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Authors: Brian Lumley

Vampiros (63 page)

BOOK: Vampiros
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Harry montó otra carga en el pasillo, pero ahora advirtió que sus manos temblaban con fuerza y que sudaba copiosamente. Se preguntó cuánto tiempo le quedaba, considerando la posibilidad de verse atrapado en sus propios fuegos artificiales.

Dio otro salto, directamente al cuarto de guardia del
château
, y en el instante de aparecer, largó un puñetazo al oficial, haciéndolo caer de su sillón giratorio. El hombre no había tenido siquiera tiempo de levantar la cabeza. Colocando el resto del plástico sobre la mesa, entre la radio y la centralita telefónica, Harry fijó el último detonador, se irguió… ¡y se encontró delante del cañón de un fusil Kalashnikov!

Al otro lado del mostrador levantado, y sin ser visto, un joven guardia de seguridad había estado dormitando en una silla. Esto se deducía claramente por su boca abierta y su expresión aturdida. El ruido de la caída del oficial de guardia debió de despertarlo. Harry no sabía hasta qué punto estaba despierto, ni lo que había visto o entendido, pero sí que sabía que él mismo se hallaba en gran peligro. En el último detonador, había fijado la explosión para dentro de un minuto.

Cuando el sorprendido guardia empezaba a hacer una pregunta en ruso, Harry se encogió de hombros, frunció el entrecejo y señaló a un lugar justo detrás de aquél. Sabía que era un viejo truco, pero los trucos viejos son a menudo los mejores. Y éste dio resultado. El guardia volvió la cabeza en aquella dirección y volvió también el feo cañón de su arma…

Y al darse la vuelta, Harry ya no estaba allí. Por fortuna, pues los diez minutos habían pasado…

Las troneras saltaron por el aire como petardos chinos, haciendo saltar en pedazos las cubiertas de hormigón y las paredes. La primera explosión, su intenso resplandor más que la propia explosión, que no fue muy fuerte desde lejos, hizo que Zek Föener vacilase y se echase atrás cuando estaba a punto de subir al jeep de Gerenko. Entonces resonó el trueno y la tierra experimentó la primera de una serie de sacudidas. Las minas instaladas en los campos alrededor del
château
empezaron a estallar, lanzando surtidores de tierra y de césped. Era como un bombardeo.

—¿Qué? —Gerenko se volvió en su asiento y miró atrás; no podía creer lo que estaba viendo—. ¿Las troneras?

Se tapó los ojos contra aquel estallido de luz.

—¡Harry Keogh! —mumuró Zek, para sí.

Entonces voló el edificio principal; sus paredes más bajas, de piedra maciza, parecieron aspirar y seguir aspirando. Después se combaron hacia fuera y, por fin, se rompieron en un estallido de luz blanca y fuego amarillo. Esta vez
sintió
Zek la onda expansiva: ésta la arrojó sobre el camino y sacudió las manos con que se resguardaba la cara.

El
château
Bronnitsy se estaba replegando sobre sí mismo. Como un castillo de arena atrapado por la primera ola de una marea creciente, se derrumbó como si fuese de yeso. Hogueras volcánicas ardieron en sus entrañas y escupieron llamas a través de las agrietadas paredes, y al caer hacia dentro los pisos superiores y las torres, volvieron a ser levantados por sucesivas explosiones. El
château
era ya una ruina total, pero, entonces, la carga más grande situada en el cuarto de guardia añadió su voz a aquella cacofonía de destrucción.

En ese momento Zek había conseguido subir al jeep al lado de Gerenko. Sintieron como si un puño gigantesco golpease la parte de atrás del vehículo, empujándolo hacia adelante; sintieron destrozados sus oídos por la enorme detonación y cerraron los ojos para protegerlos de un súbito resplandor incendiario. Una brillante bola de fuego, como surgida del infierno, lo convirtió todo en una fotografía en negativo, borró todo el escenario y convirtió la noche en día cegador; después, se desvaneció lentamente y reveló la verdad: el
château
Bronnitsy había dejado de existir. Pedazos de él, desde piedras pequeñas hasta grandes bloques de hormigón, seguían lloviendo sobre el suelo. Un humo negro se alzó en espiral hacia la luna; un puñado de figuras se tambalearon como moscas aturdidas, tratando de salir de aquel infierno.

Gerenko, pasmado, había parado el motor del jeep, que ahora no quiso ponerse en marcha. Se apeó y ordenó a Zek que hiciese lo mismo. El helicóptero se había apartado rápidamente al producirse la primera explosión; ahora dio la vuelta, descendió y aterrizó bruscamente en la carretera, cerca del muro circundante. Theo Dolgikh habló brevemente al piloto, saltó del aparato y avanzó corriendo. Zek Föener y Gerenko caminaron tambaleándose a su encuentro.

—Por Alec —se dijo en voz baja Harry Keogh.

Estaba plantado en la sombra, al pie del muro de la cerca y observó cómo se dirigían aquellas tres personas hacia el helicóptero. Tomó nota de los dos hombres (uno, una miniatura de hombre, y el otro, un bruto corpulento) y de la manera en que introducían a la joven dentro del helicóptero, que se elevó. Harry quedó solo en la noche, con la terrible obra de sus manos. Pero, como una imagen persistente, la representación mental de aquellos dos hombres continuaba superponiéndose a las llamas saltarinas. Harry no sabía quiénes eran, pero su intuición le decía que, sobre todo, esos dos no hubiesen debido librarse del holocausto.

Tendría que hablar a Carl Quint y a Félix Krakovitch acerca de ellos…

Capítulo 17

Tres días más tarde, Iván Gerenko, Theo Dolgikh y Zek Föener estaban sobre el mellado borde de la garganta de los Cárpatos, contemplando sombríamente el gran montón de piedras y cascotes, donde sólo sobresalían las bases de los antiguos y macizos muros exteriores del castillo. La escena era desolada como sólo podía serlo en aquellas montañas, erizadas de crestas y picachos, con un viento misterioso gimiendo desde el llano y aves de rapiña que volaban lentamente en círculos bajo un cielo festoneado de nubes. Era un atardecer y la luz empezaba a menguar, pero Gerenko se había empeñado en ver aquel sitio. Nada podrían hacer esa noche, pero al menos le daría una idea de lo que tendría que hacer al día siguiente.

Gerenko estaba aquí porque Leónidas Brézhnev le había dado una semana para informarle, con todo detalle, de la destrucción del
château
Bronnitsy; Dolgikh, porque también Yuri Andropov había exigido una explicación; Zek, porque Gerenko no quería perderla de vista. Ella
decía
que había perdido su facultad telepática la noche de aquel inexplicado infierno y, peor aún, todo recuerdo de lo que había aprendido de Alec Kyle se había borrado igualmente de su memoria; pero Gerenko no lo creía. Y en ese caso, no podía estar seguro de que mantuviese la boca cerrada, si la dejaba suelta en Moscú.

Más importante aún: si
mentía
, seguía siendo la telépata más competente del mundo, por lo que, si los amenazaba algún peligro, Zek Föener sería probablemente la primera en enterarse, y sus acciones indicarían a Gerenko que todo marchaba bien… o al revés. Después de lo ocurrido en el
château
, uno tenía que velar por su seguridad personal, y una mente como la de Zek podía ser de vital importancia.

—Nada —dijo ella ahora, mirando ceñuda las grises ruinas—. Nada en absoluto. Pero, aunque hubiese algo aquí, no podría saberlo. Ya te he dicho, Ivan, que perdí mi facultad. Se quemó en aquel enorme incendio, y ahora… ni siquiera puedo recordar lo que pasó.

Había dicho a medias la verdad: su facultad permanecía intacta, sí, pues podía ver el caldero hirviente de la mente de Gerenko y el pozo negro de la de Dolgikh; pero, ciertamente, no detectaba nada más. Solamente un necroscopio podía hablar con los muertos o escuchar lo que hablaban entre ellos.

—¡Nada! —repitió Gerenko, con voz ronca. Dio una patada contra unas piedras que había en el suelo—. Entonces es un mal día para nosotros.

—Tal vez para ti, camarada —dijo Dolgikh, levantándose el cuello de la chaqueta—. Pero tú estás contra el jefe del Partido, que resulta que ha perdido mucho. Andropov puede no haber ganado nada, pero, por cierto, ha perdido poco. Nada de lo que vaya a darse cuenta, en todo caso. Y no tiene motivos para hacérmelo pagar a mí. En cuanto a la Organización E, hace años que él declaró la guerra a vuestros espías extrasensoriales, y ahora está acabada. No le importará, no se preocupará por eso, te doy mi palabra.

Gerenko se volvió a él.

—¡Estúpido! Conque volverás a ser un simple bandido, ¿eh? ¿Y adonde te llevará esto? Habrías podido subir en el mundo, Theo, junto conmigo. Hasta la cima. Pero ahora, ¿qué?

En el fondo de las ruinas, algo se movió en un montón de esquisto y de piedras caídas. Los cascotes, que formaban un montículo, se separaron, y gases fétidos se mezclaron con el aire de la tarde. Una mano ensangrentada, la mano de un cadáver, buscó a tientas, hasta que pudo agarrarse a una roca. Los dos hombres y la joven no oyeron nada.

Dolgikh reprendió al hombrecillo.

—Camarada —dijo—, no sé si quiero ir a alguna parte contigo. Prefiero la compañía de los hombres… y a veces la de las mujeres. —Miró a Zek Föener y se lamió los labios—. Pero te lo advierto: ten cuidado con llamarme estúpido. ¿Jefe de la Organización E? Ahora no eres jefe de nada. Sólo eres un ciudadano cualquiera, y no de los buenos.

—¡Idiota! —murmuró Gerenko, volviéndole la espalda—. ¡Bobo! Si hubieses estado aquella noche en el
château
, sospecharía que también habías tenido que ver con aquel desastre. ¡Eres demasiado
bueno
en estropear las cosas, Theo!

Dolgikh lo agarró del flaco brazo y le hizo dar la vuelta. Gerenko se puso sobre aviso…, pero, por ahora, el hombre de la KGB no llevaba malas intenciones.

—Escucha, mequetrefe —dijo Theo Dolgikh, escupiendo las palabras—. Crees que eres muy poderoso, pero olvidas que sé lo bastante de ti para quitarte de la circulación para el resto de tus días.

En las ruinas, donde la discusión había impedido que viesen sus movimientos, Mijaíl Volkonsky se puso de rodillas, y después en pie. Había perdido un brazo y un hombro y la mayor parte de la cara, pero el resto de su cuerpo todavía funcionaba. Arrastrando los pies, se ocultó en la sombra del acantilado y se fue acercando a las tres personas vivas.

—Pero yo puedo decir lo mismo, Theo —dijo Gerenko, burlándose del agente de la KGB—. Y no sólo podría perjudicarte a ti, sino también a tu jefe. ¿Qué sería de Andropov si lo denunciase por haber entorpecido de nuevo el trabajo de la organización? ¿Y en qué acabarías tú, después de aquello? ¡En capataz de una mina de sal, Theo!

—¡Cállate, enano! —Dolgikh hinchó el pecho. Levantó el puño y…
algo
extraño llenó el aire. Por muy embotados que estuviesen sus sentidos, Dolgikh lo percibió también—. Bueno, podría…

Gerenko le plantó cara.

—Ésta es precisamente la cuestión, Theo. ¡No podrías! Ni tú, ni nadie. Pruébalo y verás. Algo está
esperando
a que lo intentes, Theo. Vamos, pégame, si te atreves. Tendrás suerte si sólo fallas el golpe y te caes sobre las piedras y te rompes un brazo. Pero, si no la tienes, esa pared puede caer sobre ti y aplastarte. ¿Tu superior fuerza física? ¡
Bab
! Yo… —se interrumpió y la sonrisa burlona se borró de su semblante—. ¿
Qué ha sido eso
?

Dolgikh bajó la mano amenazadora y escuchó. Sólo sonaba el gemido del viento.

—Yo no he oído nada —dijo.

—Yo sí —dijo Zek Föener, estremeciéndose—. Piedras que han caído en la garganta. Bueno, vayámonos de aquí. Las sombras se están alargando, y la cornisa por la que hemos de pasar ya era bastante peligrosa en plena luz del día. Y en todo caso, ¿por qué discutir? A lo hecho, pecho.

—¡
Chist
! —dijo Dolgikh, abriendo mucho los ojos. Se inclinó hacia adelante y señaló—. Ahora lo oigo…, viene de allí. Trozos de esquistos que han resbalado, tal vez…

En el borde de la garganta, junto al camino y ocultos por los matorrales, unos dedos romos y grises salieron de lo profundo. La destrozada cabeza de Sergei Gulhárov asomó despacio, rígida; después, un hombro y un brazo que se estiró para tomar impulso y servirle de palanca. Silencioso ahora como una sombra, Gulhárov se alzó sobre la tierra firme y llana.

—La temperatura está bajando deprisa —dijo Gerenko, con un estremecimiento, sintiendo tal vez el frío—. Ya tengo bastante por esta noche. Mañana echaremos otro vistazo y, si no conseguimos nada, veremos lo que hay que hacer. —Resoplando y apretando los pequeños dientes, echó a andar por el camino—. Pero es una verdadera lástima. Había esperado salvar algo, aunque sólo fuese para quedar bien…

Dolgikh hizo una mueca y le gritó:

—Estamos muy cerca de la frontera, camarada. ¿Has pensado alguna vez en desertar? —Y al no responderle Gerenko, murmuró—: ¡Pequeño cagón! —Entonces apoyó una mano en el hombro de Zek y ella tuvo la impresión de que la mordía con los dedos—. Bueno, Zek, ¿nos reunimos con él o nos quedamos un poco atrás para mirar las estrellas?

Ella lo miró, primero con asombro y después con repugnancia.

—¡
Dios
mío! —dijo—. ¡Preferiría estar con unos cerdos!

Y se volvió antes de que él pudiese replicar. Empezó a caminar detrás de Gerenko, pero entonces se detuvo en seco. Alguien venía por el sendero en su dirección, acercándose a Gerenko. E incluso bajo la luz menguante, saltaba a la vista que aquel alguien era un muerto. Santo Dios…, ¡sólo tenía media cabeza!

Dolgikh lo vio también y lo reconoció. Reconoció su ropa sucia y el destrozo que una bala había causado en su cabeza.

—¡Madre mía! —gimió—. ¡Madre mía!

Zek chilló. Y chilló de nuevo cuando una manaza ensangrentada pasó por encima de su hombro, agarró a Theo Dolgikh por el cuello de la chaqueta y lo hizo girar en redondo. Los ojos de Dolgikh se desorbitaron al ver un segundo cadáver detrás de la joven: Mijaíl Volkonsky. Y, Señor…, ¡Volkonsky lo había agarrado con el único brazo que le quedaba!

Como un gato asustado, Zek saltó de entre los dos y corrió detrás de Gerenko. No oyó las voces mentales de los muertos, que decían:

¡
Oh, sí, son ellos, Harry
! Pero oyó la respuesta de éste:

Entonces, no voy a impediros que os venguéis
, Y ella supo quién era el que estaba hablando y a quiénes se dirigía.

—¡Harry Keogh! —gritó, echando a correr por el camino—. Dios mío, Dios mío, ¡eres peor que todos nosotros juntos!

Hasta hacía un momento, Harry había estado fuera del alcance, tanto físico como mental, de Zek, oculto en el continuo metafísico de Möbius. Ahora salió de la sombra, directamente delante de ella, de manera que Zek cayó jadeando entre sus brazos. Al principio, ésta pensó que era otro muerto y le golpeó el pecho; pero después sintió su calor, los latidos del corazón de él sobre su pecho, y oyó su voz:

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