Read Velodromo De Invierno Online
Authors: Juana Salabert
Aquel piano blanco había tocado en su función, después de todo... Y «Mademoiselle Vaugirard» les relató en aquel granero de una bearnesa granja aislada historias del buen y tolerante rey Henri IV, llamado el vert galant, y aventuras de hugonotes perseguidos por la reacción y el poder católicos que sorteaban indemnes vicisitudes y emboscadas, y triunfaban de todos los males merced a su astucia y a su coraje templado. Les avisó luego de que el día siguiente sería extraordinariamente largo, les deseó un buen sueño y no dejó de añadir, como desde la noche primera que pasó con ellos a su salida de la parisiense calle Varenne, «y ya saben lo que dice Radio Londres, chicos. Y por si alguien no lo sabe, se lo comunico. Arriba esos corazones y Viva Francia». Esa noche, una niña muy delgadita añadió tímidamente: «y que Viva Grecia también, señorita, que aguante y que viva y buena. Y la Sefarad nuestra, también, que viva», Émilie Vaugirard se detuvo en seco y los miró uno tras otro, a la luz de su linterna. «Sefarad grita ahora mismo con todos nosotros Viva Francia y Viva Inglaterra y Viva la URSS y Viva América», dijo muy despacio, «y Viva Grecia y sus valientes partisanos, y Viva Yugoslavia tan joven, y Viva Holanda y Viva Bulgaria... Que Vivan Grecia y Sefarad, claro que sí, dadme vuestras manos, y que el 14 de julio del 43 nos encuentre de vuelta en París festejando, atracados de cordero, entre platos rotos y ríos de vino dulce cayendo de los manteles, la Victoria».
«Unimos nuestras manos a las suyas, y aunque apartó el rostro a la oscuridad de sus espaldas comprendimos que estaba llorando, nuestros dedos estaban helados y a la vez sudorosos, y los suyos temblaban mientras aferraban los nuestros entrelazados. Viva Salónica, apuntó Yorgos, y Antonio continuó Viva la calle Jules Verne, y Vassilía añadió entusiasmada Que viva mi clase de Cinquième B, cours des filles, en la calle St. Jacques, y yo dije, con mucho esfuerzo, Y que vivan mi madre y mi hermanito que se llama Herschel, y Catherine Ravel, que entonces no se llamaba así, rozó mi pelo con sus labios, musitó Que vivan, y luego, y mientras nos soltaba los dedos, Y que vivan los bosques que nos ocultan y los montes que mañana van a protegernos. A dormir, rápido.»
Al día siguiente despidieron a Julián, y el silencioso conductor, ante su asombro, los besó por turnos y le regaló a cada uno de ellos una blanca moneda española. «Y empezamos la marcha», había escrito sucintamente su madre.
La marcha... Sumidos en un silencio absoluto, iban los niños en fila india hacia España, camino de Portugal, tras los pasos veloces del antiguo contrabandista a quien la señorita Vaugirard pagó aquella increíble suma de billetes al principio, asegurándole que el resto quedaba para cuando estuviesen del otro lado, y eso siempre que no los descubriesen los guardias civiles de Franco. «Si surge algún problema, no abras la boca, Ilse.» En Yrati unos pastores les proporcionaron un migoso queso de cabra y pan, y no aceptaron cobrarles. «No desfallecí en ningún momento, ni siquiera cuando el pequeño Yorgos se arrojó al suelo, y lloriqueó que no aguantaba más, le sangraban los labios cortados y las piernas se le doblaban, sigue tú y a mí déjame, se soltó de mi mano y se tiró de bruces, quiero ir con mi madre, quiero volver a París, lloraba. Y entonces la señorita Vaugirard me ordenó que avanzase, se agachó a su lado y lo levantó a la viva fuerza, susurrándole a palos te hago seguir, hijo, si es necesario, a bofetada limpia, me oyes. Continué andando y vi como se lo cargaba al costado, el niño le aferraba el pelo, y ella se libraba de sus tirones a manotazos... Logró calmarlo recitándole al oído lo poco que recordaba de la Chanson de Roland. Los últimos metros hubo prácticamente que arrastrarlos, a él y a Vassilía... Pero yo resistí, no sé ni cómo, pero resistí. Y pasé a España. Y allí estaba Dalmases.»
Allí estaba Dalmases... era extraño recordar la voz del anciano en una mesa del Select, y aún más extraño asociarla al retrato del joven que miraba de perfil a la adusta muchacha rubia acodada sobre el pretil de un puente. En una de sus amorosas cartas de exaltada timidez, le agradecía «la extraña suerte de mi vida, ya que no a todo el mundo le es dado vivir dos veces... La línea demarcatoria de mi vida la marcaste tú, y apenas la crucé supe que estaba a salvo del autómata en que me hubiera definitivamente convertido de haberme plegado a mis propios y odiosos ocupantes. Ten ese niño, niña de mi vida, tenlo y vive. Diviértete y vive en tu hermosa plena luz de burladora de las sombras».
Al revés que Javier, había anotado ella para él, Konrad nunca le «perdonó» que hubiera sobrevivido. «Me observaba de reojo, lleno de malestar. Mezquino, piadoso... esa clase de piedad repulsiva que te perdona la vida mientras te reprocha no haber muerto. Qué valiente fuiste, Ilse... yo jamás hubiese podido abandonar allí a los míos, la familia cuenta para mí más que nada en el mundo, es una pena que tu tía no haya tenido hijos, pero de haberlos tenido sé que los hubiésemos educado para compartirlo todo con nosotros, claro que tu padre, mi pobre y querido medio hermano, manifestó siempre unas ideas disparatadas respecto a tantos temas, me pregunto si supo proporcionaros de veras un ambiente de familia, sería buen estudiante pero era un desastre, mi pobre Arvid, incapaz de orientarse en la tierra, nunca entendí cómo esa chica Blumenthal se obsesionó de esa manera con alguien que jamás sería capaz de asegurarle, al menos, el tren de vida a que ella estaba acostumbrada desde la cuna. Cada vez que lo escuchaba mentar aquello del "tren de vida", precisamente aquello del tren, hervía de ira por dentro y soñaba con matarlo. Eso estuvo repitiéndome durante años, poseído por la auténtica crueldad de los torpes, hasta la mañana en que cobré valor y lo eché de mi vida, no había sobrevivido, recalqué, para trabajar hasta el fin de mis días a las órdenes de un miserable kapo cuya esposa se queja de lo mucho que le comen "sus" empleados negros, palideció intensamente y dijo que se alegraba de que mi futuro bastardo y yo saliéramos por esa puerta para no volver... No se te ocurra volver, gritó, no vuelvas nunca, eres igual que tu maldito padre, él era un don nadie y tú una buscona, una desagradecida. Reconozco que te he espiado durante muchos años, Herschel. Te observaba y trataba de calibrar tus reacciones en el momento en que supieras... Porque hay un momento en que se sabe. Y si he retrasado ese momento es por simple cobardía, Herschel. No hay nadie más cobarde que un valiente, hijo mío. Así sigan ofuscándose Miranda y Javier conmigo, ésa es la verdad. Salí del Vel d'Hiv porque tenía miedo. Mi hermano pensaba que yo no le temía a nada ni a nadie, pero no era verdad, o era, sólo, su verdad de niño que no ha cumplido diez años. Yo le temía a todo. Igual que los otros. Y después temí tanto que no entendieras o que me despreciaras...»
Tonta como una niña pequeña, madre, la regañó mentalmente, tonta y tan lista, eso eras, eso has estado siendo siempre, porque nadie, exceptuando a Annelies, claro, te habría admirado jamás tanto como yo... Nadie va nunca a admirarte más que yo.
En su sueño, recordó mientras abandonaba el hotel, ella era muy joven y estaba muerta y ya lo sabía, pero no le importaba, porque la tapia a cuyos muros avanzaba pegada desembocaba del lado otro de la frontera de sus vidas. En su sueño ella le sonreía, con frágil y no escatimable coquetería de desconocida en una reunión de adolescentes, le rozaba los rizos con unos labios muy húmedos, se desabrochaba la chaqueta de punto y se llevaba la mano, en lenta caricia, muy cerca de la altiva estrella amarilla.
En su sueño de la noche, ella se izaba de puntillas sobre unos brillantes y gastados zapatos de niña, lo miraba a los ojos y le pedía: «déjame entrar».
Igual que la sirena ascendiendo, brazos en alto, desde el fondo de las aguas, hacia su superficie, de una quietud de espejo bajo las sombras monótonas del horizonte... Igual que la sirena, pensó, la sirena del antiguo grabado que acababa de comprar, llevado por un rapto y un impulso de capricho, en una diminuta, pero atestada librería de viejo de la calle Francs-Bourgeois... Era domingo, un domingo cálido y soleado, por la mañana, y Le Marais, el Plitzen, bullía de animación, una y otra vez regresaba sobre sus pasos, retrasando el instante de tomar el metro, miraba a los niños que corrían hacia la plaza de los Vosgos con balones y combas en las manos, miraba los cafetines orientales y las frutas expuestas en cajas al sol delante de las tiendas recién barridas, y los escaparates de las pequeñas librerías de viejo con sus rótulos en francés, hebreo y yiddish... Entonces divisó a la pequeña sirena, detrás de aquel escaparate con altas letras azules esquinadas que rezaban: «Max Baum, librero. Compra y venta de bibliotecas y grabados.» Un hombre alto, de rojo y ya escaso cabello algo encanecido, pasaba un cepillo jabonoso sobre el batiente de la puerta de cristal. Su madre había amado obsesivamente a las sirenas, recordó estremeciéndose, un sentimiento, le confió ella, heredado por otra parte confusamente de su propia madre, que antes de dormir solía leerle de pequeña aquel cuento, de una tristeza atroz, de Andersen...
Viéndolo dudar, el librero le sonrió y entornó la puerta.
—Está abierto, pase, por favor. Es sólo que soy tan vago que los domingos nunca logro levantarme a mi hora. Y la escarcha pone perdidos los cristales. Tómese su tiempo.
Un espacio diminuto y atestado de libros del suelo al techo, con una trastienda de tragaluces tendidos sobre un patio de arbustos plantados en anchos canteros de granito... y aquel olor que lo conducía de regreso a la almoneda de la calle de la Luna, donde su madre se enfrascaba en la tarea de reordenar el cúmulo de objetos salvados por su mano de la quema y el olvido, el lugar del misterio donde tantas veces se escondió de niño a jugar con su disfrazada sombra que nunca terminaba de caer sobre los muros, ni de perderse tras de los espejos rajados, de marcos acribillados de carcoma... Donde al principio de la adolescencia su rabiosa timidez sedujo a jóvenes turistas de cabellos largos y desflecados que le hablaban, inevitablemente, de Jamaica, entornando sus ojos de hechizo y rozándolo enseguida con sus manos que «lo tocaban todo sin comprar nada», protestaba furiosa Bettina Basilia, entre las risas de su madre, «pero qué quieres que compren, mujer, a su edad al pasado se le admira en los museos. Les gusta entrar aquí porque aún no salieron del todo de la niñez. A la mayoría de los niños les encantan los desvanes. Y a mí me gusta que vengan». «Les gusta entrar aquí y no salir, en el caso de que las atienda quien yo me sé», se burlaba de su azoramiento Bettina Basilia, apenas su madre se daba la vuelta. Aquel olor a maderas transhumantes, a tejidos revueltos, a secreta memoria de lo que fue y perdura, increíblemente perdura, nómada y de mano en mano... Aquel olor...
Rozó el suave cuero de Rusia de una cubierta de volumen entreabierto sobre el mostrador, imaginando sobre sus dedos el roce frío de unas manos de otro tiempo, y se sintió extrañamente reconciliado consigo mismo.
—En realidad, me interesa esa sirena... ese grabadito.
El hombre lo sacó del escaparate y se lo tendió.
—Tiene usted buen gusto... es anónimo, pero a mi juicio es obra de un excelente grabador. Pensaba enmarcarlo, de hecho lo puse ahí para acordarme de hacerlo. Me lo trajo una mujer hace unos meses, junto con una pila de libros al peso, estaba deshaciendo la casa de un pariente muerto... Curiosamente, el hombre había insistido antes de morir en que sus libros y sus cosas fuesen traídos a este barrio. En fin, algo por el estilo, la mujer no hizo mucho caso, su pariente chocheaba, declaró. Se metió en la primera librería a la vista. Es decir, en ésta. Yo mismo le ayudé a sacar las cajas de su coche mal aparcado.
Los ojos de la sirena se alzaban, muy abiertos, hacia la línea del agua...
—Es alemán, del XVIII.
—Ya veo. Teniendo en cuenta su origen, espero que me rebaje un poco su precio...
Se echó a reír.
—Desde luego. La próxima vez que me busque entradas para Beethoven trataré de emplear el mismo argumento... No se preocupe, yo también estoy de broma, le haré un buen precio, he visto que el grabado le gusta... ¿Es sefardim?. Lo digo por su acento.
—Tal vez. Soy español y vengo de Puerto Rico. Pero mi abuela era alemana. Judía alemana.
—Comprendo.
No quiso regatear y pagó un precio, bastante moderado, por la pequeña sirena que pensaba regalarle a Estelle, alguna vez iba a leerle ese cuento, a leérselo y a explicarle que la horrible sirenita de Walt Disney no era sino una impostora, la mentira inventada por cobardes a la búsqueda del final feliz de las pantallas para no tener que enfrentarse nunca a los finales del mundo, y no le importaba en absoluto si Camilla se ponía histérica «porque a quién se le ocurre leerle a una niña tan pequeña historias tan crueles y tan tristes». «A mí, se me ocurre a mí.» Imaginó su desconcierto, divertido. «A mí. No soy políticamente correcto, y no lo siento, querida.»
—De modo que Puerto Rico... Mi padre era checo y estuvo después de la guerra unos años en Guatemala, sabe. Leyó en alguna parte, mientras estuvo escondido, que ese pequeño país le había declarado la guerra a la Alemania nazi y se fue para allá lleno de entusiasmo... Naturalmente, tuvo que volverse. A partir del 45 el gobierno guatemalteco era otro, de signo bien distinto, y había allí tantos alemanes huidos, al amparo de otros nombres, de otras identidades... Aquí tiene. Le doy mi tarjeta, también. Vuelva cuando quiera.
Estrechó su mano tendida y sonrió, cálido.
—Volveré, desde luego. Con mi hija.
El Sena relumbraba bajo el sol del frío, estuve mucho rato mirando sus aguas desde lo alto del puente de Passy, oteando el bamboleo de las barcazas amarradas al muelle y la isla de los Cisnes, diciéndome que la foto donde tú miras hacia el objetivo callejero, el retrato donde Dalmases aguarda contigo noticias del retorno que sospecha imposible, no fue tomada aquí, ni en ningún otro puente parisiense, porque el pretil de espera sobre el que apoyaste tus codos flacos de muchacha fue volado en pedazos mucho antes de que alguien armado de trípodes os convenciese de posar ante el ojo de su cámara que viaja, nómada, por la ciudad liberada. Aquel puente, donde si los vivos giran un segundo el rostro lo ven ahogarse en el vertiginoso remolino de los muertos, no sostiene los pasos a dar, no retiene los cumplidos... Caminabas sobre el puente de la espera, y te detuviste un segundo, y miraste al frente, seria y triste, temerosa de que por encima del agua ya no hubiera nunca sino un silencio de escombros, una espuma de cenizas.