Read Velodromo De Invierno Online
Authors: Juana Salabert
Sé que sus respuestas no las leía en ningún lugar público. En cierta ocasión me confesó que nada más sacarlas del cajetín agarraba el volante de uno de esos coches increíbles que constituyeron su único «vicio» y conducía hasta un acantilado, el mirador de los Nueve Picos creo recordar que lo llaman. Aparcaba, apagaba el contacto, y las leía, con las ventanillas bajadas. Las leía, primero para sus adentros, y enseguida en voz alta, hasta aprenderse de memoria, línea tras línea y en ese español, salpicado aquí y allá de términos y locuciones portuguesas, bien peculiar de Ilse, que había renunciado desde antaño al alemán que él aprendió en sus años de estudiante, y evitaba cuidadosamente el francés, los mil y ningún detalles que ella le proporcionaba sobre la marcha del negocio de antigüedades, los huracanes de la isla, los avatares diarios... y, en especial, sobre el crecimiento del hijo, sus notas, las enfermedades de rigor, su altiva timidez, ese carácter impredecible que lo mismo lo abocaría a la desgracia que a la grandeza... «Es un niño muy bueno», le había escrito, «de una bondad casi preocupante. Se pasa las horas muertas jugando en la tienda, encerrado entre muebles y ropones y máscaras con su gata
Morgane,
leyendo, o viendo esos programas estúpidos del canal Disney en la tele. Es un niño
demasiado
bueno, o eso me asegura Milita, que lo quiere como a uno de sus muchos hijos y siempre trata de convencerlo para que juegue, al menos, con los niños de su escuela después de las clases. Pero él nos cuenta que esos niños están siempre muy atareados, clases de idiomas y de golf y de yo qué sé qué más... En fin, créeme, esta Milita es una joya. Cuando el niño tuvo paperas, ella...».
Podía imaginar, imaginaba, a Dalmases cerrando los ojos dentro de alguno de esos absurdos descapotables rojos que cambiaba cada tres años, cerrando los ojos y componiendo en su mente los rasgos dispersos y mutables de un niño a quien no había visto nunca, con el montón de hojas manuscritas entre los dedos... Cerrando los ojos y abriéndolos después al mar, porque detrás, y más allá, del removerse del oleaje, estaba ella.
Alguien bostezaba y se dormía, satisfecho, con las manos de un chico que hubiera podido ser su hijo entre sus manos. Alguien se dormía, escorándose hacia el sueño de los vivos. Y ese alguien era yo.
Se ha adormecido unos instantes sobre el hombro de alguien, y de pronto ya no está allí, ha volado muy lejos de esa pajarera inmensa y sucia de orines y excrementos, respira el aire fresco de una calle y lo mira todo, los árboles y los escaparates de las tiendas, desde muy abajo, porque es una niña muy pequeña a la que otros cuidan y alimentan y llevan aún en brazos o de la mano a la hora del paseo. Se le han desabrochado los cordones de los botines diminutos, y se inclina para atárselos, aunque todavía no ha aprendido a hacerlo y entonces siente esas manos que tiran de ella hacia atrás, percibe esas voces conminatorias que la reclaman, y la instan a volver. A volver. «Mamá, mamá, por favor.» «Señora Landerman, Anne... Annelies. Basta.» Oye, muy cerca de sus oídos, el estampido de un golpe... Pero hasta que no se lleva, estupefacta, la mano a la cara no siente el dolor. «No está usted sola, Anne. Compórtese. Por sus hijos.» Edith Vaisberg acaba de soltarle una tremenda bofetada. «No vuelvas a hacerlo, mamá», las manos de Ilse aferran sus muñecas, hincándole las uñas. La mantiene sujeta con una fuerza que la sorprende. Y Herschel... Herschel no la mira, lloriquea, con la cara escondida sobre el hombro de Emmanuel. Lloriquea, sin duda ya no tiene fuerzas para llorar, se ha pasado media noche llorando de hambre, llorando y durmiendo a ratos y despertándose enseguida por culpa de las pesadillas y de los calambres en el estómago. Lloriquea y tiembla, y Emmanuel le pasa por los rizos oscuros que ha heredado de ella una mano mecánica, mientras repite conciliador «vamos, vamos». No vuelvas a hacer el
qué,
desearía preguntarles, pero entonces lo recuerda todo, las sirenas de la alarma aérea en medio de la semioscuridad del toque de queda, los gritos y los aplausos demenciales en las gradas —
Allez, la RAF, (
RAF: Royal Air Forcé, aviación británica.)
enronquecían, vociferantes, unos cuantos, como si asistieran, jaleando a sus ciclistas favoritos, al desarrollo de esa carrera estrella que los periódicos llamaban «la gira infernal de los seis días del
Vel d'Hiv»
—, el gargoteo, tan parecido a un estertor, del pequeño André Bloch que vomita encima del regazo de su madre, cuyas plegarias se unen a un lejano rumor de rezos, al lado de la abuela inmóvil que ya no responde a su nombre y apesta a orines. Muy poco después amaneció, se hizo la luz sobre la vidriera, y vio anonadada los cuerpos caídos sobre la pista de los dos o tres suicidas de la noche que tal vez lograron su propósito al arrojarse de cabeza desde el último piso, o que, por el contrario y para su desgracia, respiraban aún, malheridos y maldiciéndose, y vio cómo la pareja de gendarmes los arrastraba por los pies junto a los palcos reservados a los enfermos graves, y a aquellos otros donde se hacinaban los casos contagiosos, todos esos niños febriles y desfigurados por la última ola de varicela...
Vio la eterna y flotante nube de polvo debajo de las bombillas, vio a los que se arrimaban a los muros para orinar porque a la docena de WCs atascados que nadie mandaba reparar ya no se podía ni entrar, vio a una mujer quitándole el pañal sucio a un bebé de meses. La vio arrojarlo lejos de sí, hundir la cabeza entre las manos y lamentarse, primero sordamente y luego a gritos, desesperada porque ya no debía de quedarle ninguno limpio en el maletín abierto a sus pies que ahora pateaba con furia inclemente, al lado del niño que chillaba solo y a medio vestir sobre una mantilla. La mujer se desgañitaba, y a su alrededor nadie hacía nada, porque todos la miraban del mismo modo en que la estaba mirando ella, igual que si hubieran muerto en el raid nocturno, como si caminasen incrédulos al borde de un hoyo gigantesco en medio del peor de los sueños, y el bebé iba poniéndose morado, quiso abrir la boca, desencajar la mandíbula, exigir «que alguien haga algo, yo misma, incluso», y al tiempo pensó «qué es este ruido» y ese ruido era el rechinar de sus dientes. Notó la humedad que le resbalaba por los muslos en el mismo instante en que otra mujer se apoderaba del bebé y lo alzaba en vilo sobre su cabeza, elevando los brazos flacos como la sirena del grabado que fue de su familia tendía los suyos hacia el final del agua... Lo notó con incredulidad y horror, se levantó de un tirón la falda del vestido, como si no hubiera nadie delante, qué importaba ya que hubiese una o diez mil personas delante, con el mismo pánico de aquella mañana remota de sus trece años en que despertó en medio de una cama ensangrentada y echó a correr por el pasillo de su casa llamando despavorida a su madre, segura de que iba a morir... A morir. Sí, eso era. A morir. Morir estaría bien... «Estoy indispuesta, me ha venido mi mes», se escuchó decir con voz lejana, y Jeanne Bloch le contestó algo acerca de unos hilos o de unas puntas de cordones, remedios de otro tiempo para este tiempo; aquella chica a la que medio barrio corrió a reanimar de su desmayo a las puertas de la panadería de la calle des Ecouffes donde la suegra había acudido a buscarla esa mañana del 40, sin darse cuenta de que aún enarbolaba arrugado en un puño el telegrama notificador de la muerte de Edgar, trataba, ahora, de animarla a ella... A ella, que entonces se había ocupado de los tres niños huérfanos, llevándolos todas las tardes con los suyos a jugar a la plaza de los Vosgos. «Nadie puede animarme», pensó, mirándose la sangre sobre los muslos. Y quiso dar las gracias, pero fueron otras sus palabras. «Quiero morirme, es mejor morirse, toda esta suciedad, toda esta... esta impureza, voy a morirme, es mejor morirse.»
«Trataste de golpearte de bruces contra el suelo, mamá, si no te agarramos te abres la cara», su hija aún la tenía aferrada...
Abrió los ojos y susurró «Ilse. Ilse. Lo siento...». «No llores, mamá, asustas a Herschie. No te vuelvas loca, mamá. Llora si quieres, pero no te vuelvas loca.»
Loca. Tanta gente se estaba volviendo loca a su alrededor... estaban los locos, como la mujer que había golpeado sobre la pista, hasta dejarlo inconsciente, con una botella de leche vacía -hasta que la detuvo una de aquellas enfermeras venidas por tandas y en equipos de cuatro, a tratar de remediar lo irremediable-, a su hijo mongólico que llevaba horas aullando, la mujer que lloraba y gritaba «¡si sólo le estaba haciendo un regalo a mi pobre Bernard, un auténtico regalo de aniversario!», y estaban los suicidas. Los suicidas que aprovechaban el espanto y los desórdenes nocturnos para subir sigilosos a los últimos pisos, y pasar una pierna sobre otra encima de las barandillas, al lado de quienes se acurrucaban sobre los asientos de madera, y dormían o fingían dormir, para saltar no al vacío, sino en medio y al azar de los cuerpos tendidos sobre esa pista que al cabo del segundo día todos procuraban evitar apenas se rebajaban las luces tras el toque de queda... Los suicidas. Algunos no habían esperado, se ahorraron el paso desde las comisarías de distrito y las escuelas primarias, o los gimnasios como el Japy, a la inmensa y terrorífica encerrona del
Vel d'Hiv,
habían saltado por las ventanas de sus casas o se habían inclinado sobre el gas de sus hornillas según arreciaban los golpes en sus puertas, acaso no se rumoreaba que en la calle Crozatier, donde se practicó más de un centenar de detenciones, una mujer se había encaramado a los tejados con sus dos niños tan pequeños, y cuando los apresó la redondeada luz de las linternas se arrojó de cabeza a la calzada, con uno en cada brazo, acaso no se murmuraba que en Montreuil un cirujano vienes, antaño muy famoso, había dispuesto del tiempo necesario para inyectarle a los suyos, e inyectarse a sí mismo, el aire de la muerte en las venas, mientras les decía muy tranquilo, en su perfecto francés de educado burgués europeo, a quienes ya descerrajaban a patadas y culatazos la puerta de la casa que no fue un refugio, «señores, un poco de paciencia, tampoco Roma cayó en un día...». «Partida de necios y de cobardes», se sulfuraba Edith Vaisberg si los amigos y vecinos les venían a su «rincón» con esa clase de historias, «no me hablen de esos suicidas. Háblenme de cómo apañárnoslas aquí para que no nos llegue la mierda hasta los mismísimos cuellos, que yo aún le tengo aprecio al mío y a los de mis hijos».
Tal vez Edith Vaisberg fuese diferente... Al revés que su marido, siempre le había dado un poco de miedo, parecía tan enérgica, tan poco proclive a «perder el tiempo»... Miembro del movimiento clandestino Solidarité, donde también militaba Arvid, no disponía nunca de un minuto libre, iba y venía, de un lado a otro de París, tratando de infundir valor a los derrotistas, de agitar a los remolones, de convencer a las mujeres de los detenidos para que no confiasen, bajo ningún concepto, la custodia de sus hijos menores a la trampa de esos centros, en realidad orfanatos improvisados, controlados por la UGIF, como el Lamarck... Desde su llegada a París la había tenido por «diferente»,
demasiado
distinta a ella. Sólo que ahora ya no se lo parecía... Edith Vaisberg era de pronto una mujer de párpados enrojecidos por el cansancio y pelo sucio aplastado sobre las sienes que pedía sin acritud «ocúpate un momento de tu hermano, Ilse, voy a mandar a Emmanuel a ver si consigue algo de agua, ya no nos queda ni una gota en los recipientes, pan nos queda todavía, aunque está tan duro que van a peligrarnos los dientes». Su hija asintió y le hizo un sitio a su lado. Edith le pasó el brazo por el hombro, y suspiró. «Señora Landerman... Anne. Siento haberle pegado. No se preocupe por sus reglas. Yo la ayudaré. Un fastidio, desde luego. Pero piense que podría ser peor, imagínese una colitis... No ponga esa cara, esas cosas ocurren, les están ocurriendo a muchos, no sólo a los niños o a los ancianos. Yo la ayudaré, señora Landerman, si los polacos no pudieron conmigo en 1919 no van a poder ahora estos franceses locos por los boches. Pero tiene que prometerme que no volverá a intentar tonterías. Y que irá mañana a primera hora, si es que mañana seguimos aquí, a ese patio interior que da a las ventanas de la calle Docteur Finlay a ponerse a la cola del único grifo. Recuerde que el viernes y el sábado por la mañana los obreros de ese taller de la Citroen subieron a las oficinas y nos arrojaron los panes de sus almuerzos por las ventanas... Mañana es lunes y a lo mejor pueden volver a hacerlo. Es poco, pero ese poco resulta siempre más que nada. No podemos dejarnos arrastrar, entiende. Ni hablar de darles ese gusto, para que luego publiquen sus porquerías sobre nosotros en
Le Pilori.
Y ahora déjeme que la ayude. No, no tengo paños higiénicos, pero una vez, y en una celda polaca, aprendí un modo de fabricarlos. ¿Supongo que su vestido tiene un dobladillo? Claro que sí, venga conmigo. Naturalmente que hay tijeras, es que puede usted imaginarse a la señora Myriam saliendo a alguna parte sin ellas y sus bobinas... Jeanne, pásame tu gabardina y el frasco de colonia del asma de tu suegra. Sólo unas gotitas para desinfectar el pañito. Le escocerá un poco, querida, pero no agarrará infecciones.»
«Sabe usted, Edith, que hacía muchos años que nadie me llamaba Anne... Todos me dicen Annelies, y mi marido me llamaba, me llama Lies. Pero mi madre siempre me llamó Anne, porque ése era su nombre.» Edith Vaisberg le sonrió. «Anne es un nombre bonito. Seguro que se lo hubiera puesto a una hija mía. Pero ya ve que sólo me salieron chicazos.»
Y entonces, mientras crepitaban los altavoces «ATENCIÓN, ATENCIÓN», y las dos callaban y tendían el cuello con un movimiento, pensó, de tortugas a quienes un ruido insólito obliga a sacar un segundo la cabeza de las conchas, recordó al faraón que mandó matar a los recién nacidos varones de los judíos de Egipto y dispuso perdonarle la vida a las hembras. El faraón fue desobedecido, pero ahora ya no habría, intuyó, ni siquiera esa clase de distinciones... incluso el rostro de Edith, tan pegado al suyo que sentía su respiración afanosa, se había vuelto de un gris ceniciento. El altavoz repetía una serie de nombres, ordenando a sus dueños que recogiesen sus pertenencias y se encaminasen hacia la entrada principal. Abraminsky, Adamsziewsky... Barvanelli, Bernstein, Binenfeld... Blechberg, Blimmenstein... Bloch, Blochen, Blochenwald... Blumen... Cohen, Cohandrien, Dardanell, Davidovitch... La lista se detuvo en la
D.
Y entonces, la voz irrumpió de nuevo en medio de aquel silencio pavoroso. Ahora no se limitaba a los apellidos, ahora enunciaba también los nombres.