Read Velodromo De Invierno Online
Authors: Juana Salabert
—Mi madre amaba Lisboa. Como tú.
—Tal vez. Pero yo no amo Lisboa. Yo sólo he amado Salónica y después París. Y he disfrutado en Berlín, y he vivido en Nueva York, y voy a morirme en Madrid, que es una ciudad que me gusta, pero no me apasiona. A Lisboa, que sí me apasiona, voy a otra cosa.
—A esperar...
—A esperarme, más bien. Todos tenemos dentro de nosotros a un pariente en América, hijo... A un pariente que a lo mejor vuelve alguna vez y nos cuenta quiénes somos.
Parpadeaba incrédulo, la misma, seguro, incredulidad de Javier cuando escuchaba esos cantos de sirena que Ilse pronunciaba, deseosa de que todas las mentiras se transformasen en verdades y que nadie, ni siquiera la chica de la abandonada cola de pez, tuviese que blandir un puñal sobre el sueño de la traición para esquivar un destino de espumas y aire...
—Y crees que fue entonces cuando se enamoró de ella... De ella que sólo era, a fin de cuentas, una niña.
—No moralices, Javier fue cualquier cosa menos un depravado. Creo que fue entonces cuando supo que iba a enamorarse de ella. En realidad, se enamoró de ella ya en París, cuando la vio tirada llorando sobre una cama de hotel, pero sólo fue capaz de confesárselo a sí mismo a la vuelta, tan derrotada, de ambos a Lisboa. Un superviviente de Auschwitz a quien encontraron, cómo no, en el Lutétia, un tal Samuel Vaisberg, les dio algunos detalles, muy pocos... Creo que era el padre de un amigo suyo del barrio. El hombre, a quien los alemanes conservaron vivo porque era impresor y les servía para la industria de falsificación de billetes con que desorganizaban a su antojo las economías de ciertos países afines, había perdido a su mujer y a dos hijos, creo, tal vez fuesen tres, no podría afirmarlo. Toda la familia de ese Vaisberg estaba wurden vergast. Como la de casi todos, nada muy original... Él tenía, por su trabajo en las oficinas y en la imprenta del campo, acceso a las listas de los wurden vergast. Y las consultaba, cómo no iba a hacerlo, en busca de amigos y parientes... Allí leyó el nombre de su antigua vecina de París. Annelies Landerman, wurden vergast. Allí estaba, entiendes... no, quién puede entender. Sencillamente, estaba allí. En la columna de los wurden vergast. Al lado, en el espacio reservado a las «pertenencias», había escrita una única palabra: ROPA.
—Y el niño... y su hijo...
Le temblaban las manos, pero no rehuí su mirada brillante.
—Viajó en otro convoy, desde Drancy, adonde lo trasladaron cuando a su madre la deportaron de Pithiviers, una semana antes que a él, porque hicieron eso con los niños del velódromo, ya lo sabes, deportaron primero a sus familiares adultos, y a ellos los hicieron viajar más tarde, junto con otras detenidas, diez mujeres por cada cien niños, y los había menores de dos años... Alguien creía recordar que había muerto en el tren... Pero no era cierto. Fui yo quien en diciembre de 1947 logré dar con su nombre en otra lista. Herschel Landerman, wurden vergast, pasado por el gas, gaseado. Tendría que haber ido a Lisboa a decírselo a tu madre, pero no lo hice, se lo escribí a Javier para que él se lo comunicase. Ahora lo lamento, aunque Ilse nunca me guardó rencor. Pero es que mi cabeza estaba llena de nombres wurden vergast. Josué Miranda, wurden vergast, Antonina Miranda, wurden vergast, Esther Miranda, wurden vergast, Ramona Miranda, wurden vergast, y sus hijos, mis sobrinos a quienes ni llegué a conocer, y esos novios y maridos suyos que jugaron conmigo de niños... todos ellos wurden vergast. Y muchos de mis amigos y compañeros, ese estribillo detrás de sus nombres, esas dos palabras obsesivas, wurden vergast, wurden vergast. Ibas a la Cruz Roja, y consultaban sus listas y siempre sabías que iban, seis meses, un año, quince años después a soltarte, rehuyendo tu mirada, ese wurden vergast, gazé, gaseado. Todos esos nombres silbándome por la espita atroz de la mente... yo venía de allí, comprendes. Y no era, no soy un wurden vergast. Nunca he podido vivir en una casa con instalación de gas, sabes. Igual que tu madre. Que tampoco soportaba el olor de la carne asada porque... porque se figuraba... Una vez intenté explicarle que no olía así, que la carne empujada al fuego de los crematorios no olía así. Pero me miró tan desorientada que desistí... creo que se sentía culpable por no saber reconocer exactamente ese olor. Me levanté, con el platillo de la cuenta entre los dedos, tenía que controlarme, si empezaba, como otras veces, a desvariar y a imaginar que cuantos me rodeaban eran inminentes wurden vergast... la mujer de la esquina, por ejemplo, con sus zapatos de hebillas y su bolso sobre la falda, el hombre que leía un diario al fondo, la chica que se estaba abrasando los labios con una rodaja de calamar... y el mozo que avanzaba hacia mí, al grito de «¡ya va, señores, un minutito!». Controlarme, llevaba años controlándome y sabiendo cómo dominar aquellos brutales ataques de pánico... expulsando de mí la imagen del montón de cadáveres apilados junto a los barracones que nosotros, yo, Dios mío, sí, yo y nosotros, arrojábamos al alba sobre las carretillas, empujándolas después hacia las puertas de los hornos gigantes... Los hornos... «Mil quinientas treinta y siete», decía alguien a mi oído, y ese alguien contaba los muertos del día y de la noche, y los tachaba sobre una lista, oías tu número y permanecías inmóvil durante una o dos horas en medio del silencio de la concentración nocturna, bajo la luz cruda de los reflectores...
«Pesetas», proseguía la voz... Y yo susurré:
—Herschel, Herschie... no digas que no has venido a hacer turismo, no quieras hacerte el original, todo el mundo viene a esta ciudad únicamente a hacer turismo... Vámonos a ver la catedral, Hersch, es una de las más famosas del mundo... del Mundo.
No sé si me oyó, tal vez yo sólo pensaba y no articulaba las palabras... Tenía que decirle... teníamos que salir de allí. Enseguida.
Me observaba, con ese aire tan pálido, tan angustiado... El aire de un niño a quien le ordenan en un frío y monótono alemán que se desvista y entre en esa cámara tan fría para dejarlo sin aire... Ninguno de mis sobrinos entendía una palabra de alemán... Ni mis hermanas, ni tampoco mi padre... ¿Se desnudaron en Treblinka con aquella pastilla entre las manos, no desperdiciable, de jabón que antes de ellos asieron tantos muertos wurden vergast? Esa pastilla que pasaría enseguida, tras la llegada de un tren, a otras manos... Esa pastilla barata que no conservó el calor de ninguna palma, ni supo nunca del tacto mojado de ninguna piel... Mi hermana pequeña era tan lista... Ramona tuvo que saber, tuvo que percibir... ella siempre se dio cuenta de todo, nadie podía ocultarle nada, fue ella quien le contó a mi madre que Grete Wolff y yo... Cuántas veces no me la he imaginado en Treblinka arrojando esa pastilla por el suelo, pisoteando su blancura de azufre y sosa y grasas, rebelándose contra la odiosa táctica del engaño último... rebelándose. Era la única de mis hermanas que no tenía hijos.
Y ese niño de rizos, ese niño tan pálido, ese niño de ocho años, ese niño, Herschel wurden vergast...
Me aferró del brazo, y en un destello de lucidez pensé aliviado que claro, era el otro Herschel, se trataba del otro Herschel...
—Sebastián, escúchame, Sebastián, por favor. Tú sabes, los dos lo sabemos... sabemos que no puedo ser hijo suyo. Que no soy hijo suyo. Y ahora dime, por favor, dímelo aquí, debajo de sus ventanas... ¿Hay alguna posibilidad de que yo... de que yo sea hijo tuyo?
Herschel, Herschel, Ilse, Ilse, Herschel, digo en voz muy alta, en la soledad de mi tiempo, y es como si al llamarte a ti invocase también a su desconocido hermano muerto, tu tío niño que me observa desde las sombras con sus ojos que nunca alcanzaron los nueve años. Palpo este largo, larguísimo, número azul más arriba de mi muñeca, y me digo que cuando yo llegué al campo ese niño ya no estaba, Annelies ya no estaba... Arvid ya no estaba, también él wurden vergast, qué pensaste, Arvid, en el último momento, que «nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir»... Estás llorando, Arvid, llorando delante de mis ojos que llevaban tanto tiempo sin verte, llevas un abrigo oscuro de grandes solapas y lloras sin vergüenza sentado a horcajadas sobre mi cama de pensión, y yo te digo «es así, prefiero que sepas que es así», escueto y feroz, como un villano de los romances de ciego que te gustan, y lloro contigo, Klara nos espera nerviosa en el café de la esquina, y tal vez llore también, acaso lloren por todos nosotros sin saberlo sus maravillosos ojos castaño y azul, azul y castaño, pues «Qué se fizieron las llamas / de los fuegos encendidos / de amadores?»... No sé si Klara fue una wurden vergast, o si murió de agotamiento o a manos de locos y criminales oftalmólogos del Reich, su pista se pierde a partir del ingreso en el campo de Dora y de su posterior traslado al de Ravensbrück... Acaso tu nieto llore también por nosotros en el bar donde lo he dejado después de un largo, larguísimo día, de deambuleos y llantos y acusaciones histéricas. Lo dejé allí, hace ya un buen rato, antes de irme de nuevo a la catedral, a última hora de la tarde nubosa. Había poca gente, únicamente algunas mujeres que rezaban absortas a la luz de los cirios, de rodillas sobre los reclinatorios, entreabrían los labios y a veces fijaban la vista en la figura torturada de su Mesías... El rostro de su madre me miraba desde las vidrieras golpeadas de lluvia, y su boca de muchacha de Galilea no era fría como las de los santos, no era distante como la de su espléndido hijo sufriente a la derecha del padre. Era una boca real. La única boca, allí dentro, en medio de esa extraordinaria y ambiciosa belleza, a la que yo hubiese podido rogar... Valor, entendimiento y consuelo.
Era la misma boca exhausta y vigilante de las madres muy jóvenes llegadas al andén de los campos con sus niños a cuestas, que pronto serían, como ellas, wurden vergast. A veces, como ocurrió con los niños del Vel d'Hiv, deportados en un tiempo distinto al tiempo elegido para sus madres, esos niños ni siquiera habían salido de sus vientres. Pero esos niños eran los suyos. Lo fueron desde que los tomaron en brazos para encaramarlos a su costado según pisaban el estribo del tren. Y esa boca «judía» que no estaba a la derecha de nada, sino debajo y encima del todo, también era la nuestra.
Salí muy despacio por la nave central, muy despacio y muy erguido, repitiéndome mis palabras de ira pronunciadas, media hora antes, en el café donde me aguardabas, tembloroso y ya un poco bebido. «Si vuelves a decir esa tontería de promiscua, te parto la cara, me oyes, Herschel, aunque sea un viejo, y tú me mates a mí después. El que Konrad haya sido toda su vida un miserable, que explotó a la hija de su hermanastro durante años sin pagarle nada por todas esas horas detrás de su caja registradora, o una miseria, mientras le recordaba una y otra vez "tú estás viva, y ellos han muerto... muerto, cómo te atreves a quejarte de tu suerte", no te da derecho a repetir su bazofia de palabras, su inmunda sarta de palabras, hijo.»
Parpadeaste, Herschie, farfullaste que «sólo querías saber...».
Saber el qué, hijo. Este cansancio que me invade... No soy tu padre, si «eso» es lo que quieres saber, te dije, paciente. Me he acostado muchas veces con tu madre, aunque eso no te lo dije, ni voy a decírtelo, entre otras cosas porque ya lo sabes, lo leo en tus ojos que buscan, no esa corroboración, sino aquella otra, imposible... ya sé que medio mundo cree a ciencia cierta que un hombre de la historia de nuestro pueblo es hijo del Ser, Herschie, pero yo no lo creo, y desde luego no soy tu padre, mírame, Herschel.
—Konrad me contó que ella era muy promiscua, que lo fue desde su llegada a la isla, le robaba píldoras para dormir y cajas de preservativos estadounidenses, me aseguró que siempre tenía aventuras... con todo tipo de hombres, dijo, con clientes de la farmacia y compañeros de la escuela de comercio donde insistió en matricularse, y campeones de concursos de baile convocados por locales sospechosos que le hubieran puesto los pelos de punta a cualquier chica decente, que frecuentaban soldados de permiso y envanecidos mulatos de cabellos lucientes de brillantina haciéndose pasar por blancos... eso dijo, haciéndose pasar por blancos, eso dijo él, un judío, exactamente eso. «Una vergüenza para Erika y para mí», prosiguió, «ni siquiera quiso nunca acompañarnos a la sinagoga, era muy guapa, tan guapa que de haberlo querido hubiera podido casarse bien, pero tenía el demonio en el cuerpo. Y nosotros, por lo que atañe a nosotros, a mi esposa y a mí... tengo la conciencia muy tranquila, tratamos en un principio de ser comprensivos, siempre tuvimos en cuenta lo que mi sobrina había vivido y padecido en Europa»... Entonces lo eché de casa. Pero antes de irse me hizo, ya en el umbral, su oferta de compra. Si Milita no llega a estar de por medio, creo que me hubiese arrojado a su cuello. Creo que lo hubiese matado».
—Bueno, el hecho de que ese malnacido de Konrad sea judío no le garantiza, ni de antemano ni a perpetuidad, grandes cualidades —sonreí—. Hay otra, y si acaso más sutil, manifestación de antisemitismo que consiste en exigirnos en todo momento a los judíos un comportamiento y unas inteligencias de superhombres... Primero nos llamaron infrahumanos y ahora nos quieren sobrehumanos. Si no eres un Einstein o un Disraeli, ciertos gentiles empiezan a preguntarse para sus adentros si no habrá un error en tus genes, si serás realmente judío... o si es que te estás tomando la molestia, Dios sabe con qué secretas intenciones de revancha, de esconderles astutamente esas listezas propias de «tu raza»... Nunca he residido en Israel más allá del breve lapso de una visita turística... pero podría presentarte en Madrid a dos o tres conocidos que apenas estalla Oriente Medio me llaman, recriminadores... Nadie responsabiliza nunca a un liberal estadounidense que lleva años afincado en Europa de las tropelías del Pentágono, pero para algunas personas en Madrid... Bien, para esas gentes es igual que si yo en persona, y a distancia, dirigiese el Mossad. Y por supuesto, la banca Rothschild y la fundación Guggenheim, y todas y cada una de las escuelas talmúdicas de Nueva York y los restaurantitos parisienses del Marais y las producciones de Spielberg, y el trabajo de sus guionistas... «Los pomelos israelíes son menos sabrosos que los hispánicos, debe de ser por el riego gota a gota», me esgrimen, acusadores, y es como si yo hubiese inventado esa forma de riego o traído, uno a uno, y en cuévanos a lomo de animal mareándose en la sentina de un barco, esos cítricos por el mar de las cruzadas... Muy fatigoso.
Me observó cariacontecido, recordé en el atrio de la catedral, y dijo, con asombro idéntico al de mi amigo Devidas aquella tarde en la taberna de Jérôme, «cómo somos nosotros para ellos... qué o quiénes seguimos siendo para ellos».