Read Velodromo De Invierno Online
Authors: Juana Salabert
—Ellos también son parte de nosotros, y carne de nuestra carne, y sangre de nuestra sangre, pero no lo saben. Llevan siglos acogidos a la íntima seguridad de su olvido, al presentimiento de que sin duda fue mejor no haber seguido sabiendo —repuse suavemente.
«Buena parte del prodigio y la modernidad de las ficciones españolas viene de una mentira fundacional... una mentira engendrada por el temor, Bas, algún día escribiré un libro al respecto», me señalaba entusiasmado Arvid, «cambias de nombre, y te inventas un» origen... te haces a ti mismo, y a ti mismo te armas caballero frente a la irrisión, la mofa, y tal vez la oscura piedad o la seca vergüenza ajenas... Mentira y temor dominaron durante generaciones las almas de los descendientes de conversos...». Divertido, le replicaba: «vamos, no te hagas el Freud»... Pero él sacudía la cabeza, y fruncía el ceño, propinándose golpecitos en el mentón con la puntera de plata de su lapicero mordisqueado. «Tú no has alcanzado a intuirlo porque vienes de quienes se fueron, Bas. Pero detrás de toda mentira subyace, poderosa, una nostalgia. En este caso, en el de quienes se quedaron, la de no poder llegar a ser quien se podía haber sido frente a la verdad de estar siendo quien no se iba a ser... Es la nostalgia de un viaje imposible, Bas, no lo entiendes... porque ese viaje de expulsión lo acometieron siglos antes, y en su nombre venidero, otros que ya estaban muertos. Todos nosotros, y en especial vosotros, los sefardim, somos su herencia perdida, Bastián, sus espejos sin reflejo. Su Itaca.»
Extrañamente conmovido, emocionado a mi pesar, escuchaba a mi amigo... hasta que éste abandonaba sus anotaciones, y me arrojaba una bola de papeles a la cara. «Vamos por ahí a quitarnos las telarañas de los estantes de la cabeza, Avicena, ¿sabes que desde que os presenté Klara te llama así? Siempre me pregunta por ti, y eso que no parecisteis caeros demasiado bien, discutiste con ella de un modo que en fin... tampoco importa realmente, le expliqué lo de la muerte de tu madre, no entiendo por qué tardaste tantos días en contármelo. A veces tienes unas reservas de perseguido hugonote... Claro que a ella eso no le asusta, ni le sorprende, tampoco... porque es como si todo lo viviese instalada en el asombro. Klara es distinta... Me cae bien.»
«A mí también», hubiera debido confesarle, «incluso demasiado bien, para mi gusto». Pero no lo hice. Callaba y lo acompañaba a los cabarets baratos, al paraíso de los teatros en cuyas plateas chillaban enfurecidos los padres de familia en airada protesta a la escucha de ciertos textos que nosotros aplaudíamos hasta ensangrentarnos casi las palmas de las manos; y luego marchábamos de cervecería en cervecería, y al calor del humo de las cocinas y del tabaco rancio yo disparataba, «déjame ser tu negro ayudante en literarias tareas más livianas y menos ensayísticas, déjame ser émulo del gran Dumas que le ofreció a ese río de Madrid un vasito de agua para que no se le resecase la garganta», Arvid lloraba de risa, yo engolaba la voz, y arrancaba: «Entonces, y de la ingrata madrastra Sefarad, llegó Raquel, la de los ojos de cieno de laguna y el pelo de fuego, y al divisarla perdió el juicio y las ganas de vivir el hijo favorito del sultán... Ya no visitaba el harén, y el imperio peligraba porque surcaban sus mares las goletas españolas al grito de Muerte a los infieles...», y las noches se convertían en mañanas con nosotros dos dando tumbos entremedias de la niebla berlinesa. «Podrías ser un excelente actor, Bas», solía decirme, con acento estropajoso, y al caer sobre la cama yo me confirmaba que lo era ya. Llevaba toda mi corta vida empeñado en ser el mejor actor del mundo a los ojos del único público que de veras me inquietaba; ese público era yo, y yo me dormía abriéndole mi sueño a una extraña mirada desigual, de mar y tierra... De un modo u otro presentía cuanto iba a ocurrir, y temía la ruptura de nuestra amistad. Lo temía con pánico inminente de traidor que toma sus medidas, sus vanas y banales medidas... nunca salía con Arvid, si éste me avisaba de que pensaba pasar la tarde con Klara, por qué no los acompañaba, había una conferencia espléndida sobre Velázquez, o un recital de cantigas seguido de unos conciertos de piano de Falla, ese músico maravilloso, en la sede de... No, me negaba yo, mejor me quedaba a estudiar, mejor me iba a una reunión de célula, mejor me iba a remar, mejor me iba al mismísimo infierno. Hasta el día en que me topé a solas, y de casualidad, con Klara Linen a las puertas de una confitería, y ella me tomó riendo del brazo, y me obligó a entrar, y se sentó frente a mí en una mesa diminuta, con floreros enanos y servilletas de hilo y azucareros de Dresde, por qué la evitaba de continuo, me preguntó, mientras se sacaba despacio los largos guantes y derramaba el azúcar y las moradas flores de Swift, y no prestaba atención ni al agua volcada ni a las corolas caídas entre añicos de porcelana y puñados de azúcar sobre las que ya se inclinaba un camarero obsequioso, por qué si nos encontrábamos en la biblioteca de románicas o a la puerta de un espectáculo yo me daba media vuelta y me largaba igual que si acabara de divisar al mismísimo Torquemada o a Gilíes de Rais. Ella no era Torquemada, ni desde luego Gilíes de Rais, no había mazmorras en su castillo... si ni siquiera poseía un castillo que albergara sus maldades, rió, ella «sentía» curiosidad por mí, y ya nos traían el té en unas tacitas de casa de muñecas, «creo que a los españoles otomanos, bueno, perdona, griegos, os gusta mucho el té», me escanciaba otra medida de sorbito, la rechacé sin brusquedad, colocando mi mano sobre aquella especie de juguete, y le dije que quizá ni a su, de seguro que reverenciado, Lord Byron ni a otros griegos ni a mí hubiese llegado nunca a entusiasmarnos el té de las damas y de la tarde. Y ella achicó sus ojos de lago y lava, apretó los labios muy pintados, y silabeó que era muy extraño. Sí, porque en primer año y en segundo curso iba aquella mujer a buscarme... Bueno, yo sabía, tenía que saber lo que entonces se murmuraba acerca de mí y de aquella mujer «mayor» del perrito oriental en los brazos cargados de pulseras, aquella mujer a la que sí le gustaba el té, porque ésa era la bebida que encargaba mientras esperaba mi salida al fin de las clases en un cafetín de obreros cercano a la facultad... Allí no tenían té, pero alguien le contó que la mujer siempre lo pedía, cuando se le contestaba que allí no... asentía, solícita, y encargaba un schnapps... Hice ademán de levantarme, y entonces, y mientras replicaba, con una neutra contundencia, que buenas tardes, lo lamento, pero no hablamos el mismo lenguaje, desconozco, y pienso seguir haciéndolo, las conjugaciones del idiota y repugnante idioma con que se entienden entre sí los «burgueses» de este mundo, ella tiró de mi chaqueta y se echó a llorar... Los camareros miraban a través nuestro, como si no existiésemos o alguna extraña consigna los hubiera convencido de nuestra recién adquirida invisibilidad, y una mujer sentada junto a una niña de trenzas oscuras nos contempló un segundo con desagrado y musitó algo entre dientes. Klara Linen seguía llorando, como si tampoco ella advirtiese la presencia de los otros (luego descubriría que era inmune al pudor, y que al revés que yo se le daba un ardite manifestar a gritos o a carcajadas sus estados de ánimo allá donde se encontrase)... «No te enfades, por favor», rogaba... Toqué sus cabellos y volví a sentarme, alarmado. Y no sé qué pudo impulsarme entonces a hablarle de Grete Wolff... Arvid, que era mi mejor amigo, jamás me había hecho una sola pregunta sobre el asunto... pero ahí estaba yo, contándole, con la mirada húmeda, que Grete se había sentido mal dos años atrás, y había visitado a un médico, y a la vuelta estuvo más de una semana sin preocuparse de teñir las canas de su pelo, una larga semana de silencios y atisbares de la bola de vidrio sobre el tapete de terciopelo con quemazones de habanos... Una semana entera inclinada sobre sus ilustradas monografías de cultura maya, una semana entera en que no les prestó atención ni a él, tan angustiado, ni al perrito mohíno que se arrastraba por las alfombras. «Un tumor en el útero», le dijo al séptimo día, «no estoy yo para carnicerías ni para mugres de hospital...». Y le habló de un viaje y de un testamento, tendría que tener cuidado, porque aquella chismosa de Hildegard intentaría llevarlo a juicio y arrastrar sus nombres por el lodo... pero de qué y de quién estaba hablando, le chillé, y agitó sus pulseras, «pues de quién va a ser, de la bruja de mi cuñada, de la viuda de mi hermano, vive en Francfort», resopló, como si le sorprendiera que yo desconociese hasta entonces el hecho, no tan insólito, de que había tenido una familia... «Vive en Francfort y seguro que reza todos los días para implorar mi muerte de pecadora. No sé de qué te asombras... pensabas que yo venía de una col o qué... De acuerdo en que algunas coles están podridas, pero hasta yo tuve una madre y un padre... un padre que me amenazó con desheredarme cuando le dije que iba a ser pintora, te puedes figurar lo que me ha importado... Mi padre, ya, me dijo: Grete, no te hagas ilusiones, de guapa no tienes nada, eres torpe y sin gracia, suerte habrá si te encuentro a un berlinés decente que no mire más allá de tu dote... mi padre, un nacionalista suabo enriquecido en Berlín que juraba por Bismarck apenas se le daba ocasión, fue el dueño de este piso y de muchos otros. Casi todos pasaron a manos de Hans, y a su muerte a las de su mujer Hildegard. Pero éste sigue siendo mío... y será tuyo.» Ella quería morirse en Guatemala, adujo, llevaba toda la vida soñando con esas pirámides mayas y con el verdor de sus montañas, toda la vida imaginándose, pincel en mano («y ahora incluso sin pinceles, hijo, qué me importan a estas alturas los pinceles»), bajo las fumatas de sus volcanes, a orillas de sus lagos de leyenda... Y nada ni nadie iban a impedirle morir en su secreta tierra de adopción... del mismo modo en que nada ni nadie pudo impedirle, una mañana de sus «no te voy a decir qué años, Seb, para que no me adivines los reales», que tomase la puerta y el expreso hacia París...
Rogué y rogué, le detallé a Klara Linen, nadie podría imaginar cuánto quería yo a esa mujer increíble, no todos los días se le debe la vida, la vida de verdad, a un ser de carne y hueso que forzó para nosotros la oxidada cerradura de las puertas del mundo, y nos dijo, alegre: «levántate y pasa, levántate y mira, levántate y habla». Pero era inútil... «No, Seb, no vas a venir conmigo, vas a quedarte aquí, vas a estudiar y a convertirte en cualquier cosa menos en un hombre de provecho, esa miseria y esa idiotez es lo único que me gustaría prohibirte. No pongas esa cara enfurruñada, chiquillo mío. Dinero tengo poco... y además el dinero... Tengo el suficiente para mi viaje y el de Tommie, este perro está muy viejo y no aguantaría una despedida, y francamente, amor mío, no te imagino cuidándolo bien, y también el necesario para que vivas sin sobresaltos durante unos cuantos meses... quiero que sigas en esta casa... Que sigas en esta casa, y te hagas un hombre y durante un tiempo te esfuerces en ser menos malo que la mayoría de los hombres, me oyes, Seb, atiende, por favor, Seb, esto es importante.»
Naturalmente había dejado la casa, dejado la casa y echado a una alcantarilla las señas de un notario berlinés («lo elegí al azar, amor mío, pero allí está mi testamento para ti, tendrás que luchar con uñas y dientes cuando alguien te escriba que yo ya no estoy, con uñas y dientes contra Hildegard»), tras dejarlos a ella, y a su perrito Tommie, de nombre tan provocador, en la ruidosa soledad de un andén... Había acudido a despedirla enfadado, furioso porque ella se iba sin intención ni promesa de regreso, y también porque en los días anteriores había destrozado, uno por uno, todos los lienzos de su casa de maga sin éxito... «¡Salvas esa mierda de cartas astrales colgadas por las paredes, y tus cristales de Paracelso de feria, y quemas y rompes tus cuadros!», le había chillado, y esa última noche se acostó con ella casi a regañadientes, con la misma, pero no maravillada torpeza, de la primera vez... Y luego lloró sobre su vientre de matrona rebelde y en fuga, y Grete rió, tiró de sus rizos con insolencia de niña, y le aconsejó que se tomase la vida tan en serio como si ésta fuese una larga broma... «Los cuadros... no te enfades por los cuadros, Seb. No eran realmente buenos, sabes, me faltó... no sé, quizá una pizca de malicia, para prohijar en ellos la verdadera turbiedad del mundo... Siempre quise el cielo, y por cobarde, más, mucho más que por tonta, me quedé en la tierra. A lo mejor me supero pintándome con un huipil ante la boca de una de esas pozas de sacrificios... en mis libros se dice que esos huipiles de Atitlán son del más hermoso azul... Vamos, que están más allá, imagino yo, hasta de los azules picassianos.» Al despedirlo en la estación, repitió unas señas notariales, acarició su rostro atribulado, y le confió: «Eres mi último amor, jovencito, Sebastián Miranda de Salónica, pero te pareces al primero. Eres más importante para mí que ningún recuerdo, nunca serás en mí ningún recuerdo», y entonces él hundió el rostro entre el boa de plumas teñidas, y silbó la locomotora, y «el mundo se me vino abajo, Klara, realmente, abajo, porque esa mujer mayor, como la describes sin siquiera haberte parado a verla, me inoculó la fascinación del mundo. Me mostró el camino tortuoso que conduce, pero no siempre y no en todo momento, a territorios que no están en los mapas». En el último instante, y en el arrebato del último abrazo, logró deslizar el manojo de marcos que ella se empeñaba en dejarle dentro del forro descosido de su abrigo, y vio partir su tren, y regresó por última vez al piso destartalado a envolver, para llevárselo consigo al confín de todos sus días con sus noches, uno solo de entre el cúmulo de objetos estrambóticos... Un mapamundi que él había señalado en Salónica una tarde de sus trece años, diciéndole, con su trémula voz asaltada de gallos: «Quiero eso, señora Wolff, quiero el Mundo.» Apretó contra su pecho la fría y cálida bola envuelta en periódicos y paños de cocina y se buscó un cuarto de alquiler, le contó a Klara Linen, callándose el hambre sistemática de los últimos tiempos y la vergüenza de que Arvid compartiese con él, y sin decir palabra, los víveres enviados por su familia de Lübeck, y nunca volvió a ese piso, nunca, ocurriese lo que ocurriese, retornaría al lugar donde ella ya no avanzaba por el pasillo al son vibrante de sonajero de sus pulseras, oliente a aguarrás y a perfume francés y a azul de Siena, recién despertada de una siesta donde a él lo había «soñado emperador», «y tú no sabes lo que eso significa, pero yo sí... ese sueño nos augura para ti un destino de gloria, prepárame un té ruso, que corro a la bola de las videncias, y mierda, dónde puse mi mejor baraja de tarot, ya sabes, la veneciana, la que nos vendió ese tipo asegurándome que perteneció a los Visconti...». Klara Linen había dejado de llorar, asentía al apresuramiento de sus palabras como embrujada y sólo al final, cuando él se detuvo, tras asegurarle (o más bien asegurarse a sí mismo), con vehemencia inaudita, que jamás consentiría en separarse de esa esfera terráquea, habló muy bajito, le aseguró, abochornada, que «nunca iba a tener celos de esa mujer... esa mujer maravillosa que», siguió hablando, pero él ya no la oía, se estremecía inquieto sobre la silla extraña, y de una liviandad de juguete o de balancín, y se repetía «celos de... celos por qué», y entonces alzó sus ojos y se encontró con la nocturna y opalescente fijeza de los suyos. Fue ella quien alargó una mano curiosamente desnuda, tan desnuda, pensó él mucho después, por encima del rebuño rojo de sus guantes apelotonados sobre el velador, y rozó su pelo, y después su frente, y después sus párpados... Fue ella quien dijo, en voz tan alta que la mujer que merendaba al lado de la niña de las trenzas se giró, con virulencias de institutriz, «Alemania entera es ahora una cloaca sin ley, sin orden ni decencia», protestó esa mujer, golpeando la redonda superficie de mármol veteado con un puño muy frágil y sin anillos, que «lo amaba»... Lo amaba, pronunció insegura, y entornó dramáticamente los ojos, pero él comprendió que en ese dramatismo de muchacha no tenían cabida la teatralidad ni la pose de un instante, lo «amaba», repitió, y no sabía por qué, si él era un desastrado sin educación ni (no se atrevía a decir «clase», sospechó, enternecido) entendimiento, lo amaba desde que ese encanto de Landerman se lo presentó en una esquina y él estaba tan borracho y era tan divertido que... Bueno, daba igual, ¿podía ella, que nunca había estado de verdad con ningún otro, ir con él a su habitación... ir y? Y entonces todo su teatro, todos esos telones que lo apartaban del estruendo y la culpa del deseo y de sus sentimientos, cayeron, con un sordo rumor a sus espaldas, y se escuchó decir, también en voz muy alta (y entonces sí que lo miraron las señoras y los camareros, tal vez porque se había levantado de golpe, y empujado su silla de muñecas con las manos que tras las horas de clase se ganaban unos marcos lavando a los muertos del instituto anatómico forense, esas manos que después pegaban brillantes carteles sobre los muros), «coge tus guantes, Klara», y en verdad quería decirle «si casi me he muerto todo este tiempo, Klara, porque te quería tanto, y no debo quererte, Arvid me acusa de no hablar, pero es él quien sella sus labios, siempre, siempre...».