Read Velodromo De Invierno Online
Authors: Juana Salabert
Tal vez su hija sí se pareciese a su padre, a su padre cuando estaba en Berlín... A ese Arvid a quien ella no había conocido. Y si esa dolorida mirada de exigencia con que Ilse parecía emplazarla ahora —pero emplazarla a qué, se preguntó, llena de angustia— fuese realmente la de Arvid, su auténtica y secreta manera de mirar y de nombrar y de asir el mundo...
«Pobre Arvid», se apiadó fugazmente, «si tú nunca tuviste nada de sinvergüenza», y le sobresaltó descubrir que acababa de pensar en él en pasado.
Tragó saliva, como la había tragado entonces, cuando lo abrazó y simuló consolarlo, odiándolo y queriéndolo tanto, más que nunca, más que cuando recibía las cartas de su estancia berlinesa, donde le contaba al detalle mucho de lo que hacía y callaba todo lo demás. «Miénteme, Arvid», le dijo entonces, «miénteme y cuéntamelo todo, pero no me digas sus nombres. Te he esperado para lo bueno y lo malo, así que no tengas miedo. Pero no me digas sus nombres, sólo eso te pido». Entonces había pensado, un pensamiento furtivo y asombroso, que si esos nombres no eran pronunciados, nada de aquello llegaría a hacerse real, y todo lo sucedido se disolvería en una especie de bruma... Lo pensó antes de mecerlo como a un niño desconcertado por su primer gran duelo, fingió una calma que estaba muy lejos de sentir y aseguró que no estaba enfadada, ni decidida a abandonarlo, «estaremos juntos para lo bueno y para lo malo, ahora necesitas descanso y toda mi ayuda», insistió, y la mirada de él ya no rehuía la suya... Esa mirada sin la que no estaba dispuesta a vivir.
Aquella noche fue a la habitación de su madre antes de que ésta se acostara y contempló durante mucho rato el grabado de la mujer-pez, se acordaba de la sirenita del cuento de Andersen cuya lectura le sumía de niña en un desconsuelo sin límites y retrocedía unos pasos, espantada, porque el desconsuelo estaba otra vez ahí, dentro de ella y a su alrededor, amenazante y sombrío, con su promesa de un final de espumas y derrota... Y luego lloró toda la noche, tumbada sin desvestirse sobre la cama de su habitación infantil, hasta que de madrugada la venció el cansancio. Cuando despertó, había en su interior una novedosa e implacable determinación de luchadora.
Seis meses después se casó con Arvid, pese a las vagas reticencias familiares («un hombre sin más bienes ni fortuna que ese título suyo de profesor de idiomas, Anne, no crees que podrías haber encontrado alguien mejor y más situado», había protestado levemente su madre), y pasó a llamarse Landerman.
«Vamos, hija, regresemos.» Ilse se giró, pensativa, hacia las puertas, los gendarmes habían logrado reducir al gentío desesperado, y dispersaban a porrazos a las últimas recalcitrantes...
«¿Crees que alguien lo habrá conseguido?», le preguntó. Se encogió de hombros, prefería no pensar en alimentos de ninguna clase, no imaginar botellas de leche ni nada por el estilo... «Tal vez hoy vuelvan a permitirles a los cuáqueros entregarnos algo de comida. El viernes les dejaron pasar unas docenas de cajas de bizcochos para los más pequeños, te acuerdas que los repartió la Cruz Roja.»
Su hija le agarró del brazo y se apoyó en ella. «No me refería a eso», sonrió. «Quiero decir que si alguien habrá conseguido deslizarse fuera... ya sabes, en un descuido, aprovechando el barullo. Monika me ha contado que el mayor de los Baum aprovechó un cambio de guardias para escabullirse. Y parece increíble, pero lo logró, su madre está contentísima... o lo estaba, porque es de los que ya se fueron. Un tipo pelirrojo, con muchas pecas, y muy engreído, estaba en la Seconde A de los chicos... la verdad, quién lo hubiese pensado de él, quién se hubiera imaginado tanto valor, con lo soso que es. Les había dicho que iba a intentarlo y su familia estaba de acuerdo. Y la señora Kanemann... se cuenta por ahí que una de sus hijas logró escapar de la comisaría del Panteón a las siete de la mañana del jueves. Alguien tuvo un ataque de histeria, y en medio del revuelo su madre la empujó entre las piernas de los policías. Lo que pasa es que parece ser que la volvieron a pillar porque echó a correr a la vuelta de la esquina y la vio uno de los guardias.»
Annelies se estremeció.
«Dios mío, qué horror... ojalá ese chico tenga algún sitio donde esconderse y no se vea... en fin, solo y merodeando por la ciudad, sin saber ni dónde va a pasar esa noche y las siguientes. Volver a su casa sería suicida, tal vez regresen a peinar los barrios, se dice que durante la redada se les escapó mucha gente... mejor pensemos en otra cosa, Ilse. Estoy preocupada por tu hermano.»
«Si Herschel fuese algo mayor podríamos intentar sobornar con dinero a uno de esos cerdos del Secours National que se pasean por aquí de uniforme como por el Jardin des Plantes. Algunos no tienen ni los dieciséis años cumplidos... Presumen de grandes ideales, de sus asquerosos ideales, pero estoy segura de que a muchos se les podría corromper hasta con unas simples entradas de cine. Se podría intentar comprarles un uniforme... Digo en el caso de que Herschie fuese algo mayor, o lo pareciese. Pero tal vez Jean o Emmanuel... Emmanuel es muy alto.» Hablaba ensimismada, como si soñase en voz alta y de pronto sintió mucho miedo. Otra clase de miedo.
«Ilse», la interrumpió atropelladamente, «Ilse, te lo ruego, no vayas a acercarte a ninguno de esos vichystas, no hagas nada peligroso. No son de fiar, comprendes, vienen de las Ligas o son camelots o doriotistas o yo que sé... tal vez no todos nos odien, pero es seguro que no les encantamos y... Ayer presencié cómo uno de ellos le gritaba a una anciana. Un mocoso que aún no se afeita y había que ver en qué términos, y con qué desprecio, le habló a una persona en edad de ser su abuela. Con un vocabulario que ni en los puertos... Y la pobre mujer temblaba de miedo, igual que si tuviera delante a uno de los cosacos de su juventud, porque era una de esas rusas de mandil bordado que a Herschie le gustan tanto, te acuerdas que de chiquitito las llamaba abuelas de los cuentos, por ese libro de Afanasiev que tú le leías antes de iros a dormir... No se te ocurra hablarles, me oyes, Ilse, quiero que me prometas que tratarás de pasar desapercibida. Me aterra la idea de que os pase algo malo, bueno, quiero decir algo, algo aún peor... Prométeme que serás prudente, prométemelo por papá. Como se lo prometerías a él si estuviese aquí con nosotros».
La niña le sonrió. «Oh, vamos, mamá», repuso, «deja de tratarme como a una estúpida. Estás siempre encima de mí, como si...».
No terminó la frase, de nuevo agachaba la cabeza, llena de desaliento.
Como si fuese a caerte encima Dios sabe el qué, exactamente, pensó.
Y entonces se odió por haber nacido. Por haber nacido y haber traído hijos al mundo, a un mundo que encerraba a los niños en una jaula de cemento y vidrio...
En un lugar que por desgracia ni siquiera era una jaula. Porque al menos las jaulas se limpiaban a diario.
Cuando volvieron a sus sitios, Herschel estaba llorando otra vez, reclamando entre hipidos a su madre, que lo tomó en brazos enseguida, y Edith le hacía un hueco a su lado a los Wiesen, unos conocidos suyos a quienes acababa de divisar, deambulando de un lado a otro, con bultos en las manos y el aspecto desorientado de quien desembarca, al cabo de meses a la deriva, de una nave en cuarentena. A ellos los habían detenido el dieciocho por la tarde en Joinville-le-Pont, en casa de unos amigos donde llevaban escondidos unos días, los habían hecho dormir esa primera noche en una celda de la comisaría, y en las primeras horas del domingo los llevaron en coche al Vel d'Hiv. Uno de los agentes comentó que les había denunciado un vecino, explicó el señor Wiesen, un vecino que tal vez sintió ruidos extraños, voces de niños en una casa donde no los había, y sacó conclusiones y puede que hasta exigiese alguna clase de recompensa monetaria por su gesto «cívico» de escrupuloso seguidor de las leyes. El señor Wiesen era un hombre bajito y pálido, de ojos acuosos, que lloraba en silencio al pensar en la suerte de los Joliot, esa pareja amiga que llevaba meses instándolos a ocultarse hasta la venida de «tiempos mejores». Al menos la chica estaba a salvo, de momento, añadió secándose los ojos con el revés de una mano temblorosa, la mujer de su patrón le había conseguido meses atrás plaza en el convento donde estudiaba su propia hija, suponía que no irían hasta el extremo de registrar los conventos y los pensionados religiosos... Al principio, su mujer se negaba a dejar partir a Noémi, entre él y los Joliot lograron persuadirla, tras muchas horas de negociaciones entrecortadas por quejas y lloros... Ahora su mujer estaba contenta, «eh que sí, Eva», añadió, contenta por la hija que estaba a salvo, entre las monjas.
Y Eva, la mujer, callaba, sin aprobar ni disentir, miraba al frente con la vacía y acorralada expresión de quien ya no comprende qué le está sucediendo, con sus otros niños acurrucados en su regazo, el más pequeño, el que le tiraba de la manga y gimoteaba «huele mal, mamá, huele muy mal», no llevaba la estrella, no debía de haber cumplido los seis años. El otro sacaba de su bolsillo una bolsita de canicas y las hacía girar entre sus dedos, lanzándole furtivas miradas a Herschel. «No teme que se las quite», comprendió, «está asustado y quiere jugar con él, después de todo son de la misma edad», y entonces le palmeó en la pierna a su hermano, dijo: «no seas tan llorica, Herschie, por qué no jugáis un rato con sus canicas». Y Herschel la observó, dolido, pero no protestó, alargó los dedos y cogió una canica del montón, una bolita llena de azules y de verdes, la sostuvo un instante en la palma de la mano y luego la echó a rodar hacia el otro chico con aburrida resignación. Su hermano tenía unas enormes ojeras y había adelgazado mucho en ese par de días... se le veía muy frágil, casi tan indefenso como cuando era muy pequeño y ella lo paseaba al sol en su cochecito, en España, por una calle zigzagueante y en pendiente que recordaba de modo bastante impreciso porque después vino ese tiempo de las bombas, una calle llena de cines y de tiendas... A veces los paraba gente, gente que le tocaba a ella su rodete de pelo trenzado y se inclinaba a mirar al bebé dormido bajo su capota azul y decía palabras incomprensibles, su madre se apartaba temerosa, su madre era muy reservada... pero si iban con su padre éste les respondía en su lengua áspera y cantarina, sin parecer descontento, y les explicaba después que los españoles eran así, hablaban muy fuerte y se reían muy alto y amaban a los niños, les gustaba tenerlos hasta altas horas de la noche jugando por las calles y las plazas, siempre los llevaban consigo a todas partes, y aunque los reprendiesen a voces los entendían más que ningún otro pueblo en el mundo... Les decía que no se asustaran por su manera, tan abierta, de abordar a los desconocidos, afirmaba que los españoles sentían desde antaño una gran curiosidad por todo lo extranjero... A su padre le encantaban España y los españoles, si no hubiera habido esa otra guerra ahora seguirían allí, y ese domingo él los hubiera llevado por la mañana a un parque muy grande con un palacio de cristal frente a un estanque diminuto, y después de pasear a la sombra de los árboles y entre las estatuas se hubieran sentado en una mesa al aire libre, a comer patatas a la inglesa y una especie de caracolillos negros diminutos -había que extraerlos de su concha con un alfiler- que a su madre le daban asco, y a beber cervezas y esos refrescos blancos o morados que tanto le gustaban... Estarían allí, al sol del mediodía, y alguien, el camarero o el ocupante de la mesa vecina, se les hubiera acercado a trabar conversación, deseoso de saber de dónde eran y si se sentían a gusto en Madrid, y a ella le habría alabado su peinado, le hubiese preguntado su edad, su nombre o cualquier otra cosa -si tenía celos del hermanito, por ejemplo, al principio de nacer Herschel toda la gente parecía obsesionada por ese tema de los celos-, y su padre le estaría, en ese preciso instante, traduciendo esas preguntas con una sonrisa en los labios blancos de espuma de cerveza...
Su madre le había dicho que un conocido de su padre iba a sacarlos a Lisboa por España, desde allí tal vez podrían viajar en barco a algún otro sitio, y luego ella se reuniría con ellos, en cuanto pudiera, en cuanto supiera qué iba a ser de Arvid. No, estaba casi segura de que no pasarían por Madrid, aunque eso no era importante, lo único importante era salir de Francia, que estaba volviéndose tan peligrosa como Alemania. No le dio detalles, pero le hizo memorizar un nombre, una fecha y unas señas, recomendándole y ordenándole una discreción absoluta al respecto, y durante varios días la sorprendió mirándolos a hurtadillas, con una mezcla de tristeza y de anhelo; los miraba como si ya no estuviesen allí, como si ya hubiesen emprendido ese viaje de tránsito en secreto hacia un país que hasta entonces nunca llegó a gustarle y al que de repente mencionaba con el acento indudable de la esperanza.
El señor Wiesen había seguido hablando (le pareció advertir que Edith empezaba a hartarse y a considerarlo con cierta impaciencia), pero nadie, tal vez ni él mismo, prestaba ya atención a sus palabras. Decía algo sobre Noémi, su hija refugiada en un convento, cuando se interrumpió y fijó en ella una mirada soñadora. «Nuestra Noémi será más o menos de tu edad... en junio hizo los doce. Ella también es muy rubia, aunque no tanto como tú. Porque tú no tienes el tipo que ellos sacan y exageran en sus revistuchas, sabes. Sin la estrella podrías pasar por una niña alemana.»
«Señor Wiesen», ahora era su madre quien se levantaba, con una furia que la dejaba boquiabierta, «mi hija es una niña alemana, no tiene que hacerse pasar por nada, porque ella es alemana, una niña judía alemana hija de judíos alemanes, tan alemanes como Kant o el maldito cretino del último Kaiser. Nosotros no tenemos la culpa de que ahora pretendan borrarnos de los registros y matarnos hasta los recuerdos. Cállate Ilse, no empieces ahora tú con tus bobadas, déjame acabar, y de mayor te haces bantú o neozelandesa o lo que se te antoje, pero hasta entonces me escuchas sin interrumpir. Lo último que me faltaba por oír dentro de esta pocilga con gendarmes armados hasta los dientes en las puertas, como si tuviesen por misión custodiar a bestias rabiosas, y no a pobres familias desamparadas, es la clase de discurso antisemita que nos ha traído y encerrado a todos aquí dentro. Me importa una mierda qué tipo describen en sus revistas inmundas, porque aún me quedan luces para no tragarme sus mentiras. El único tipo que se repite ahora a lo largo y ancho de Europa es el tipo podrido y canallesco que les ha reventado sus cerebros, si es que llegaron a tenerlos alguna vez. No sé de dónde viene usted, pero le aseguro que si empieza a repetir sus argumentaciones estúpidas de ideólogos de la barbarie sobre perfiles o tamaños de los cráneos, tendrá que buscarse otro espacio para esperar a que pasen las horas, porque yo no le dejaré seguir ni un segundo más sentado al lado de ninguno de mis hijos».