Velodromo De Invierno (14 page)

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Authors: Juana Salabert

BOOK: Velodromo De Invierno
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... Bloch Myriam, Bloch Jeanne, Bloch Maurice, Bloch André, Bloch Edouard...

La lista proseguía, inalterable.

... Bromenstein Jan, Bromenszwiegen David...

Jeanne Bloch se arrojó a los brazos de Edith Vaisberg. Sollozaba, pasaba del francés al
yiddish,
gritaba que André llevaba desde el 17 por la mañana con tanta fiebre, dónde iban a llevarlos, le había preguntado a una asistenta social de la UGIF y ésta le había contado que únicamente se había consentido liberar, derivándolo hacia el hospital Rothschild, rodeado de alambradas desde diciembre del 40, a un antiguo, y condecoradísimo, oficial del 14 aquejado de un coma diabético fulminante... Pero era porque el viejo estaba moribundo, había añadido, con los ojos clavados en el suelo; moribundo, de resultas de la falta de insulinas, y con principio de gangrena en una pierna...

Vio a Edith abrazando en silencio a su vecina de tantos años, vio a la señora Bloch madre levantarse y echar a andar muy despacio hacia la fila de gendarmes concentrándose en un punto de la pista, oyó a Jeanne llamándola, pidiéndole que aguardase a que recogieran sus cosas, rogándole en vano que los esperase a ella y a los niños. Un muchacho rió cerca de ellos, sin alegría. «Otra que tiene prisa por conocer el
rien ne va plus
de Drancy o las panorámicas de los campos del Loiret. La vieja está tocada.» Y a su lado otro chico, de rostro amargo, y cubierto de marcas de acné, repuso: «todos los viejos lo están. Francia, tierra de asilo... y esa mierda pacifista del
Jean-Christophe.
La madre tierra, nuestros amigos los soldados alemanes, la fraternidad de las trincheras... ni un solo tiro después de Verdún. Un bla, bla, bla estupendo.

Había que verles después de Munich, venga de abrazos por las calles, roncos de tanto pegarle vivas a la
paz.
Salían de los cafés como cubas, toda la paga se les iba en celebrar que su gobierno no iba a entrarle a cañonazos al hijoputa de Hitler. Así nos va». Los Vaisberg y sus propios hijos se afanaban alrededor de los paquetes dispersos, intentaban recomponer el pobre equipaje deshecho dos días antes... Dos días que se le figuraban dos siglos. Y mientras, André Bloch tosía y tosía, y tiritaba sin cesar, en pleno mes de julio, con sus nueve años flotando dentro de una chaqueta de cuero que había pertenecido a su padre... Tosía y tosía, con sus ojos, de un azul de llama de gas, brillantes de fiebre. «Callaos, que no respetáis nada.» Edith Vaisberg inspeccionaba los cuatro bultos, con los ojos bajos porque jamás se había permitido llorar en público. «Vamos, señora Vaisberg, ¿va a enternecerse ahora por los franceses? ¿La oda de Claudel al mariscal Pétain, que a nosotros nos enseñaron en la escuela, empieza a conmoverle, tal vez? El gran héroe de Verdún... Ya ve el resultado de amar tanto a Francia, señora
solidaridad.»
«Callaos ya, golfos» —pero había cierta ternura y mucha comprensión en su voz—, «que no todos los franceses son como estos gendarmes. Acordaos de cuando llegasteis, como yo, de Polonia... Y de los tipos de la Citroen del patio... ellos también lo pasan mal, no hay día que no fusilen a alguno en el Mont-Valérien. Y además, qué andamos diciendo. Los Bloch son franceses, no es verdad, Jeanne. Franceses, por mucho que les hayan quitado los papeles y convertido en apátridas, como a la señora Landerman, que es tan alemana como esos criminales. Y más que ellos. Jeanne querida, estoy segura de que el hecho de ser viuda de un soldado caído por Francia os protegerá un poco... Callaos, chicos. No les hagas caso, son jóvenes. Y gracias a... en fin, a Dios o a quien sea, están furiosos. Tú sigue insistiendo en que
sois franceses,
por mucho que os digan que los alsacianos... Insiste en que erais, y sois franceses, la viuda y la madre y los huérfanos de un miembro del ejército francés. Y recuerda, vayáis donde vayáis, que seguro que tenemos allí, en todas partes la tenemos, a nuestra gente de Solidarité, o del MOI... Confía en todos, menos en los sinvergüenzas de la UGIF.» «¡Pero si la mitad de los fusilados de París no ha nacido en Francia, señora Vaisberg!» «Déjalo ya, hijo.» El muchacho calló y se mordió los labios, y por un instante estuvo segura de haberlo visto, con algunos años menos, jugando a ese deporte inglés de la pelota, por la plaza de los Vosgos... «Qué importa dónde se nace, hijo... si sólo importa cómo se vive.» Pero Edith Vaisberg ya no se dirigía a ninguno de los dos muchachos, hablaba para sus adentros, inclinada sobre una mochila con un par de sábanas dobladas y dos o tres libros de Maurice, que ese curso, recordó de golpe, había ganado el premio extraordinario en todas las asignaturas...

«¡Diga mejor que es sionista, Jeanne, como nosotros, y mándelos a tomar por el culo, a los franceses y a los alemanes y a quien haga falta!», gritó el chico de los granos, tomándole de las manos el maletín. «Te he puesto dentro barra y media de pan, Jeanne, como donde vayáis no escaseará el agua como aquí, pues lo remojas en plan sopas para André, hasta que se le pasen algo la fiebre y los dolores de garganta y pueda tragar algo de sólidos. Vigila bien las dos cacerolas, no vayan a robártelas, porque si os llevan a Drancy ya sabes que se dice que allí ponen de jefes de escalera a muchos presos comunes. Y no te preocupes por la señora Myriam. Seguro que la recobra, la razón, digo yo que ese silencio suyo no irá a durarle ya mucho más.»

«Coja sus cosas, Jeanne, yo me ocupo de los niños hasta la puerta. A ver, André, si no fuese porque estás malito me llevabas tú a mí en brazos, eh... como ya eres un chico mayor. Un chico a punto de cumplir diez años. Veo que has cogido a Ed, Maurice, esto está muy bien, así mamá va la primera. Esto es como una fila de las de la escuela, Ed, no tienes que asustarte, verdad que no, Maurice. Maurice sabe de organizar estas cosas porque ha ido una vez de vacaciones con las colonias, a que sí... ¿Fuisteis al mar, Maurice?, ¿no? Bueno, pues no importa, otra vez será. No, no llores, Ed. Tranquila, Jeanne.»

¿Era ella quien hablaba así? Con ese acento chillón de cómica de provincias... Las palabras salían a borbotones de su boca. André pesaba mucho y tiritaba en sus brazos, ardía de fiebre y delante de ella lloraba Edouard, en brazos de su hermano que tenía «sólo» dos años menos que Ilse... Delante de ella, que caminaba entre gentes que les abrían paso en silencio, Maurice fingía la calma de un hombre. Un hombre de nuevo tipo, pensó, ella nunca los había conocido así, con esos cuerpos de once años y esas extrañas miradas de determinación.

El altavoz repetía de nuevo la retahila de nombres, ya llegaban junto a la fila de gendarmes, Jeanne pareció desfallecer un momento ante la oscura hilera de uniformes, se volvió hacia su hijo mayor, y éste asintió, como si ella le hubiese formulado una pregunta sin palabras y él supiera de antemano la respuesta. De pie, y al fondo de la línea de policías, estaba la señora Bloch, mirando sin verles, acaso sin reconocerlos, con su nueva expresión de ausencia... En silencio tendió el niño enfermo a su madre. Jeanne entrecerró los ojos y murmuró «buena suerte, Annelies. Buena suerte para todos los tuyos».

Antes de darse la vuelta vio cómo el pequeño Edouard saltaba de los brazos de su hermano mayor y se arrojaba al suelo, aferrándose a las faldas de su madre... Un gendarme le decía algo, pero el niño lloraba y pataleaba y escondía la cara en la tela azul oscuro... Ella tenía una blusa del mismo tejido porque había ido a comprarla con Jeanne, habían elegido juntas esos cortes a buen precio en una tienda de la calle Blancs Manteaux que liquidaba sus géneros de verano e invierno por defunción del propietario, justo al principio de la
drôle de guerre...
«A ver qué se le ocurre a la abuela, y si no nos convence pues vamos a la calle Fourcy, donde Nadia Sienicki. A lo mejor si le insistimos un poco nos deja echarle una ojeada a sus patrones», había dicho Jeanne, pasando las yemas de los dedos sobre unas
crêpes de Chine
demasiado caras, con expresión soñadora.

Jeanne Bloch era, había
sido,
coqueta. Una muchacha alegre, de rostro redondo animado por destellantes ojos azules que enmarcaban los rizos laboriosamente conseguidos noche tras noche a base de sus
imprescindibles
tenacillas, como le decía a Ilse entre risas, con su fuerte acento de Estrasburgo. «Ay, Ilse, tú sí que vas a salirnos una belleza, una
star girl
que dará que hablar al mundo... Más de una que yo me sé mataría por estas facciones tuyas, hija. Ya me ocuparé yo de que aprendas a sacarles partido, que tu madre anda en las nubes para estas cosas, si casi tuve que arrastrarla a que Roger le modernizase un poco la cabeza en su salón... Tres años más y te convido a permanente. Tienes la clase de pelo que aguanta bien los óxidos.» Una chica loca por los astros de las películas y las letras de los
chansonniers,
que soñaba con vacaciones en la Niza de las revistas y con
thés dansants,
y adoraba al marido a quien su imaginación ya uniformaba de general, una chica que se había casado apenas salida de la niñez y había tenido tres niños a los que sacó de Estrasburgo y llevó a París nada más empezar la guerra... Una chica entusiasta y siempre dispuesta a las bromas... «Mi Jeanne es como un pajarillo», se maravillaba la señora Bloch, «se sabe si está en casa porque canta a todas horas, es como si en vez de tres nietos tuviese cuatro, porque mi nuera es otra niña. Ya me lo escribió el pobre Edgar: mamá, voy a casarme con la alegría».

Jeanne Bloch se agachaba, trataba de convencer a su hijo menor, ahora de rodillas, de apartarle los dedos crispados sobre el reborde del vestido de antes de la viudez... El despeinado pelo lacio le tapaba los rasgos, desde donde estaba no podía oírla, pero se daba cuenta de que empezaba a ponerse muy nerviosa... Estaba tan nerviosa que tal vez se aprestara a regañar a Edouard... Injustamente, no decía Arvid que nunca se debía reñir a los más pequeños si se estaba nervioso... muy nervioso.

Y entonces ocurrió.

El gendarme avanzó y tiró del niño. Lo levantó en vilo y el traje se rasgó. Vio a Ed, de pie, soltando el jirón de tela azul, vio su cara alzándose hacia la cara del hombre, vio la mano de éste.

El bofetón lo arrojó al suelo.

El gendarme hablaba de nuevo, con la cara vuelta hacia sus compañeros, encendía un cigarrillo, de espaldas a Maurice que se precipitaba a levantar en brazos a su hermano, de espaldas a la boca entreabierta de una Jeanne Bloch que no llegaba a gritar... O tal vez sí que lo hacía y nadie la oía porque de nuevo silabeaban por megafonía los deletreos mecánicos y anónimos. ... Arminsky Joseph... Cahin Ludwig, Cahin Emil, Cahin Sopphia... Cassou Benjamín, Cassou Bertha, Cassou Wilhemmine...

Los nombres se sucedían ahora a toda velocidad.

Danieli Cosette, Danieli Lépoldine, Danieli Víctor...

El locutor iba tan deprisa que por momentos parecía ahogarse...

Después, el altavoz comenzó a vomitar instrucciones.

—Diríjanse en orden y en silencio hacia las puertas 2 y 5 del vestíbulo. Repito: puertas segunda y quinta del vestíbulo. Encamínense con sus equipajes a esas puertas, n.° 2 y n.° 5... en orden y en silencio, cualquier altercado será reprimido sin contemplaciones. Repito, puertas 2 y 5, deprisa, hay órdenes de disparar sobre quienes perturben el orden. A todos los convocados, preséntense en puertas segunda y quinta del vestíbulo. No olviden sus equipajes.

Se abrió paso a codazos entre una multitud callada... Únicamente alguien escupió, cerca de ella, y se lamentó, con fuerte acento del este, «¡y son franceses!, ¡oh, Dios mío, franceses!», pero no llegó a adivinar quién había hablado porque todos los rostros que la rodeaban miraban, enmudecidos, fijos ante sí, vacíos, impenetrables, hipnotizados por la común desdicha. Todos los rostros, y el suyo en medio... idénticos, pálidos y desgreñados, conteniendo las respiraciones, atentos al redoble angustiado de los latidos de su sangre por las venas, por las sienes...

La sangre. De niña había ido a pasar unos días con su niñera (¿de veras había tenido una infancia con niñera y patitos de goma flotando en aguas burbujeantes de jabón, de veras se había subido a columpios, de veras había rellenado cuadernos con baladas de Schiller apuntadas con la caligrafía redondeada de quien sólo le teme a la dictadura de las maestras de cuello de blondas armadas de punzones y tizas?) a una granja cercana a Dresde, y había oído piar a los pollos que alguien llevaba en volandas, cuchillo en mano, hacia el tajo de madera... Desde entonces no había vuelto a probar el pollo («no, a ésta no le deis cerdo», rechazó en su nombre la niñera las rodajas de embutido que su hermana les presentaba sobre un platillo de loza festoneada, «que luego se lo cuenta a los señores y a lo mejor tenemos un disgusto. No os he dicho que son mosaicos, pero qué cabezas tenéis»). La hermana de la niñera, aquella mujer flaca y triste (¿qué hacía ahora?, ¿zurcía calcetines para los huérfanos de la Wermacht a las tardes en la parroquia de su pueblo?) que durante toda aquella semana le llevó jofainas de agua caliente al cuarto techado de vigas y admiró sus modales y sus cuentos de niña de ciudad, le regaló un pollito amarillo dentro de una caja de zapatos. La hermana de la niñera gruñona que los dejó para casarse con un tabernero —«jactancioso, pero honrado, señora Landerman, y a mis cuarenta años a ver quién se pone a hacer remilgos. Y ahora que me pregunta por el regalo de bodas... siendo francos, señora, qué mejor regalo que dinero. Los pobres, señora Blumenthal, le vemos mejor color a un billete que a un ramo de orquídeas, usted me entiende»— era mejor y más buena que ésta. No reñía por cualquier motivo, alababa su manera de comer y la limpieza de sus botines, y una noche, después de encerrar a las gallinas, le contó un cuento. Un cuento sobre el castillo de irás y no volverás. Era buena, y dulce, hasta el día en que mató a un pollo que tal vez fuese el hermano mayor o el tío del que le había regalado. Alzó el cuchillo, y seccionó el pescuezo, indiferente a los chillidos y temblores del animal, y al verla asomada a la puerta de la cocina le sonrió: «Hola, Annelies, por qué te levantaste tan temprano... espero que te gusten los higadillos encebollados, son mi especialidad. A mi señor padre le encantaban. Y ahora también le gustan al señor Wupper.» El señor Wupper era su marido. El cuerpo del ave tembló por última vez entre sus manos, y el chorro de sangre saltó disparado sobre la madera del tajo...

Esa sangre que ahora recordaba vívidamente según avanzaba por entre una marea abriéndose de rostros cerrados y de cuerpos sin lavar, iba a ser la suya, se estremeció, porque ahora ella
era
el pollo, todos ellos
eran
los pollos... Acaso no había soñado, o creído soñar, con que escapaba de la inmensa pajarera cuando en verdad no estaba soñando, sino volviéndose loca, tan loca que si no la sujetan se hubiera golpeado con saña la cabeza contra el suelo... Tan loca. Pajareras... No, no pajareras, no. Algo peor. «Ningún pollo escapaba a su destino en esa granja», pensó, «ningún pollo de ninguna granja escapa nunca al cuchillo que alguien blande mientras piensa en la última cosecha de remolachas de su vecino». Supo que los convocados habían abandonado del todo el recinto,
puertas n.° 2 y n.° 5, puertas segunda y quinta,
porque a su alrededor, y de abajo a arriba, de arriba abajo, volvió a estallar el coro de gritos, el unánime chillido de «¡libertad! ¡libertad! ¡libertad!» que miles de gargantas proferían histéricas, desde las gradas a la pista, y desde las rampas a las gradas. El dieciséis por la tarde había escuchado por vez primera esos gritos de acompasada y frenética desesperación, surgidos Dios sabía en qué piso y en qué filas de asientos, apenas alguien divisó sobre la pista, e hizo correr la voz, un par de uniformes alemanes a los que acompañaban los quepis de un grupo de militares franceses y dos o tres civiles. «¡Libertad! ¡libertad!», chillaba la gente, y ella con ellos, desgañitándose, y el grupo de visitantes de la tarde tórrida se apiñaba en corro en el centro de la pista, no llegaba a distinguirlos bien, y pasó un buen rato hasta que los altavoces consiguieron hacer oír el multiplicado chisporroteo de un tonillo nasal y vibrante. «ATENCIÓN, SILENCIO Y ATENCIÓN, VA A DIRIGIRLES ACTO SEGUIDO LA PALABRA A LOS DETENIDOS EL SEÑOR ANDRÉ BAUR, DIRIGENTE DE LA UNIÓN GENERAL DE ISRAELITAS DE FRANCIA, ÚNICA ORGANIZACIÓN JUDÍA CREADA Y TOLERADA POR LAS FUERZAS OCUPANTES...»

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