jadeó Roberts.

—¡Date prisa, por el amor de Dios! —lo apremió Clarke—. Estará subiendo la escalera…

Pero no era así. Se encendió la luz del rellano.

Tumbado encima del piano, los ojos de Roberts se desorbitaron como brillantes canicas en su semblante, al mirar directamente al horrible semblante de Yulian Bodescu. El vampiro arrancó la ballesta de los dedos de Roberts, paralizados por la impresión. Volvió el arma y disparó la saeta hacia la abertura de la puerta detrás del piano. Entonces murmuró algo, con la garganta llena de sangre, y empezó a golpear metódicamente la cabeza de Roberts. La cuerda de la ballesta zumbaba con la rapidez y la fuerza de los golpes.

Roberts chilló sólo una vez, un chillido fuerte y estrindente, antes de ser acallado por el violento ataque de Yulian. Golpe tras golpe, el vampiro descargó la ballesta sobre él hasta que la cabeza quedó convertida en una pulpa roja que goteaba pedazos de cerebro sobre el teclado del piano. Sólo entonces se detuvo.

Dentro de la habitación, Clarke había oído el zumbido de la saeta, que no le dio por un pelo. Y al mirar por la abertura de la puerta, medio cegado por la luz, había visto lo que había hecho a Roberts aquella Cosa de pesadilla. Paralizado por el horror, trató sin embargo de levantar su propia arma para disparar; pero en aquel instante, Yulian había arrojado el cadáver de Roberts dentro de la habitación, encima de Clarke, y empujado de nuevo el piano contra la pared. Entonces Clarke desistió. No podía luchar contra aquella Cosa y contra sus extraordinarias facultades. Éstas se lo impedirían. Por consiguiente, tiró la ballesta y buscó una ventana que diese a la calle.

Ya no había coherencia en él; lo único que quería era huir. Lo más lejos y deprisa posible…

En el ático, Brenda Keogh dormía desde hacía tan sólo veinte minutos. Un grito, como el alarido de un animal torturado, la había despertado y hecho que saltase de la cama. Al principio pensó que era Harry, pero entonces oyó ruidos apagados desde la escalera y un golpe que parecía el de una puerta al cerrarse. ¿Qué diablos estaba pasando allá abajo?

Se dirigió a la puerta, con paso un tanto inseguro, la abrió y se asomó para escuchar si se reproducían los ruidos. Pero todo estaba ahora en silencio, y a oscuras el pequeño rellano: ¡una oscuridad que de pronto se abalanzó sobre ella y la arrojó de nuevo dentro de la habitación! Yulian estuvo por fin a un paso de su venganza y lanzó un gruñido triunfal al contemplar con ojos lobunos a la joven despatarrada en el suelo.

Brenda lo vio y pensó que debía ser una pesadilla.
Tenía
que serlo, pues nada como aquello podía vivir y respirar y moverse en el mundo real.

Aquella criatura era, o había sido, un hombre; por cierto, caminaba sobre dos pies, aunque un poco encorvada hacia adelante. Sus brazos eran… ¡largos! Y las manos, grandes y en forma de garras, con unas uñas afiladas. La cara era inverosímil. Habría podido ser la de un lobo, pero era lampiña y tenía otras anomalías que recordaban un murciélago. Las orejas estaban como pegadas a los lados de la cabeza; eran largas y sobresalían de un cráneo alargado e inclinado hacia atrás. La nariz…, no, el
morro
, estaba arrugado, retorcido, y las fosas nasales, abiertas y negras. La piel era escamosa, y los ojos amarillos, de pupilas escarlata, estaban hundidos en unas cuencas oscuras. ¡Y las
mandíbulas
…, los
dientes
…!

Yulian Bodescu
era
un wamphyri, y no hacía nada por disimularlo. La esencia de vampiro que llevaba dentro había encontrado el receptáculo perfecto; había actuado en él como la levadura en una cerveza fuerte. Estaba en el auge de su fuerza, de su poder, y lo sabía. En todo lo que había hecho, no había dejado una huella que pudiese identificarlo con certeza como autor del crimen. El INTPES lo sabría, desde luego, pero ningún tribunal podría condenarlo. Y Yulian había comprobado que el INTPES estaba lejos de ser omnipotente. Sus miembros eran seres humanos, y temerosos; les daría caza de uno en uno, hasta que hubiese destruido toda la organización. Incluso se fijaría un plazo, digamos un mes, para acabar con todos de una vez para siempre.

Pero lo primero era el hijo de aquella mujer, una vida incipiente que contenía a su único semejante en poder…, su indefenso semejante…

Yulian se abalanzó sobre la encogida joven, la agarró de los cabellos con una de sus manos bestiales y la levantó a medias.

—¿Dónde? —le preguntó con voz ronca—. El niño…, ¿dónde está?

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