Read Velodromo De Invierno Online
Authors: Juana Salabert
Jeanne Bloch, que acababa de quedarse viuda, le dijo que lloraba por el amor, por su amor perdido, el amor, ya se daría cuenta ella de grande, era lo mejor del mundo, la prueba que cuando empezabas a enamorarte querías también más, mucho más, a todos los que te rodeaban, y hasta te portabas de otra manera con ellos. Si no eras un asqueroso gusano, el amor te mejoraba, insistió, llenándole un frasco con sal... se había secado los ojos y a sus labios regresaba aquella especie de sonrisa que durante muchos meses fue sólo la sombra y el recuerdo de una sonrisa... Su madre también era valiente, resolvió, pero estaba sola con ellos. Sola como tantas otras.
Y entonces sintió un gran frío por dentro porque en ese preciso instante se apoderó de ella la completa seguridad de que jamás volvería a ver vivo a su padre. Sudaba, al igual que el resto, por culpa de aquel maloliente calor pegajoso, y al tiempo se moría de frío y se le erizaba el fino vello sobre la piel de los brazos... Nunca más atravesarían de la mano las calles de fuego de una ciudad extranjera («una ciudad judía donde ya no hay judíos», por qué le volvían a la mente con malévola insistencia esas palabras de su padre en una esquina de Toledo, ésas y no otras, justo cuando empezaba a atenazarla el dolor por la certidumbre de su pérdida), jamás volvería a divisarlo, parapetado tras de un periódico, en una mesa de café... Y quiso gritar y llamarlo, «¡papá!», convocarlo a un retorno imposible, pero de sus labios entreabiertos no salía ningún sonido...
«¿Te ocurre algo, Ilse, chica?» Emmanuel Vaisberg la observaba con atención... y si, con un punto admirativo relumbrándole muy al fondo de sus ojos de un color incierto, eran verdes o de un marrón muy pálido, quién podría saberlo allí, bajo esa iluminación de sala de disecciones, esa luz de infierno surcada por millones, miles de millones, de motas de polvo... Aquel polvo repugnante que se aferraba a las gargantas y destrozaba los ojos. Pronto tendré conjuntivitis, a este paso, se dijo, y se enderezó las puntas del pelo con unos dedos tan temblorosos como los del señor Wiesen cuando hurgaba entre las mudas y los álbumes de filatelia de su revuelta maleta.
«No es nada, es sólo que a mí también me vienen cosas a la cabeza», aseveró.
Cosas y gentes, calles y cuartos, ruidos y músicas... El cuerpo medio desnudo de un bebé dormido a esa hora española de la siesta, y el cuerpo muerto y dislocado de un hombre sin brazos al que otros hombres, de atavíos y uniformes variopintos y monos azules, extraen entre resuellos de un hoyo sobre la acera y la calzada... Un carrusel de caballitos de madera frente a una playa dominada por un largo hotel blanco de torreones azules, y atrás, horas atrás y kilómetros atrás, el espanto de las sirenas de alarma sonando sin cesar sobre las paradas del tren atestado que nunca llegaba a la frontera de Irún... Y el pupitre de la escuela, y mamá que le enseña a rodar las erres a la francesa, y su padre que vuelve del cine donde nunca quiso llevarles, y ayudaba a sentarse a la gente durante cuatro sesiones seguidas, su padre que vuelca encima de la mesa las monedas de sus propinas de acomodador sin mirarlas, nunca quiso mirarlas ni contarlas, y su madre también evitaba mirar ese montoncillo de céntimos, ninguno de los dos las tocaban como si su mero roce fuese a acarrearles una desdicha. A la mañana siguiente ya no estaban allí las monedas, y la mesa aparecía de nuevo cubierta por el hule con el mapa pintado de Francia que les había regalado el señor Vaisberg, «para que la suerte les sonría en su nuevo país»...
Cosas y gentes, sueños y objetos... unos zapatos de charol que le hicieron daño y la caja de acuarelas que papá y ella fueron a elegirle a Herschel para su octavo cumpleaños, justo antes de que a él se lo llevaran a Drancy... Sus padres habían economizado mucho para esa caja, al pequeño le encantaba dibujar, mamá afirmaba orgullosa que el niño tenía «un trazo» estupendo... Y ahora ni ella conservaba los viejos zapatos de un brillo de espejos, ni Herschel tenía la caja de madera llena de círculos de colores engastados como en un estuche de las joyerías de la place Vendôme. La caja se había quedado en el piso, había visto a su hermano mirarla por espacio de un segundo... Mirarla y callarse. Acaso fuera mejor no tener cosas, pensó aturdida, no poseer nada, excepto amor, no le había dicho Jeanne Bloch que sin amor la vida era gris, gris como un muro, esos muros que...
No, no cosas, gente, aunque a veces también las cosas parecían ser parte de la gente, suspiró. Gente como Emmanuel Vaisberg, que no dejaba de mirarla de ese modo... maldita sea, tenía que mirarla de ese modo justo cuando peor aspecto tenía, cómo iba a darse cuenta de que tenía fama de ser la chica más guapa de los Vosgos. Pensándolo bien, tal vez no le faltase razón a Monika Libbers, bien pudiera ser que en los dos últimos cursos hubiera estado comportándose como una estúpida engreída. Después de todo, Monika podía tener los dientes torcidos, pero de tonta no tenía nada, era la number one en los estudios y no iba, sin embargo, de «pelota» ni de chouchou de ninguno de los profesores, por Dios, si hasta le dejaba copiar a las de su lado, al revés que las mellizas Duhamel, siempre en primera fila y levantándose escopeteadas si llegaba el provisor...
«Volviendo al asunto de las fugas», dijo Emmanuel, «creo que lo de los uniformes de esos tipejos es demasiado arriesgado, cómo saber a cuál de ellos abordar... no puedes fiarte de las apariencias. Eliges a uno con cara de mosca muerta y puede caérsete el pelo, quién te dice que no se trata de un acérrimo, de un convencido a ultranza de la grandeza de su misión de expurgador del peligro hebreo en el puto país donde Jeanne d'Arc oyó las voces debajo de un frutal... Jeanne d'Arc les vuelve locos, ya sabes, por aquello de que combatió a los ingleses... Y además, tú eres una chica, a ti no te venderían su camisita azul, sus correajes y sus brazales, ni por todo el oro de la Reichsbank. Quiero decir que aunque agarrases las tijeras de Myriam y te cortases el pelo al rape seguirías pareciéndoles una chica, una chica muy... muy chica». Apartó de ella la vista azorado y prosiguió: «Por otra parte, fingirse enfermo no vale de nada, por muy agradables que sean esas mujeres de la Cruz Roja, no les sirve ese argumento ni a los enfermos de verdad, conque a qué perder el tiempo en ilusiones de ilusionista o de imbécil. Me temo que aquí sólo funcionaría el azar... un azar de tipo "surrealista", bueno, de esos poetas que lee Jean con sus amigos en ciertas revistas. Cambio de guardias, revueltas y altercados como el de hace unas horas... La entrada n.° 4, por ejemplo, ésa no tiene una doble puerta. Sólo hay un batiente de cristales... pero naturalmente, allí han apostado a más gilipollas con mosquetones que en las otras, por si acaso. De hecho, la primera noche estudiamos con mi madre todas las posibilidades... Y nos ganó tal abatimiento que no hemos vuelto a tocar el tema.» Estaban tan cerca, se habían arrimado tanto el uno a la otra, que sus rostros casi se tocaban... Distinguía el latido de una vena en su sien, contemplaba hipnotizada ese constante palpitar azul cuando él le susurró al oído, y qué cálida era la sequedad de sus labios sobre su oreja:
«Daría la mitad de mi vida por salir de aquí.» «Sí, pero y tu madre... ¿No se enfadaría?» Ahora él se miraba la punta de los zapatos. Unos zapatos muy viejos y cuarteados de invierno, seguro que lo mataban de calor debajo de esas vidrieras... Tal vez no tenía ningún otro par y se había visto obligado a llevarlos desde el empiece de aquella primavera de las estrellas, y las mil y una nuevas ordenanzas y prohibiciones... Prohibición de acudir a las piscinas públicas y a los locales con cartelito avisador a la puerta de «se prohibe la entrada a judíos y perros», obligatoriedad de acudir a las compañías telefónicas para dar de baja las líneas registradas, nuevas restricciones de los famosos números «clausus» universitarios que ocasionaron tantas huelgas a partir del 40... la lista de lugares prohibidos y de las posibles infracciones era tan interminable que ella había desistido de aprendérsela.
Seguro que no disponía de otro par, a menos que le hubiese dado la misma manía que a su madre, que apenas daban las tres se arrojaba a los comercios, en pleno julio, a la caza y captura de unos absurdos zapatos de marcha para ella y para Herschel, cuando le preguntó, irónica, en qué club deportivo pensaba apuntarlos si hasta el uso de las cabinas telefónicas les estaba vedado, se limitó a fruncir los labios y a recomendarle, otra vez, que se callara. Que se callara y fuese prudente. Y que confiara en ella.
Esta vez le respondió en un tono muy alto, menos grave, un tono que añoraba, acaso, al del niño que presumió, primero en yiddish y enseguida en francés, de un banco de carpintero de juguete.
«Mi madre también daría la mitad de su vida porque al menos uno de nosotros pudiese largarse de aquí. Y entera la daría si pudiésemos salir sus dos hijos.»
Crispaba los dedos sobre la tela del pantalón, y le hablaba acerca de una misteriosa red de resistencia, la Sexta Sección de los clandestinos Éclaireurs Israélites de France, como se la conocía a media voz, «pero, por favor, nada que ver con la gentuza de la UGIF», que había logrado, con la ayuda de ciertos grupos descendientes de hugonotes, esconder a niños muy pequeños en granjas perdidas, al otro lado de la línea de demarcación, e incluso sacar a algunos, con cuentagotas, hacia Suiza... Pero Suiza era tan inexpugnable, y ellos eran tantos...
«Daría más, mucho más que la mitad de mi vida, por salir de aquí», repitió.
Y ella le preguntó adonde se encaminaría si pudiese volver a cruzar, pero ahora hacia fuera, Dios, hacia afuera, las puertas del velódromo.
Iría a la calle... bueno, qué importaba el nombre de esa calle. A casa de un compañero del liceo. No eran judíos. El hermano mayor de su amigo era comunista y nadie conocía su paradero, se había pasado muy pronto a la clandestinidad. Y el padre estaba en La Santé desde febrero, desde aquel atentado del metro... No, aún no lo habían fusilado. Iría allí para que le dijesen dónde podía acudir para enrolarse en las Juventudes Comunistas de Francia. Quería llevarse por delante a unos cuantos, afirmó, alemanes o collabos, le daba igual, para él todos eran lo mismo, sólo quería cargárselos. A ellos y a los cerdos de su especie. «No quiero morir como un conejo en una jaula, Ilse, de hambre y de sed y de espera, prefiero cualquier cosa a irme así.»
Le temblaba el labio superior, como a Monika Libbers si ella le había soltado cualquier impertinencia en el patio del liceo de chicas, cualquier idiotez de las que ahora se avergonzaba, y también los dedos convulsionándose sobre la rodillera del pantalón con aquel movimiento frenético, frenético... Colocó su mano sobre esos dedos de uñas negras (tan negras como las de ella, entonces por qué las suyas le conmovían tanto), y no se atrevió a asegurarle «saldrás de ésta, Emmanuel, ya lo verás», tal y como deseaba absurdamente, porque de pronto mucha gente de las filas traseras se les echó encima, y se vio aplastada contra él, que en un movimiento instintivo la rodeaba con sus brazos, pero también se rodeaba y se abarcaba a sí mismo a la par que a ella, porque también él gritaba de pánico, y su voz se perdía, al igual que la suya, entre los clamores ajenos... Yacía sepultada contra él, y se ahogaba, y él sujetaba, casi arañándosela, su barbilla, y ambos gritaban, como si buscasen aire, aire... aire enrarecido, pero aire...
Muy remotamente percibía la voz de su madre llamándola... Tuvo miedo por Herschel, pero no lograba desasirse... y era como si los dos cayesen muy juntos, y tan apenados, por una pendiente, una pendiente que...
Caían y caían, trabados entre sí, caían en picado y mordiéndose por una calle en cuesta y al fondo de una hondonada, donde un insepulto muerto sin brazos que no era ningún conde miraba a otros muertos escrutándolo bajo una luz de polvo azul... Y esos muertos eran ellos.
Después se enteró de que se había desmayado al paso de la avalancha... Porque había habido una avalancha cuando murió el bebé de aquella chica, que enseguida se volvió loca y la emprendió a golpes con todos los que la rodeaban, seguramente ahí se inició la desbandada de pánico, algunos contaban que el niño estaba mamando y que de pronto ella empezó a aullar porque ya no sentía el movimiento de sus labios, pero qué iba a chupar su hijo si hacía más de veinticuatro horas que a ella se le había cortado la leche, movía el señor Wiesen horrorizado la cabeza ensangrentada mientras se lo contaba a aquella señora magnífica de la Cruz Roja, Suzanne Bodin ,( La autora ha querido citar, en este contexto de ficción, a una persona real. Suzanne Bodin, enfermera que estuvo como miembro de la Cruz Roja en el Vel d'Hiv, murió en el campo nazi de Rasenbrück tras ser detenida por actos de resistencia. ) que llevaba el nombre inscrito sobre una tarjeta en un ángulo de su bolsillo de enfermera; alguien le había pisoteado la frente en medio de aquello, «y por cierto que con unos tacones de muy buena calidad, de los de antes de la guerra, no de esos de corcho que se consiguen hoy, y si no, miren el resultado», pero sus tontos rasguños carecían de importancia, «porque, señora, dígaselo a todos los que pueda, dígales que si existe un Dios y ve esto... porque yo ya no sé si hay un Dios, señora Bodin, disculpe que la llame por su nombre tan hermoso de pronunciar... Yo ya no sé si hay Dios. Pero esa chica, esa chica que nos empujó y se arrojó sobre nosotros con su bebé muerto en los brazos... quién le va a pedir mañana a esa chica que confíe en la palabra, señora Bodin. Ni en la de Dios ni en la de nadie».
Los ojos de Herschel ya no reflejaban nada... Tenía una mano negra e hinchada, la que le habían pisoteado, pero no se quejaba ni lloraba, se limitaba a mirarlos, agazapado y como sonámbulo... Inmóvil como un muerto, se estremeció. Su madre continuaba acariciándole la frente, si no fuera por Emmanuel Vaisberg, le decía, ahora Dios sabe en qué estado se hallaría, porque él la había sujetado en sus brazos cuando toda la gente se les echó encima despavorida...
Giró los ojos y lo vio, la cara tumefacta y llena de sangre. Su madre gritaba que estaba segura de que se había roto el puente de la nariz y requería a gritos a la señora Bodin, pero la señora Bodin estaba muy lejos, se ocupaba de la joven madre que se volvió loca sobre el improvisado, mísero, puesto médico de la pista, nunca había visto a la señora Vaisberg histérica... Pero él permanecía muy quieto, llevándose un pañuelo roto al párpado destrozado, muy quieto y callado, hasta que zanjó los lamentos de Edith con un: «bueno, ya basta... es suficiente, mamá. Madre, que te calmes, de acuerdo».