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Authors: Juana Salabert
Y ella apretó los labios y pensó «cerdos. Ojalá os revienten muy pronto de un tiro en las tripas».
No correr, sobre todo no correr. Había policías franceses en la estación y un oficial alemán leía Le Matin apoyado contra el muro... El muro. Si le pedían la documentación siempre podría contar que se la habían robado, siempre...
Nadie se fijaba en ella, que temblaba de frío dentro de su chaqueta a pesar del sofocante calor del verano.
Salió del andén. Sus labios secos no se movían, pero en su mente se sucedían, obsesivas e incesantes cual plegarias, aquellas palabras:
Calle Varenne n.° 5, señor Sebastián Miranda, Miranda, Sebastián, en el 5 de la calle Varenne...
Aterrizó en París a las diez de la mañana, pero no fue inmediatamente a Auteuil. Se alojó en un hotel modesto contiguo al museo Picasso y deambuló durante horas por Le Marais, por el silencio de sus calles de comercios cerrados por el sabbath.
Sobre la acera, y delante del portal del n.° 22 de la calle des Ecouffes, divisó el ramillete de flores blancas que una o varias manos anónimas renovaban, según se enteró esa misma noche, cada dos o tres días desde aquel agosto lejano de 1944 en que la capital se insurreccionó, a las órdenes de los FTP de Rol Tanguy, ex voluntario en España, animada por las noticias del avance americano con su División FFI
(FFI: Fuerzas Francesas Libres o del Interior. Cuerpos franceses del Ejército Aliado.)
mandada por Leclerc al frente. Contempló absorto el amoroso puñado de pequeñas y tristes flores, y se encaminó después al n.° 1 de la calle Roi-de-Sicile, y bajo la quietud de sus contraventanas cerradas imaginó a la mujer joven que hubiera sido su abuela trasteando por un piso diminuto.
«Te pareces tanto a mi madre, hijo mío», le había dejado escrito Ilse, «que nunca dejo de sorprenderme y de maravillarme ante esa semejanza casi sobrenatural, porque es como si ella hubiese vuelto un poco a la vida a través de tus rasgos, de tu timidez y de tu talante delicado. Según fuiste creciendo te miraba y era como si a través tuyo me fuese al fin concedida la posibilidad de implorar su perdón por haberles abandonado». Una mujer espléndida, así la describió Miranda, que únicamente la vio una vez, «una mujer de una elegancia infinita y una belleza profunda y sin estridencias, decidida a todo para intentar salvar a sus hijos del tormento en ciernes, porque se reprochaba, absurda pero vivamente, no haber previsto la inminencia de la guerra y la magnitud de la derrota francesa, y haberse negado en 1937 a tratar de emigrar a Puerto Rico. Por esa época nos pasábamos la mitad de nuestras vidas recriminándonos a nosotros mismos los actos cometidos durante la otra mitad».
Se decía que ya no quedaba seguramente en el barrio ninguno de los muy escasos supervivientes que podrían haber conocido, aun vagamente, a los Landerman, y pasó ante la antigua escuela primaria, con los dos sicómoros en su patio central dormido al frío sol de noviembre y sus altas ventanas emplomadas, donde ella luchó con sus tablas de multiplicar y se esmeró por borrar de su acento todo deje alemán. Una niña avispada y rubia, secretamente orgullosa de su fama de guapa y de audaz, que saltaba al interior delimitado en tiza de una rayuela, y empujaba el guijarro con el pie... una niña que corría por la cercana plaza de los Vosgos, por delante de su madre, que la seguía con el niño de su mano, una comba entre los dedos y una cartera, comprada de ocasión en Les Puces, a la espalda... su madre. Apoyó la frente contra la verja de la escuela de los niños muertos, y se echó a llorar.
Flores blancas en una acera para los niños muertos, se decía, limpiándose las lágrimas a manotazos, embargado de furia, flores blancas cual frágil recordatorio de la brevedad de sus vidas embarcadas en la oscuridad de los vagones cubiertos de paja maloliente, pequeños tallos y corolas húmedos para los niños del Vel d'Hiv y los demás, los atrapados en las redadas de los meses y los años siguientes, los que fueron sacados a punta de pistola de sus pobres escondites en las ciudades y en los pueblos de los valles, las llanuras y las montañas tras las correspondientes, y cursadas, denuncias... Aquellos cinco niños de Marsella por cuya captura el vecino denunciante, y esfumado durante la Liberación, cobró 500 francos, aquellos niños ocultos en un pueblecito próximo a Lyon a los que Klaus Barbie en persona, escoltado por los asesinos franceses de la pétainista Milice, fue a buscar un día de primavera del 44, y aquel otro niño de ocho años que entregó sus últimas monedas a un gendarme de Beaune-la-Rolande para que éste le hiciese llegar a su antigua portera de la calle Notre-Dame-des-Victoires el siguiente mensaje: «Señora portera: ahora estoy solo. Primero detuvieron a papá y sólo nos pudo escribir una vez porque lo deportaron. Ayer deportaron a mamá. Estoy solo y ya no me queda nada. Por favor, si puede usted hacer algo.» El mensaje, publicado años después en un libro titulado Cartas de detenidos y fusilados bajo la Ocupación, que él había consultado en la biblioteca de la Universidad de San Juan, estaba firmado simplemente por Jacques. Encima de la temblorosa rúbrica infantil había una estrella de David dibujada. Acaso el pequeño Jacques temía, mientras garrapateaba aquellas líneas desesperadas y apresuradas sobre aquel trozo de papel de estraza conseguido Dios sabía de qué manera, contravenir alguna ordenanza si a su nombre no le añadía la estrella pespunteada sobre su ropa cayéndosele a pedazos... El gendarme cobró las monedas y cumplió su promesa de remitirlo, previo pago, a una mujer desolada y bondadosa que nada podía hacer ya, salvo conservarlo cual muestra fehaciente de la abyecta ignominia del tiempo que les fue dado a tantos para morir temprano o sobrevivir muriendo. Escrupuloso y corrupto, el gendarme francés aceptó las monedas del niño y el mensaje llegó a su destino. Como Jacques al suyo. Wurden vergast.
Y a Herschel le parecía distinguir ahora, en el rectangular patio de aquella escuela de bancos vaciados día tras día por la insaciable gula del ogro, la marea de rostros apiñados de los centenares de miles de niños muertos que retornaban, de un lado y otro de Europa, por encima de su oscuro vuelo aventado de cenizas sobre el continente arrasado del crimen. Caritas ansiosas a la luz de una única estrella del color del sol tejida en sus ropas y estampada en sus documentos por orden de los eficientes y ordenados asesinos, caritas febriles que lloraban de hambre y de miedo en las noches abarrotadas de Pithiviers, Drancy, Beaune-la-Rolande, donde aguardaron, tras la inmediata deportación de sus madres a la salida del parisiense Velódromo de Invierno, turno para su deportación al alba en los trenes de «niños»...
Algunos no tenían ni dos años y desconocían su nombre o lo habían olvidado, cuando los altavoces los llamaban por sus apellidos, aquellos sonidos, aquel amplificado deletrear no significaban nada en absoluto para ellos, que se quedaban muy quietos y sin levantarse del suelo hasta la llegada de los gendarmes histéricos; todos los menores de seis años sufrían de diarreas persistentes provocadas por el tazón diario de sopa de coles agrias y el espanto, y durante los quince días de su última estancia en Francia fueron los niños algo mayores y las mujeres sin hijos, y aún no deportadas, quienes se esforzaron en limpiarlos, acariciarlos y calmarles el terror sin límites en que los sumían el son de los silbatos y la visión de los uniformes franceses y alemanes. Llegado el toque de queda, se apretujaban entre sí a centenares, y no dormían o dormían a intervalos de cabezadas interrumpidas por las pesadillas donde unos hombres muy reales los arrancaban del lado de sus madres... Pronto, afirmaban los mayores en su intento de calmar a los pequeños, volverían junto a ellas, en cuanto llegasen más trenes podrían, quizá, reunirse de nuevo con las familias perdidas... Y tal vez fue durante una de esas charlas «tranquilizadoras» de las noches de Drancy cuando uno de los niños más pequeños le puso nombre a ese lugar misterioso que los esperaba, en Alemania o, como se musitaba en voz muy baja, en Polonia... Ese sitio al que ya habían sido conducidos sus madres y sus padres y sus abuelos y sus vecinos y sus primos veinteañeros. Un nombre de reminiscencias y sones yiddish, que no representaba nada en absoluto, y lo contenía todo, el miedo a lo desconocido y la esperanza, el pánico y el anhelo... Pitchipoï, lo llamó ese niño anónimo, y aquella palabra se extendió enseguida con rapidez de talismán, de niño a niño, por la miseria de Drancy... Iremos a Pitchipoï, nos llevarán de viaje a Pitchipoï, tú también tienes a tu madre en Pitchipoï, a mi hermano mayor se lo llevaron con mi madre y el abuelo a Pitchipoï.
Así llamaron a Auschwitz-Birkenau, antes de morir gaseados en una de sus cámaras selladas, los cuatro mil cuarenta y tantos niños, descontando a su madre y a los otros cuatro que lograron escabullirse, detenidos en el curso de la gran redada del Velódromo de Invierno. Pitchipoï.
Sin duda, también aquel niño cuyo nombre él había heredado, aquel niño que tanto se parecía a su madre, Annelies Blumenthal, de casada Landerman, también soñó en algún momento de su desamparo último con que quizá en Pitchipoï no todo fuese tan terriblemente malo... Porque después de todo, allí se habían llevado a su madre, allí tenía que estar esperándolo su madre... guardándolo con la misma impaciencia con que esperaba a Ilse, que nunca había vuelto... Aquel niño de rizos cuyas tranquilas facciones ahora exhibía él, su sobrino, por las calles del barrio donde él anduvo a la vera de su impetuosa hermana que contaba los cuentos mejor que nadie en el mundo, su hermana a quien nada asustaba ni doblegaba...
Recordaba haber leído que un empresario francés de bollería había conseguido introducir en Drancy, mediante sobornos a los guardias y a los delincuentes comunes amnistiados a condición de que ejerciesen de feroces carceleros en los campos franceses, unos centenares de cajas de pain d'épice y de chucherías diversas para los niños, y secándose las lágrimas rogó porque el pequeño Herschel Landerman hubiese subido al tren, que se lo llevó, en la humedad de una mañana de agosto, a letal asfixia de Pitchipoï, con una última dulzura pringándole los labios que acaso, mientras trepaba al vagón con andar vacilante, le rezaban a Dios, al espíritu de su madre o a nadie.
Alzó los ojos sofocados hacia el patio de la escuela ya no agolpada de esos rostros que en su imaginación adoptaban la forma de su cara, y Dios, también la de su hija Estelle, escrutó los vacíos, silentes, muros grises y se giró, tembloroso. Dejó atrás la calle Vieille-du-Temple, y se encaminó, bajo el blanco sol del frío, a la antigua y pronto culminada paz sabatina de la calle des Rosiers. «Ese silencio de las montañas y de los valles pirenaicos, Herschel, ese silencio de cuando llevas horas de unas caminatas sin fin, hacia una salvación dudosa o el seguro final, quién podría describir ese silencio. La majestuosidad y lo tenebroso de ese silencio, y entremedias el rumor del viento sobre los árboles, el son del agua en una garganta de montaña, el crujir de la tierra bajo el rítmico cansancio de los pies. Yo era la única que no iba calzada convenientemente, de entre aquel pequeño grupo de niños griegos sefardíes, y Catherine Ravel intercambió, a partir de nuestra llegada al Béarn, sus zapatos conmigo, ambas teníamos los talones ensangrentados y las uñas moradas, pero ninguna de las dos nos quejábamos, de qué me iba yo a quejar si la propia Catherine me había rogado que no le contase a ninguno de mis compañeros mi huida del Vel d'Hiv, que no les describiese cuanto habíamos vivido allí dentro, insistió, era mejor que no se asustasen, porque un único movimiento de pánico, un solo descontrol, y todo el plan se nos vendría abajo. Hasta nuestra llegada a Pau viajamos ocultos en un falso camión consular de mudanzas, más o menos protegidos por la también falsa documentación diplomática proporcionada por los contactos de Miranda. Esa noche dormimos en un antiguo granero, entre silenciosos maquis sin afeitar y tres o cuatro desertores italianos que se habían unido a sus filas.» Hasta entonces, le había escrito a su hijo, sólo los habían parado en un control, en una carretera secundaria próxima a Tours. El taciturno chófer español apagó el contacto, ellos se agazaparon sobre las mantas escocesas y bajo aquel absurdo piano blanco de cola que alguien se empeñó en meter como operístico camuflaje en la renqueante trasera del camión, y vieron saltar al suelo a Catherine Ravel, a quien Sebastián y el dueño de ese garaje, Jérôme Dassiou, nos habían presentado bajo el nombre de Émilie Vaugirard, y todos llevábamos detrás demasiadas horas de ocupación para saber que no se llamaba así, para saberlo y no hacer preguntas, al fin y al cabo nos habíamos criado, o llevábamos algún tiempo inmersos, en un hábito pertinaz de miedo a las preguntas, a toda clase de interrogaciones. Me enteré de su nombre muchos años después, ya en Puerto Rico, y por boca de Miranda, recogiéndose melindrosa una informe falda gris. La observaron saltar al suelo y encaminarse, sonriente y púdica, hacia un oficial alemán. La vieron hablar con él, y acompañarlo hacia el camión. El conductor murmuró sin volverse unas palabras de aliento, que quizá nadie entendió porque lo sospechaban mudo, o porque los paralizaba el pavor. «Tenía tanto miedo que me oriné encima, un accidente que ni siquiera me había sucedido durante aquel infierno del velódromo, y por absurdo que parezca, uno de aquellos niños, el más pequeño, Yorgos, se llamaba, me oyó y se echó a reír, me propinó un codazo afectuoso y sin malicia, parecía contento de no ser el único, porque horas antes le había ocurrido a él, y su vergüenza fue tan grande que no aceptó ni siquiera el bocadillo de margarina que le tendía aquella chica de pelo muy negro y tics faciales que no despegó los labios en todo el camino. Se lo guardó bajo el faldón de la camisa con ademanes furtivos y hambrientos, un poco sorprendido porque nadie se burlaba, ni se abalanzaba a arrebatárselo. La señorita Vaugirard regresaba, acompasando la menuda agilidad de sus pasos a las zancadas del oficial y el aire del verano despeinaba su moño severo y le agitaba las faldas en torno a unas piernas musculosas e incongruentes, parecían piernas de bailarina o de gimnasta más que de maestra, recuerdo haber pensado, uno siempre piensa idioteces que a veces son aciertos en momentos semejantes, porque luego resultó que ella era actriz y que durante una temporada trabajó incluso de caballista en un circo. Llegaron hasta nosotros y ella izó la lona y dijo, muy deprisa, en un tono muy agudo y consumado de artista que lleva media existencia desenvolviéndose en un sinfín de registros, y en mil y un repartos, «Herr oficial, los niños de mi coro... Bien, no exactamente de mi coro, yo sólo soy su directora en Francia, la encargada de velar por su triunfante regreso a España, si supiera usted la de éxitos que han cosechado en sus actuaciones parisinas estos jóvenes cantantes de la cofradía madrileña del Buen Pastor, el mismísimo Rothke los ha aplaudido en París, durante una velada musical organizada por el señor Drieu a instancias de Robert Brasillach, uno de nuestros mejores talentos, y un enamorado de España, como el mariscal, que fue nuestro embajador ante Franco...». El alemán arrojó sobre nuestros cuerpos expectantes una mirada aburrida, asintió, y la lona volvió a cubrirnos con celeridad de telón en un escenario callejero de títeres... Y ya está, nos habíamos librado, nuestra guía subía de un salto junto al parsimonioso conductor que le ofrecía en silencio un cigarrillo encendido, lo aspiraba con ansiosas bocanadas, y nos decía sin volverse y ahora otra vez silencio, muchachos, si a alguno se le ocurre ponerse a cantar me lo como en menos que canta un gallo, por estúpido o madrugador que sea ese gallo. Y dirigiéndose a Julián, el chófer, que quizá tampoco se llamase Julián, suspiró, en un español desastroso, que maldita sea, Dios, y pensar que se había largado en un tren nocturno a París apenas cumplió los veintiuno con la secreta ambición de no tener que volver nunca a madrugar, ni a las misas de maitines a que la arrastraba su madre ni a ningún otro asunto, y mire, amigo, la mía vida. Vestida de monja y asomándome a todas las albas, si quiérase alguien este porco destino arrancóme el sombrero, qué me dice usted.