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Authors: Juana Salabert
«Al menos no les dejamos hablar», dijo después Emmanuel Vaisberg. Estaba ronco, como todos los demás, incluidos sus dos hijos, ronco por haber gritado, durante más de media hora, y sin interrupción: «FUERA, NAZIS FUERA, UGIF/NAZIS, FUERA, FUERA, UGIF/NAZIS, LIBERTAD, LIBERTAD, NAZIS FUERA.» «Al menos eso nos llevaremos al salir de aquí. El recuerdo de los señores Baur y Katz yéndose a la chita callando, y sin poder acercarse a los micros de sus jefes alemanes para largarnos el cuento de que en ciertos momentos de la historia más vale agachar la cabeza en nombre del mal menor.»
«¡Libertad! ¡libertad!...» El clamor disminuía, y el abatimiento golpeaba de nuevo los rostros, arrinconándolos al fondo de la jaula... Y ahora la masa se disgregaba, con movimientos de pánico, se agitaba en todos los sentidos, hacia delante y hacia atrás, ensordecida y gimiente, y ella se perdía por entre el agitarse de los cuerpos, tenía la boca seca y un hambre atroz... Luchó por desasirse del empuje del gentío y de pronto se dio cuenta de que también ella empujaba a los otros, también ella insultaba y lloraba...
Una mujer chillaba «¡leche para los niños, leche y agua para los niños!», y a su lado un viejo desdentado reía, tratando de hundirse los pulgares en los ojos... Esos pulgares que una chica le apartaba de la cara a golpes y a mordiscos, rogándole en alemán que «por favor, abuelo, por favor»...
En alemán. Ilse no quería responderle nunca si le hablaba en alemán, «yo sólo hablo lenguas civilizadas, y no me vengas con tu Goethe y tu Beethoven, quieres. Mierda también para ellos, aunque no tengan la culpa. Si ni siquiera fueron judíos», se enfurecía... Ilse. Era Ilse la que estaba llamándola a gritos, muy cerca del tumulto de mujeres que volaban hacia las puertas, al grito de «¡leche y agua para los niños!», muy cerca de los gendarmes que corrían tras ellas, con sus armas desenfundadas y en lo alto, y blandiendo las porras...
«¡Mamá!»
Asió su pelo y tiró de ella hacia sí, logró arrastrarla a un lado, lejos de la avalancha que se abalanzaba hacia las puertas segunda y quinta,
repito, puerta n.° 2 y puerta n.° 5,
y del escándalo de gritos y pitidos de silbatos, qué felicidad sentir el peso de aquel cuerpo joven aplastado sobre el suyo, qué felicidad oler su sudor joven de días y miedo. «No te dije que no te alejaras de nuestro sitio», riñó a gritos, «qué os dije a ti y al niño, es que yo hablo para los muros», y pensó «oh, Dios mío, los muros... los muros y
nuestro sitio,
eso os he conseguido en la vida». «Pero es que vi de refilón a Monika Libbers, mamá, la vi a lo lejos, y fui a saludarla, están ella y toda su familia, hasta sus primos de Lublin, y cuando me volvía se armó todo esto.»
«Creía», sonrió apaciguada, «que tú y esa chica Libbers no podíais soportaros. Enemigas totales... la mayor enemistad que ningún profesor de la quatrième llegó a tener en sus aulas. Un odio
racinien».
Su hija se encogió de hombros y la contempló con fastidio. Tenía los ojos muy rojos a causa del polvo y se los refrotaba con el mismo gesto mecánico del hombre que minutos antes había intentado hundirse los pulgares en sus cuencas. A veces imitaba inconscientemente los
tics
de su padre... sin duda porque era casi
idéntica
a su padre, salvo en el carácter. Ilse había sido un bebé tozudo, una niña dominada por una terca alegría voluntariosa, que tan pronto pasaba del llanto compulsivo a la risa más vehemente. «A qué antepasado nuestro habrá salido esta fierecilla indomable», solía reírse Arvid, «mírala, Lies, si hasta se está mordiendo los puños de ira sólo porque se le cayó el chupete». No, su hija había heredado
únicamente
el liso pelo rubio y los calmosos rasgos del hijo de ese contable de su padre a quien atisbo por vez primera a los siete años, desde el interior ronroneante de un automóvil aparcado en un muelle frente a las oficinas «Blumenthal, import/export de jades y objetos artísticos»... Él -lo supo meses después cuando su madre lo invitó a la fiesta infantil de su octavo aniversario- tenía diez años. En su escuela lo llamaban «Schliemann», como al descubridor de Troya, porque su capacidad de aprender idiomas era, sencillamente, fabulosa, comentaban sus padres en la media voz del temor y del orgullo. Aquella tarde, el muchacho de serios ojos azules le tendió un ramillete de flores y un álbum de postales de Herculano y le deseó un feliz aniversario con esa lenta entonación que ya entonces empezaba a serle característica. Agradeció sus regalos, distante y cortés, lo miró colgar su abrigo en el recibidor, y alargó una mano furtiva para rozar el cuello, húmedo de nieve, de la prenda de
cheviot
que goteaba desde uno de los brazos del perchero. «Miss Blumenthal», la requería, modulada y grave, la voz de su institutriz inglesa desde el comedor lleno de luces y de adornos... Se llevó la punta de un dedo mojado a los labios, y sonrió, únicamente para sí, como sonríen, orgullosos y distraídos, los poseedores de un secreto.
Acababa de decidir que alguna vez, cuando se hiciese mayor, iba a casarse con el dueño de ese abrigo.
«Vale, mamá. Pero es que eso era
antes.
Antes de esto. Monika ha estado muy simpática. Su madre se trajo hasta restos de carne fría que tenían en el horno porque el día quince fue el cumpleaños de su hermano Dan. Tampoco se la íbamos a dejar a la portera, dijo Monika, y me contó que según salían por la puerta trasera, la que da a la calle des Ursins, la muy puta les fue detrás y les preguntó si podía quedarse con su máquina de coser... Imagínate, mamá. La señora Libbers no podía ni abrir la boca, pero parece que Dan la puso en su sitio... La portera subió con los policías al apartamento, y dice Monika que se estuvo todo el tiempo abriendo cajones, que curioseaba por el piso mientras ella y sus hermanos organizaban las maletas y su madre envolvía esa carne fría en una media. Fue divertido, dijo Monika, todos nos reímos, no había papel encerado, y mi madre sacrificó una de su mejor par de medias. Monika dijo que ella y sus dos hermanos estaban tan nerviosos que se partieron de la risa cuando la vieron envolver el rollo de carne en una de sus medias de
fiesta,
los polis y la portera no comprendían nada, los miraban reírse y todo eso, y la señora Libbers les dijo "callaos, chicos, a ver si aún os tengo que sacar la zapatilla de las tundas". Pero dice Monika que ella no se reía, dice que lloraba, y que fue muy raro, porque nunca la habían visto llorar, a su madre. Dice que al principio creyó que resoplaba. Pero es que la señora Libbers es tan gorda, mamá...».
Antes de esto.
Su hija había dicho «puta», lo había dicho con toda claridad, y ni siquiera se molestaba en reconvenirle... Tal vez esa clase de reconvenciones también perteneciesen al territorio perdido de ese
antes...
Vio la estrella amarilla que ella misma había cosido sobre el vestido de Ilse. Había ido a buscarlas, las estrellas,
sus
estrellas, con Jeanne, Edith y otras vecinas, a la comisaría del distrito, y Edgar ya había muerto, y Simón y Arvid ya estaban en Drancy... Sin estrella no había cartilla de racionamiento, y sin cartilla no se podía ir, de tres a cuatro de la tarde, única hora en que les estaba permitido a ellos, los judíos, hacer sus compras, a rebuscar por entre las tiendas medio vacías, los doscientos cincuenta gramos semanales de sémolas a que daba derecho en esas fechas el ticket DN, o los doscientos cincuenta gramos de guisantes asegurados por el ticket DR.
(DN y DR: Denominaciones de dos clases de tickets, o vales, para la cartilla alimentaria durante la Ocupación.)
Sin estrella no había escolarización de los niños, no había recetas médicas, no había cupones para el azúcar y las patatas, sin estrella no había nada... «Les diré una cosa, chicas», zanjó después de su recogida Edith Vaisberg las discusiones y fantasías de huidas al alba hacia la frontera suiza, o hacia esa línea de la demarcación de senderos boscosos invadidos por soldados alemanes a la caza y captura de unos fugitivos demasiadas veces vendidos por quienes se cobraron el precio del corto trayecto hacia Chabanais o Confolens en billetes, joyas o relojes de familia, «y esa cosa es que estamos bien jodidas. Se puede ir por la vida de clandestino, claro que sí, no seré yo, con mi trayectoria, quien lo discuta. El problema es,
son,
los niños». Estaban en la cocina de la señora Bloch, con el montón de estrellas de tela esparcidas sobre la mesita coja próxima al fogón, y Edith hablaba y hablaba, suspiraba que se moría por un cigarrillo... un «único» cigarrillo. A ella le dolían los pies, pero dudó unos minutos en descalzarse. Inútil, porque nadie, ni siquiera la señora Bloch, de ordinario tan observadora y detallista, se fijó durante la velada en sus pies cubiertos por medias desparejadas, una era color cristal y la otra color café, recordaba ahora... «A ver quién es la guapa que se arriesga a una clandestinidad con los niños bajo el brazo. Niños llorándole de hambre en un escondite de días o de horas porque sin documentación no hay leche. No hay leche ni pan ni tapioca. Nos han marcado bien, pero que muy bien, los muy canallas, con esa estrella que para mí significa leche, y pan, y tapioca, y si hay suerte, lapiceros y cuadernos para las escuelas en otoño... Pero algún día se lo cobraremos, ese precio, ¿no? No siempre van a ganar los peores, digo yo. Nos han jodido, chicas, y nos han quitado hasta los aparatos de radio, han publicado en sus periódicos esos anuncios donde se condena a muerte a todo judío que no haya entregado antes de finales de abril su aparato de radio, pero en fin... Algo hay que esconderles. Y tengo el honor de decirles, chicas, que de los dos aparatos de mi casa sólo se les entregó
uno...
Y que el otro, del que no tienen noticia, y que no suena muy bien porque es barato, Jean se lo ganó en una rifa del 14 de julio al año siguiente de nuestra llegada a este país, nos espera... junto a unos
bretzels
que acabo de hacer. Ese aparato está a su disposición en mi casa, a cualquier hora, del día o de la noche, sólo tienen que usar la copia de llave que le di a la señora Bloch. Ella la deja siempre debajo de su felpudo, no es verdad, Myriam... Y ahora, señoras, olvidémonos de las estrellas, ya nos la coseremos mañana, porque son las seis y veinte... Y a las seis y media tenemos una cita clandestina, y maravillosa, con las ondas. Va a hablarnos Maurice Schumann, desde Radio Londres.»
Habían ido a recoger esas estrellas, que no olvidaron mientras, apretujadas en medio de la oscuridad de las persianas bajadas, asentían a las cálidas palabras, salpicadas de interferencias, de Maurice Schumann reclamando coraje y honor, piedad y rebeldía, desde la capital inglesa, aquella misma mañana... Y entre una sí y otra no de las fachadas de París, en mitad de los encartelados rostros y los nombres, ribeteados en rojo, de los resistentes
terroristas
cuyo inmediato fusilamiento se anunciaba en mayúsculas tenebrosas, vieron, orlada de negro, la nueva «ordenanza» firmada por el comandante Oberg: «PARISIENSES, SERÁN ARRESTADOS Y FUSILADOS
IPSO FACTO
QUIENES ESCONDAN, AYUDEN O APOYEN A LOS PERSEGUIDOS POLÍTICOS Y RACIALES. SERÁN ARRESTADOS Y DEPORTADOS SUS HIJOS, Y CONDUCIDOS SUS HERMANOS Y SOBRINOS MENORES DE DIECIOCHO AÑOS A CORRECCIONALES... PARISIENSES, EN VIRTUD DE LA LEY N.°...»
«Mamá. Escucha, mamá. Monika me ha dicho que si van deprisa ella y yo, como somos de la L, ya sabes mamá, como en las clases, por eso estábamos juntas en la
quatrième 2,
pues saldremos enseguida... Mamá, me escuchas, por favor... date cuenta. Hoy se han parado en la
D.
Y nosotros somos L, L de Landerman. Saldremos mucho antes que los Vaisberg. ¿Crees que iremos a Drancy? ¿Crees que iremos donde papá?»
Antes de esto
, había dicho su hija. De pronto odió a Arvid, era un odio casi físico, de haberlo tenido delante hubiera sido capaz de golpearlo y de gritarle: «¡Para eso me hiciste los hijos, cabrón, para que viniesen a hablarme de Eles y de Des en esta pajarera, en esta ratonera que apesta, apesta a nosotros, al hambre de nuestros hijos y a la suciedad de todos, para eso estuve esperándote desde mi puta infancia!...»
El cansancio, tenía que ser el cansancio, todos esos locos insultos eran producto del hambre y del cansancio, cómo si no podía ella pensar semejantes barbaridades, decirse semejantes... improperios, resolvió, llevándose los dedos a las sienes. Como Arvid desde que era niño, evocó llena de malestar. Ilse la observaba, con la atención de un camillero acudido a toda prisa bajo el tejado de pizarra por donde resbala, gimiente, un vacilante candidato a suicida. Los suicidas... Morir hubiese estado tan bien... Estaban los locos y los suicidas. Y sus hijos.
También estaban sus hijos, allí dentro, con ella. «Perdóname, Arvid», rogó, y por un momento le pareció que él acababa de regresar de Berlín a su casa de Lübeck, y le rogaba a ella, derrumbado sobre una silla, desconocido y tan triste, mirándola con desolación y aquella especie de terrible piedad, que no lo perdonase y lo expulsase de su vida sin contemplaciones. Por un momento se divisó de nuevo frente a él, de pie en su gabinete, acariciándose la gargantilla del cuello con el mismo temor titubeante con que le acarició la cara y los hombros estremecidos apenas empezó a llorar... Un llanto amargo y extrañamente impúdico, de hospiciano en su primer día de orfanato o de recluso en una celda...
«Tengo que dejarte, Lies», había sollozado él, con la cara hundida entre sus manos, «tengo que dejarte y no puedo casarme contigo, porque justamente a ti no podría engañarte, nos conocemos desde niños, nos prometimos amor y tantas cosas siendo unos chiquillos, mi Lies, mi pequeña y querida Lies. No puedo mentirte, Lies. Estoy roto por dentro, y por eso, sólo por eso, he vuelto a Lübeck y he aceptado este puesto de profesor de español en ese gymnaseum luterano que dices que te ha hecho tanta ilusión. Yo la quería a ella, y ella no me quiso a mí, se fue con él, con mi mejor amigo, el tipo al que más quiero del mundo porque, y te aseguro que no lo entiendo, lo quiero más que a ella, y voy a morirme de la tristeza o de la rabia, Lies, o es que me estoy volviendo loco. Lies, a ti no podría mentirte, seguramente soy un sinvergüenza y han tenido que pasar años para apercibirme... porque si ella llega a decirme que sí, yo no hubiese vuelto jamás. Hubiese huido, como un ladrón, y tal vez ni siquiera te habría escrito. Por eso he tardado en visitarte. Pero esta mañana supe, cuando me levanté, que ya no podía postergarlo más. Tenía que venir a decirte que no puedo casarme contigo, por mucho que te quiera, no sólo porque me haya enamorado de otra, también porque no soy quien creía ser. Soy sólo un egoísta, un sinvergüenza».