Vampiros (62 page)

Read Vampiros Online

Authors: Brian Lumley

BOOK: Vampiros
12.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

Después de entrar en el laboratorio mental, había tomado una silla de acero y se había sentado al lado de Alec Kyle y tocado su pálida carne. El pulso era errático; el movimiento ascendente y descendente del pecho, débil y anómalo. El cerebro estaba casi totalmente muerto, y dentro de menos de veinticuatro horas… Las autoridades de Berlín Occidental no sabrían quién era ni qué lo había matado. Un asesinato, puro y simple.

Y ella había colaborado en esto. La habían engañado, le habían dicho que Kyle era un espía, un enemigo cuyos secretos eran de la máxima importancia para la Unión Soviética, mientras que, en realidad, sólo lo eran para Iván Gerenko. Se había defendido ante aquella criatura enferma, se había excusado cuando él le había dicho que había participado en ello; pero no tenía defensa contra su propia conciencia.

Oh, era fácil para Gerenko y para miles como él, que sólo leían informes. Zek leía
mentes
, y esto era completamente distinto. Una mente no es un libro; los libros sólo describen emociones, raras veces hacen que se sientan. Pero para el telépata, la emoción es real, cruda y poderosa como la propia información. No había leído simplemente el diario robado de Kyle, sino también su vida. Y al hacerlo, había contribuido también a quitársela.

Un enemigo, sí, presumía que lo había sido, porque era fiel a otro país, a unas leyes diferentes. Pero ¿una amenaza? Oh, en las altas esferas de su gobierno había sin duda personajes que deseaban ver a Rusia humillada y sometida. Pero Kyle no era militarista, no era un estratega subversivo que quisiera minar los cimientos de la identidad y la sociedad comunistas. No, era humanitario, creía firmemente que todos los hombres eran, o deberían ser, hermanos. Y su único deseo había sido mantener un equilibrio. En su trabajo, había sido utilizado por la Organización E británica, como lo era la propia Zek ahora por la suya, cuando ambos habrían podido trabajar para fines más elevados.

¿Y dónde estaba ahora Alec Kyle? En ninguna parte. Su cuerpo estaba allí, pero su mente, una mente excelente, había desaparecido para siempre.

Zek levantó la cabeza y miró con ojos críticos la maquinaria adosada a las paredes esterilizadas. ¿Vampiros? El mundo estaba lleno de ellos. ¿Y qué decir de estas máquinas que habían absorbido el conocimiento de él y lo habían destruido para siempre? Pero la máquina no puede sentir culpa, pues ésta es una emoción enteramente humana…

Tomó una decisión: si era posible, encontraría la manera de librarse de la Organización E. Se habían dado casos de telépatas que habían perdido su facultades; ¿por qué no había de perderlas ella? Si podía simularlo, convencer a Gerenko de que ya no era útil para esta siniestra organización, entonces…

El hilo de los pensamientos de Zek se rompió aquí. Las puntas de los dedos que apoyaba en la muñeca de Kyle registraron que el pulso se había vuelto de pronto regular y firme; el pecho subía y bajaba rítmicamente; la mente…,
¿su
mente…?

No, ¡la mente de otro! Una asombrosa oleada de energía psíquica brotaba de él. No era telepatía, no era nada que Zek hubiese sentido antes; pero, fuera lo que fuese, ¡era muy fuerte! Retiró la mano y se puso en pie de un salto; sintió que tenía flojas las piernas, como de gelatina, y sintió un nudo en la garganta, contemplando al hombre que yacía sobre una mesa de operaciones que hubiese debido ser su lecho de muerte. Las ideas de él, al principio confusas, se fueron aclarando al fin.

No es mi cuerpo
, se dijo Harry, sin saber que alguien lo estaba escuchando,
pero es bueno y puede moverse libremente, No queda nada de ti, Alec, pero hay todavía una oportunidad para mí…, una buena oportunidad para Harry Keogh. Dios mío, Alec, dondequiera que estés ahora, ¡perdóname!

Su identidad estaba en la mente de Zek, que sabía que no se había equivocado. Sus piernas empezaron a doblarse. Entonces la figura, quienquiera que fuese, que estaba sobre la mesa, abrió los ojos y se sentó, y esto fue lo que faltaba. Zek se desmayó un momento, dos o tres segundos, pero los suficientes para que cayese al suelo. Y también los suficientes para que él bajase de la mesa y se arrodillase a su lado. Le frotó vivamente la muñeca y ella lo sintió, sintió las manos cálidas sobre su piel de pronto fría. Unas manos calientes, vivas, vigorosas.

—Soy Harry Keogh —dijo él, al abrir ella los ojos.

Zek había aprendido un poco de inglés de los turistas británicos en Zakinthos.

—Yo… lo sé —dijo—. Y yo… ¡estoy loca!

Él la miró, miró su uniforme gris del
château
, con su único galón en diagonal sobre el corazón; miró a todo su alrededor, los instrumentos y por fin, con gran asombro, su propia persona desnuda. Sí, su persona, ahora, y dijo, en tono acusador:

—¿Has tenido algo que ver con esto?

Zek se levantó y desvió la mirada. Todavía estaba estremecida, dudando de su cordura. Y fue como si él leyese su mente, pero en realidad, sólo fue una presunción.

—No —dijo—, no estás loca. Yo soy quien crees que soy. Y te he hecho una pregunta: ¿destruíste tú la mente de Alec Kyle?

—Participé en ello —confesó ella al fin—. Pero no con… eso —miró la maquinaria y después a Harry—. Soy telépata. Leí sus pensamientos mientras ellos…

—¿Mientras ellos los borraban?

Ella agachó la cabeza; después la levantó y pestañeó para contener las lágrimas.

—¿Por qué has venido aquí? ¡También te matarán!

Harry se miró. Empezaba a darse cuenta de su desnudez. Al principio había sido como llevar un traje nuevo, pero ahora veía que era solamente carne. Su carne.

—No has dado la alarma —dijo.

—No he hecho nada, todavía —respondió ella, encogiendo los hombros, con impotencia—. Tal vez estás equivocado y estoy loca…

—¿Cómo te llamas?

Ella se lo dijo.

—Escucha, Zek —dijo él—. He estado aquí antes de ahora, ¿lo sabías?

Ella asintió. Oh, sí, lo sabía, y también el desastre que él había provocado.

—Bueno, ahora me voy, pero volveré. Probablemente pronto. Demasiado pronto para que puedas evitarlo. Si sabes lo que ocurrió la última vez que estuve aquí, seguirás mi consejo: vete. Ve a cualquier parte, pero no estés aquí cuando yo vuelva. ¿Lo comprendes?

—¿Te vas? —Empezaba a sentirse histérica, a sentir que una risa incontenible agitaba su interior—. ¿Crees que vas a ir a alguna parte, Harry Keogh? ¡Seguramente sabes que estás en el corazón de Rusia! —Se había vuelto a medias, pero lo miró de nuevo—. No tienes la menor posibilidad de…

O tal vez sí que la tenía. Pues Harry ya no estaba allí…

Harry gritó el nombre de Carl Quint en el continuo de Möbius y recibió inmediatamente una respuesta.
Estamos aquí, Harry. Te esperábamos, más pronto o más tarde
.

¿«Estamos»? Harry sintió que se le encogía el corazón.

Yo, Félix Krakovitch, Sergei Gulhárov y Mijaíl Volkonsky. Theo Dolgikh nos liquidó a todos. Desde luego, conoces a Félix y Sergei, pero no a Mijaíl. Te gustará. ¡Es todo un tipo! Oye, ¿qué nos dices de Alec? ¿Cómo le fue?

—No mejor que a vosotros —dijo Harry, reuniéndose con ellos.

Salió de la banda infinita de Möbius a las voladas ruinas del castillo de Faethor Ferenczy en los Cárpatos. Eran poco más de las tres de la madrugada y pasaban nubes por debajo de la luna, convirtiendo el ancho saliente sobre la garganta en un terreno de sombras fantasmales. El viento de la llanura ucraniana era frío sobre sobre la carne desnuda de Harry.

Conque Alec la palmó también, ¿eh?
La voz muerta de Quint se había vuelto agria. Pero enseguida se animó. ¡
Tal vez podremos ir en su busca
!

—No —dijo Harry—. No podréis. No creo que lo encontréis nunca. No creo que lo encuentre nadie.

Y les explicó lo que quería decir.

Tienes que arreglar las cosas, Harry
, dijo Quint cuando aquél hubo terminado.

—Esto no tiene arreglo —replicó Harry—. Pero puedo vengarlo. La última vez les advertí; ésta, tendré que borrarlos de la faz de la tierra. ¡A todos! Por eso he venido aquí, para ver si puedo motivarme. Quitar la vida no es mi especialidad. Lo he hecho, pero no me gusta. Prefiero que los muertos me quieran.

La mayoría de nosotros siempre te querremos, Harry
, le dijo Quint.

—Después de lo que hice en Bronnitsy la última vez —siguió diciendo Harry— no estaba seguro de poder volver a hacerlo. Ahora sé que puedo.

Félix Krakovitch había estado callado hasta entonces.

No tengo derecho a tratar de impedírtelo, Harry
, dijo,
pero hay algunas personas buenas allí
.

—¿Como Zek Föener?

Es una de ellas, sí
.

—Ya le he dicho que tiene que marcharse. Creo que lo hará.

Bueno
(Harry pudo oír el suspiro de Krakovitch y casi ver cómo asentía con la cabeza),
al menos me alegro de eso

—Ahora supongo que es la hora de que me ponga en movimiento —dijo Harry—. Carl, ¿puedes decirme si la organización E tiene acceso a explosivos poderosos?

Mira
, respondió Quint,
la Organización puede tener acceso a casi todo, ¡si le dan un poco de tiempo!

—¡Hum! —murmuró Harry—. Confiaba en hacerlo un poco más deprisa. Incluso esta noche.

Ahora habló Mijaíl Volkonsky.

Harry, ¿quiere esto decir que vas a ajustarle las cuentas a ese maníaco que nos mató? Sí es así, tal vez pueda ayudarte. Hice muchas voladuras en mi tiempo, principalmente con gelignita, pero también empleé otros explosivos. En Kolomiia hay un sitio donde los guardan
, Y
también detonadores, y yo puedo explicarte el modo de emplearlos
.

Harry asintió con la cabeza, se sentó sobre los restos de una pared derruida en el borde de la garganta y se permitió una triste sonrisa.

—Sigue hablando, Mijaíl —dijo—. Soy todo oídos…

Algo despertó a Iván Gerenko. No sabía qué era, pero tenía la impresión de que algo andaba mal. Se vistió lo más aprisa posible, llamó al oficial de guardia por el intercomunicador y le preguntó si ocurría algo anómalo. Por lo visto, no era así. Y Theo Dolgikh tenía que volver en cualquier momento.

Al cerrar el intercomunicador, Gerenko miró por la gran ventana curva a prueba de balas. Y entonces contuvo el aliento. Allá abajo, en la noche, plateada por la luz de la luna, una figura se alejaba furtivamente del edificio principal del
château
. Una figura de mujer. Llevaba un abrigo sobre el uniforme, pero Gerenko sabía quién era: Zek Föener.

Iba por el estrecho camino de entrada de los vehículos; tenía que hacerlo, pues todos los campos aledaños estaban minados y cercados con alambre espinoso. Trataba de andar con ligereza y naturalidad, pero había algo en sus movimientos que revelaba sigilo. Sin duda había salido con la excusa de que no podía dormir. O tal vez era verdad que no podía hacerlo y había salido simplemente para dar un paseo y respirar un poco de aire nocturno. Gerenko gruñó. Bueno, presumiblemente sería un largo paseo, tal vez para ir a ver al propio Leónidas Brézhnev, ¡en Moscú!

Bajó a toda prisa la escalera de caracol, tomó las llaves de su vehículo oficial de manos del portero y emprendió la persecución. En lo alto, hacia el oeste, las luces de un helicóptero señalaron la llegada de Theo Dolgikh, sin duda con una buena excusa por el follón que había armado e insinuado por teléfono.

A dos tercios del camino hasta el macizo muro de cerca de la finca, Gerenko alcanzó a la joven, redujo la marcha y detuvo el coche a su lado. Ella sonrió, resguardó los ojos del brillo de los faros… y entonces vio a la persona que estaba detrás del volante. Su sonrisa se extinguió al instante.

Gerenko abrió la ventanilla.

—¿Vas a alguna parte, querida
fraulein
Föener? —preguntó.

Diez minutos antes, Harry había salido del continuo de Möbius a una de las troneras del
château
. Sabía que eran seis y dónde se hallaban exactamente, pues había estado antes allí, y creía que sólo eran custodiadas en caso de alarma. Como podía ser así, si se había descubierto la ausencia de Kyle, llevaba una pistola cargada en el bolsillo de un abrigo que había hurtado en el depósito de material de guerra de Kolomiia.

Llevaba sobre los hombros una abultada bolsa en forma de salchicha y que pesaba al menos cuarenta y cinco kilos. La dejó en el suelo, descorrió la cremallera y sacó el primero de una decena de quesos envueltos en gasa: así llamaba a aquel material, que era como un blando queso gris, aunque olía mucho peor. Colocó el potente explosivo de plástico sobre una caja cerrada de municiones, le añadió un detonador de relojería y fijó la explosión para dentro de diez minutos. Había empleado tal vez treinta segundos en ello; no podía estar seguro, pues no llevaba reloj. Después pasó a la tronera siguiente fijando el tiempo de la explosión para dentro de nueve minutos, y así de forma sucesiva…

Menos de cinco minutos más tarde, empezó a repetir la operación dentro del propio
château
. Primero fue el laboratorio mental, donde se materializó al lado de la mesa de operaciones. Parecía extraño que él (sí, ahora era él) hubiese yacido sobre aquella mesa hacía menos de tres cuartos de hora. Sudando, metió el plástico de alta potencia explosiva en el hueco entre dos de las máquinas infernales que habían empleado para estrujar la mente de Kyle, puso el detonador en marcha, levantó la bolsa mucho menos pesada y pasó por una puerta de Möbius.

Al salir a un pasillo del sector donde se hallaban las habitaciones particulares, se encontró cara a cara con un guardia de seguridad que hacía su ronda. El hombre parecía cansado y tenía caídos los hombros al recorrer el pasillo por quinta vez aquella noche. Entonces levantó la cabeza y vio a Harry, y llevó la mano a la pistola que pendía sobre su cadera.

Harry no sabía cómo reaccionaría su nuevo cuerpo a la violencia física. Ahora lo descubriría. Lo había instruido hacía tiempo uno de los primeros amigos que había tenido entre los muertos: «Sargento» Graham Lane, ex profesor de ejercicios físicos del Ejército, que había muerto escalando un acantilado. «Sargento» le había enseñado muchas cosas y Harry no las había olvidado.

Alargó rápidamente una mano y agarró la del guardia en el momento en que sacaba la pistola, metiendo de nuevo ésta en la funda. Al mismo tiempo, golpeó con la rodilla el bajo vientre del hombre y le dio un puñetazo en la cara. El guardia hizo algún ruido, pero no mucho, y se quedó sin conocimiento.

Other books

For My Master by Suz deMello
Dual Threat by Zwaduk, Wendi
Strange Bedfellow by Janet Dailey
Eden's Outcasts by John Matteson
Love's Rhythm by Lexxie Couper
Nobody Runs Forever by Richard Stark
Moranthology by Caitlin Moran