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Authors: Juana Salabert

Velodromo De Invierno (24 page)

BOOK: Velodromo De Invierno
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Muchos años después descolgué el teléfono en mi casa de Nueva York y percibí el ansia alemana de una voz muy joven. El señor Sebastián Miranda, inquirió esa voz, y como yo asintiese, prosiguió, alentada... Mucho le había costado dar conmigo, abogado Lucius Böllinger, se presentó... Hijo del notario Johannes Böllinger... a la muerte de su padre había hallado, escondidos en una caja fuerte, muchos documentos notariales... Esos documentos tanto tiempo a resguardo tenían que ver con bienes de víctimas del nazismo, no sólo «raciales», suspiró... también depurados políticos y desposeídos de todo tipo... «¿Me escucha, señor Miranda?» Por supuesto, yo no era alemán... pero era el beneficiario del testamento, «tampoco se trata de los Krupp, señor Miranda, no se ilusione», de una alemana, de una tal Grete Wolff, ciudadana alemana, muerta en julio de 1933 en la ciudad de Antigua Guatemala, había descendientes, unos sobrinos y su madre anciana, «siempre hay descendientes, señor Miranda, ése es el problema, pero como abogado le digo que podemos pleitear». Lo interrumpí, preguntándole, si su padre, el señor Johannes Böllinger, había seguido residiendo, y ejerciendo, en Alemania de 1933 a 1945... Hubo un silencio evidente al otro lado de la línea. «Es suficiente para mí, abogado», repuse con suavidad, «olvídeme, y olvide ese piso, botín de una guerra, familiar y sin trincheras, anterior a la mía, y que ojalá no disfrute la señora Hildegard, viuda de un señor Wolff cuyo nombre de pila desconozco. Pero, y por favor, ya que es alemán... quiero que tenga en cuenta, para cuando telefonee a posibles clientes, que no siempre hay descendientes, que no siempre hallará usted descendientes». Aún estuvimos unos segundos sin colgar, ni el uno ni el otro, aún le dio tiempo a lamentarse: «pero señor Miranda, si hasta conoce usted el nombre bautismal de la dueña del piso adjudicado, en detrimento de ese testamento que las leyes de Nuremberg hubieran, de haberse hecho público, invalidado en esas circunstancias... es que no entiende, señor Miranda, que podríamos ganar... Que ganaremos esta demanda... No le da pena, un documento guardado tantos años para que ahora usted... un piso en pleno centro de Berlín, recapacite, señor Miranda». Deposité el interruptor sobre la horquilla y me eché a reír, como se hubiera echado a reír Grete, antes de llorar y de mandarlo a la mierda. De modo, jovenzuelo Böllinger, que siempre hay descendientes... mire en mi bola de vidrio lo que no quisieron ver sus padres, abogado, y no se acerque demasiado. Las emanaciones de gas podrían matarlo. O aturdirlo, aunque no aturdiesen a los suyos, a su padre notario que levantaba actas y atestiguaba testamentos de quienes temían morir en el frente del este o de resultas de un disparo anónimo, y tan colectivo, al doblar una calle cualquiera de un barrio de París, y a su madre que elaboraba, tal vez, en su piso mermeladas de patatas recolectadas por prisioneros rusos y polacos... Conozco la receta, la prensa colaboracionista francesa la publicaba recomendada en sus páginas de intrascendencia. En sus páginas femeninas, pero no siempre, a veces era un suelto a medio camino entre las soflamas tipo ciencia ficción, tituladas «El último judío», de un tal Jacques Boureau, y los escombrados delirios de Rebatet... No sé si le temían a las páginas femeninas desde que aquellas chicas no judías, en la primavera del 42, se colgaron en sus liceos, y pagaron por ello su precio en arrestos y deportaciones inmediatas, se colgaron digo, y no he olvidado nada, de las chaquetas unas amarillas estrellas de cartón donde habían escrito a pluma la palabra «Philo», de filosofía... O desde que en el invierno de 1941, aquella muchacha de no más de dieciséis o diecisiete años, según todos los testigos, sacó de su cartera, no un bocadillo ni unos apuntes colegiales, sino la pistola con que le disparó entre los ojos a un oficial de las SS en los pasillos del metro del Louvre...

Me había echado a reír, y nunca contesté a sus llamadas, al cabo de un mes dejó de insistir, pero ahora, y sobre el atrio de esa catedral, rememoraba la insistencia de esa voz anhelante de marcos... Marcos crujientes y occidentales.

Herschel no se había atrevido a formularme esa pregunta, precisamente ésa: «¿no sabes, al menos, si él... mi padre biológico, era como tú y como yo... es decir, judío?»... Acaso temía que lo acusase de racista, pensé, y de nuevo me eché a reír, sobre la plaza con su central monumento de mármoles a los descubridores y navegantes. Ahí estaban esas duras velas al viento, y las cofas, y entre ellas la extraña doncella sonriente de piedra que elevaba el qué, un cáliz quizá, a la lluvia y a ese lejano tronar de tormenta acercándose a tantos nudos por hora de las vidas...

«Pero si eso no importa, Herschie, si nosotros, tú y yo, y todos los judíos, lo somos por ascendencia materna», hablé muy alto, para mí o para nadie... Herschel, niño mío, niño de todos nosotros, milagro encarnado de nuestras vidas, ven conmigo, toma mi mano entre las tuyas y repítete despacio «yo viviré», repítetelo en cada desfallecimiento, en cada golpe de tu existencia, repítelo sin cesar, y avanza o retrocede, como ante una mujer, el desprecio ajeno, o un nido de ametralladoras, pero aguanta y permanece... Porque sólo eso cuenta, hijo del misterio que no disimulaste tu enojo cuando te aseveré, roto de tristeza, que yo no era tu padre... No a cualquier precio, por supuesto... ni siquiera a ese precio íntimo y sólo tuyo, que no sabe de ganancias ni de beneficios. Ese precio sin precio que fue para mí una bola del mundo ansiada en Salónica y rescatada, envuelta en trapos y artículos de periódico, de la soledad de un piso vacío de la noche a la mañana... Ese mapamundi me ha acompañado a todas partes, a París y a Nueva York y a Madrid, sabes, entonces lo guardé en una taquilla de las de la estación de Austerlitz, y le di la llave a Jérôme para que la escondiera, que la escondiese tan bien que hasta él y yo tardásemos años en encontrarla, le ordené, y asintió sin hacer preguntas, nadie las hacía en esa época deplorable, y en 1947 su viuda me devolvió la llavecita que él había ocultado, me contó, en el hueco de su árbol favorito de los jardines del Luxemburgo. Jérôme le había sido fiel al centenario guardián de los secretos de su infancia...

Y una mañana del 48, Herschel, cuando tu madre ya tenía en sus manos el billete sin retorno y la visa de emigrante a Puerto Rico, me armé de valor y me encaminé a esa estación, metí la llave en la pequeña cerradura, y giré... y ahí estaba, intacto y cubierto de polvo y al fondo de su reino de oscuridades, el pequeño mapamundi... Me aguardaba desde 1940, desde que, al cabo de esa rendición que el asesino del mariscal Pétain prefirió calificar de armisticio, y tras evadirme de un revuelto agrupamiento de prisioneros de guerra en la plaza, dormida y blanca, de una aldea de casas incendiadas, volví a subir a pie a París, dispuesto a la más necesaria, y en mi caso obligatoria, de las clandestinidades... Catherine Ravel me acogió en su casa, me compró con sus cupones del tejido unas ropas baratas de civil, y se dispuso a ayudarme en todo, salvo en «eso»... «Soy supersticiosa, y si escondiese fetiches ajenos estos hijos de perra nos matarían a todos enseguida», dictaminó, «pero conozco a alguien que te guardará tu amuleto. Es un sentimental, y a la par un racionalista, y finge desdeñar el valor mágico de los objetos, casi con la misma convicción con que yo simulo pasar de largo ante ciertas... ciertas propiedades». Me presentó a Jérôme, era un hombre grande y rubicundo, simpatizamos enseguida, yo llevé mi bola del mundo al refugio de una taquilla y le entregué la llave, personal, le dije, tan personal que llega a ser mágico, según Catherine, pero él no hizo preguntas y me prometió conservar y esconder esa llave hasta que los vientos soplasen, favorables, en nuestra dirección... Y ahí estaba mi mapamundi, quizá un poco, o levísimamente agrietado, del lado de África, pero intacto... Más intacto, desde luego, que yo. Mucho más intacto que Jérôme, a quien los alemanes fusilaron en marzo del 44 en el patio de la prisión de Fresnes. Al recuperarlo lo acuné entre mis brazos como a un bebé o a un niño perdido... abracé al Mundo y luego eché a correr, a correr cual poseso entre maletas, mozos y viajeros, y es que era bueno correr sin miedo a llamar la atención, sin miedo a que tu carrera la señalasen tiros y silbatos que no atendían a metas ni a descalificaciones de concursos...

—Ella ya estaba embarazada cuando se casó con Dalmases —insistió, apenas volví a sentarme a su lado, en el pequeño café de turistas que se llamaba, tiene gracia, Esmeralda.

—No veo qué importancia...

—Pero es que no lo entiendes —me interrumpió, colérico—, cómo puedes no entender... Ella ya estaba embarazada, y por esa época ya había plantado a Konrad, ya no trabajaba para él, el propio Dalmases la había convencido al fin, tras muchos años de ruegos y de insistencias, y créeme que he leído todas esas cartas, de que lo mandase al carajo, y por vez primera le hizo caso y aceptó sus envíos de dinero, y se buscó un alquiler para ella sola, lejos de la buhardilla miserable y sin refrigeración que ellos le prestaban a título de gran favor... se buscó un sitio para ella sola y para el bebé que ya crecía en su vientre. Había decidido tenerlo, «quiero tener este hijo por encima de todo», le escribió a Javier... Sin decirle nunca de quién era. De quién vengo yo.

—Vienes de una noche en que ella se sintió viva, nada más. Y nada menos, tampoco. ¿O es que te lo parece?

Le había respondido acalorado y furioso, y mientras hablaba rocé los números azules de mi antebrazo, 78798, y fue como si la estuviese tocando a ella, tocando muy despacio el hueco de sus rodillas y la curva de sus omoplatos y la delgada línea sin color de los labios que temblaban bajo los míos... La mayor parte de la gente, casi todos esos que nos rodean, los de las mesas de al lado, por ejemplo, quise decirle, hacen el amor para no sentirse muertos, hasta sin ganas lo hacen. Supongo que también ella buscó a su vez en el calor y la proximidad de otros seres la insólita corroboración de que estaba viva. Pero conmigo se trató de algo diferente, porque nosotros, Ilse y yo... nosotros nos acostábamos juntos para tocarle techo a la muerte, para irnos muy cerca de los muertos, y sentirlos a nuestro lado, sentirlos levantándose a la cabecera y a los pies y en medio de los cuartos por los que se paseaban como por en medio de los bulevares de sus vidas... Ilse gritaba y gemía, y en sus gemidos gemía de nuevo Klara, y acaso también sofocaba mi madre sollozos de amor la tarde en que me engendró, se tumbó con mi padre a una hora inhabitual porque ambos se encontraban molestos, ella había comido demasiados higos y él recién se curaba de un largo resfriado, y ahora yo imagino el son quejoso de sus placeres, o es que alguien, tal vez Antonina, mi hermana mayor que se despertó alarmada de su siesta y golpeó asustada la puerta del dormitorio cerrado a cal y canto donde nadie respondía, me lo contó entre risas tras descubrir mis sábanas mojadas de muchacho. No sé a quién, o a quiénes veía Ilse dentro de mi cuerpo, pero sé que a veces, si después del amor yo le acariciaba el pelo húmedo, pensaba en su padre. En la mano de su padre, que fue mi amigo, tentándole la nuca acalorada una tarde en que ambos visitaron los monumentos de Toledo... Lo sé porque ella me lo dijo, «mi madre y el bebé se quedaron en esa plaza de Zocodover, y yo me fui con mi padre a ver las cosas, los palacios, las sinagogas donde ya nadie le rezaba a nadie, y las iglesias, y de repente me sentí muy mayor, y a él lo presentí muy pequeño, a mi lado... Era guapo, como los jóvenes, y me hablaba como un niño, y me cuidaba como un viejo. Pero eso era porque todos los niños sienten que es viejo aquel que les ordena no te asomes a ese pozo».

Nos veíamos muy poco, yo iba a Puerto Rico muy escasas veces o ella venía, en tan pocas ocasiones, a Nueva York, y siempre las camas eran tumbas y sepulcros donde nos revivíamos, el uno al otro, al calor de los muertos... Ilse rozaba el número de mi antebrazo, como aquella primera vez, en un restaurante francés de su barrio de Condado, y me susurraba obscenidades de burdel, y yo me volvía loco, me excitaba como con nadie, también ella se erguía rabiosa bajo mi cuerpo y en nuestras pieles resucitaban tantas otras pieles... Nos venían todos los muertos, lentos y desesperados, y nunca les cerramos los ojos, no... Éramos sólo dos seres, una mujer y un hombre, que se contemplaban, castañeteándoles, llenos de miedo y de agradecimiento, sus dientes en una, en muchas habitaciones anónimas. Fuimos dos seres que compartían y buscaban calor en un abrazo sin mentiras... Éramos dos amigos. Dos amigos que burlaron la muerte y fueron a buscar, después, la de los suyos en la rabia y el deseo de sus cuerpos sin olvido.

No, Ilse nunca buscó la vida bajo mi cuerpo, quise decirle y no pude... En vez de eso, le recomendé, estúpidamente, que bebiera menos. A mi «vuelta» del campo, le dije, también yo busqué, apenas repuesto y durante un par de meses, consuelo en la borrachera... Y el alcohol no servía... No eliminaba ni apacentaba los recuerdos, no mitigaba nada en absoluto.

—Yo no busco consuelo —replicó—. Ningún tipo de consuelo... Has tratado de convencerme de que no importa desconocer quién fue mi padre. Hasta me has convencido, con tus historias de hebreas transmisiones maternas, de que en realidad no importa el nombre de mi padre. Pero hay algo que no entiendo... si Javier Dalmases la quería tanto, y no me vengas, por favor, con historias para tontos, de miedo a los aviones y excusas de esa clase... ¿si la quería tanto, por qué no se fue a Puerto Rico con ella?

Sonreí, incómodo y feliz, pero no aparté mi mirada de la suya que brillaba, aún joven y tan inquieta...

—El miedo a los aviones, dices... Claro que no, Herschel, aunque hubo un poco de eso, al principio, desde luego. Pero ocurre que se querían tanto que ya ni siquiera necesitaban verse... Estaban más allá de los encuentros, entiendes... no, no me entiendes. Hablo, en cualquier caso, por Javier... ya no necesitaba verla, porque llevaba viéndola, niña y luego mujer, qué criatura huida del nazismo tuvo derecho en esos años a la adolescencia, verdad... Llevaba viéndola sin cesar, insisto, desde que aceptó empezar a verse a sí mismo... Has leído sus cartas, así es que tienes que haber comprendido al menos eso... Haber comprendido que a su modo él la veía todos los días de su vida, porque ella era el reflejo, y el sentido no empañado, de sus noches en burdeles, de sus lecturas, de sus deportivos de colores estridentes... El sentido de su vida. Ella, y luego también tú, fuisteis el sentido de su vida. La mujer y el niño de su vida. Hay gente a quien le basta con poco... Sin duda porque nunca se conformó con menos.

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