Viaje a la Alcarria (15 page)

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Authors: Camilo José Cela

Tags: #Clásico, Relato, Viajes

BOOK: Viaje a la Alcarria
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En Sacedón se mete el viajero por el atajo del camposanto, camino que pronto desaparecerá bajo las aguas de un canal ya empezado a construir. A la izquierda, conforme se sube, queda la fábrica que dicen la Orujera, echando humo, como una máquina de tren, por su alta chimenea. Sacedón, que está rodeado de campos de trigo verde y lozano, parece un pueblo importante y muy industrioso. El caserío se extiende bastante y la torre de la iglesia destaca airosa sobre todo él.

En el frontón los mozos se ejercitan en el juego de pelota a mano. Hay bastante gente mirando, pero nadie, salvo dos o tres muchachos muy jóvenes, anima con sus gritos a las parejas. Los espectadores se limitan a mirar, en silencio pero con mucha atención, y a fumar pitillos. Como siempre pasa, hay un jugador zurdo —al que, como es natural, llaman el Zurdito— que es el mejor de todos; el viajero, profano en este juego, piensa que debe desorientar mucho que el otro le juegue a uno a contrarias.

Le pegan a la pelota

los mozos en el frontón.

Un cura y un escribano

toman el último sol.

Unos gitanos discuten

a gritos, sin ton ni son.

Al llegar el viajero a la plaza es ya casi de noche.

Por la Entrepeña se marcha

—sangre de alacrán— el sol.

Yo no dan a la pelota

los mozos de Sacedón.

El viajero entra en el pueblo

casi, casi, de rondón.

Tiene hambre y lo que busca

va a toparlo en el mesón:

una botella de vino

y unas magras de lechón.

Unos feriantes de larga tralla y gorra de visera de color malva o rosa pálido, guardan una piara de dos docenas de cochinillos negros como el carbón y bullidores como criaturas. Los cochinillos andan por el par de meses y están recién destetados; caen tres, y casi cuatro, en arroba, y piden por ellos de ciento cuarenta a ciento setenta duros, según sea hembras o machos. Aunque parezca raro, las hembras valen menos que los machos. Se suelen comprar para la matanza, porque el cerdo es la flor de la maravilla: en siete meses se ponen, con un poco de suerte, en once o doce arrobas y en ochocientos duros.

Un feriante de tralla,

fiero bigote y bastón,

vende puercos a cien duros

a un hombre de posición.

Otro feriante lo mira

las manos en el blusón,

y en su mirar se adivina

bastante mala intención.

Dos guardiaciviles hablan,

quizás, del escalafón.

Un fotógrafo ambulante

gestiona una ampliación.

Unos niños de doce años

se ensucian en un rincón.

Una muchacha soltera

los mira desde el balcón.

Sobre una ventana cuelgan

dos perdices y un pichón.

El viajero se sienta en un poyo de la plaza, dando espalda a la posada donde después dormirá, a descansar un rato al fresco y a hablar con Felipe el Sastre.

—¡Aquí sí que hay riqueza!

—Sí, eso parece.

—¡Vaya si la hay! En Sacedón no es como en otros pueblos; aquí, quien más quien menos, todos se van a dormir con la panza llena.

Al rato llega el autobús; ninguno de los pueblos que el viajero conoció, salvo Guadalajara, tiene ferrocarril. El autobús abre sus puertas y la gente se tira abajo con una prisa tremenda; se conoce que iban muy mal. Una bandada de mozas y de chiquillos rodea a los viajeros entre un guirigay ensordecedor. El pasaje del autobús es variopinto: una interminable familia de gitanos, unos niños pálidos y flacuchines que vienen a pasar unos días con los tíos del pueblo, unas campesinas ricas y bien vestidas, algún tratante de larga blusa negra y pañuelo de seda al cuello.

El viajero piensa que lo más prudente, por si acaso, será acercarse a la posada a disponer la cena y apalabrar la cama. La posada es un caserón grande, con mucho fondo. Sobre el arco del portal se lee:

Parador; en una esquina, en un pequeño letrero de loza: Calle del Doctor Ramón y Cajal, y encima de los balcones y cogiendo toda la fachada,

Posada de Francisco Pérez. Francisco Pérez ya se ha muerto y la posada la regenta ahora su hijo Antonio Pérez. El viajero siente que el dueño actual no haya puesto su nombre en la fachada; a una jornada de Pastrana le hubiera hecho cierta ilusión dormir en una posada que se llamase Posada de Antonio Pérez.

En el zaguán, el viajero se topa con Martín, el viajero de comercio que conoció en Trillo y volvió a ver en Budia.

—Creí que no llegaba usted.

—Pues aquí me tiene.

—Yo estoy aquí desde ayer.

—Sí, pero usted vino en bicicleta. ¿Tendré cama?

—Sí, venga a ver al ama; yo ya la previne de que usted vendría.

El ama es una mujer joven y gorda, sana como la misma salud y colorada como una manzana.

—Ya me dijo aquí que iba a venir usted.

El viajero sonrió al viajante. El ama continuó:

—Lo que aquí no encontrará usted son refinamientos; pero limpieza y buena voluntad, sí.

—Muy bien.

—Y de cenar, ¿qué quiere usted? Poco tengo, pero de todo puede disponer: unos huevos, una ternera muy buena, unas truchas, algo de la matanza, unas patatas para adornar... De postre, puede usted tomar piña de frasco o unas guindas en aguardiente; si quiere algo de fruta, también le podré dar, y si le gusta el queso, malo será que no quede un poco por ahí. De vino no tengo mucho, debe quedar algo de rioja embotellado.

El viajero está espantado, atónito. La mujer habla como disculpándose: se debe creer que en su casa ha entrado un duque. Sin duda alguna, el viajante le había hecho un cartel espléndido. Lo malo de que lo tomen a uno por rico viene a la hora de pagar.

Mientras se prepara la cena, el viajero y su amigo Martín se van a un café a tomarse un vermú. El café está de bote en bote, la atmósfera se podría cortar con un cuchillo. En algunas mesas se juega al dominó y en otras al naipe. Dos solitarios echan en un rincón una partida de ajedrez; tienen un aire grave, solemne, displicente. A su lado, en silencio, están tres o cuatro mirones con cara de cobistas; cuando uno de los jugadores saca un pitillo, el mirón más próximo se lo enciende; cuando avisa, con un gesto ambiguo, al camarero, el mirón que antes lo nota se encarga de chistar con fuerza, airadamente; cuando un peón, o un alfil, o un caballo ruedan debajo de la mesa, el mirón de turno se apresura a recogerlo. Así da gusto.

El viajero está incómodo en el café.

—En cuanto nos tomemos el vermú nos vamos, ¿le parece?

—Como usted guste.

En la calle, a la luz del escaparate de un bazar, unas niñas cantan al corro: Yo soy la viudita del conde Laurel, quisiera casarme y no tengo con quién.

En el portal del parador está Felipe el Sastre hablando con unos arrieros. Al burro le ha dado una brazada de pienso y lo ha dejado en la cuadra. Cuando el viajero entra, Felipe el Sastre se le acerca.

—Bueno, yo ya me podré marchar.

—No, hombre, ahora no. Descanse un poco y váyase de madrugada. Yo le invito a cenar.

—No se moleste, yo he traído algo.

—¡Qué más da! Guárdeselo para el camino. Ahora cena usted con este amigo y conmigo.

—Bueno, ¡si usted lo manda!

Felipe el Sastre, el viajante Martín y el viajero cenaron en un comedor chiquito, reluciente, bien puesto; en un comedor que, según se echaba de ver, no se abría sino en señaladas ocasiones. Durante la cena se metió en el comedor un tratante pelirrojo, patilludo y miope, como de unos cincuenta años, que se encaró con el viajero y le espetó a boca jarro:

—Oiga, ¿usted no vende chapetas para las gaseosas?

—No, yo no.

—¿Y no las ha vendido nunca?

—No, señor, yo jamás he vendido chapetas para las gaseosas.

El hombre hizo un gesto de resignación, dio media vuelta y se marchó. El ama explicó después al viajero que, dos o tres años atrás, al hombre de las patillas y de las gafas, que tenía una fabriquita de espumosos en Priego de Cuenca, le habían colocado una partida de cinco mil chapetas todas oxidadas.

—El viajante de las chapetas era así como de su parecer, alto y con el pelo castaño.

Después de la cena opípara, el viajero enciende un puro que no tira. Le pone camiseta, pero el puro sigue sin tirar. En vista de eso lo deja casi entero, en un cenicero de metal, con una escena del Quijote en relieve, que está lleno de colillas. Están un rato de charla de sobremesa y el viajero ayuda a su amigo el viajante a trazar su próximo itinerario sobre la guía Michelín. El viajante está encantado.

—Con mi burra de acero yo llego hasta Siberia. Ya lo tengo pensado: o me hago rico o reviento.

Felipe el Sastre se despidió para irse a dormir un rato y los otros dos amigos salieron a dar una vuelta por el pueblo.

—¿Tomamos café?

—Bueno, lo que usted diga.

Tomaron café de pie, en el mostrador del café.

—Ahora, si usted quiere, podemos ir a saludar a un amigo mío. Es muy buen chico y no lo veo desde hace tiempo.

—Muy bien, vamos allá.

El amigo de Martín tenía un alquiler de bicicletas. Martín hizo la presentación:

—Aquí, un señor de Madrid; aquí. Paco, al que le decimos el Piñón Libre. Este chico bien entrenado sería un Delio Rodríguez.

Paco, el Piñón Libre, estaba rodeado de amigos en su tienda. Era un poco un héroe popular, y sin duda, uno de los mejores ciclistas de la provincia.

La tertulia hablaba de la Vuelta a España.

—Carretero ya no es el que fue, ya lo vemos, y Delio..., pues mira, a fuerza de coraje, se va imponiendo. Lleva buenos compañeros, eso es todo; el que corre solo es un desgraciado, para eso más vale quedarse en casa.

El viajero asiente a todo con la cabeza.

Sacedón es un pueblo donde la gente trasnocha, por lo menos en este tiempo. Son ya las doce dadas cuando los amigos se vuelven a la posada, y en los poyos de la plaza y a las puertas de las casas se ven aún grupos de gentes que toman el fresco en silencio.

En el zaguán de la posada duermen, envueltos en sus mantas, diez o doce muleros y tratantes; en un rincón ronca el dueño de la fábrica de espumosos y, poco más adelante, hecho un ovillo, descansa Felipe el Sastre.

En la cocina todavía se siente trajinar. El ama y dos criadas van y vienen de un lado para otro, secando platos, colocando las cosas en su sitio. Al lado del fuego bajo, ya casi consumido, un hombre dormita y un gato duerme. Los cucharones de cobre relucen, desde la pared, limpios como la patena, y la batería de aluminio forma, ordenada por tamaños, en el vasar.

El viajero da las buenas noches al ama y sube a su habitación. Martín se escabulle y se va; según al viajero le pareció entender, un poco al vuelo, en el alquiler de bicicletas, Martín era un hombre de cierta fortuna con las mujeres. El viajero se lo dio a entender, medio en broma, y Martín se esponjó como un palomo; no cabía en su pellejo.

La habitación del viajero era exterior, con un gran balcón que daba a la plaza —mejor dicho, a la calle del Doctor Ramón y Cajal—, con dos camas y un lavabo. En el suelo, al lado de su cama, el viajero encontró, bien ordenado, su equipaje. Sobre la mesa de noche había un bonito verre d'eau con florecitas azules de tallo marrón y hojas verdes, y debajo de la cama asomaba un bacín de loza monumental, un bacín de cinco cuartillos. El viajero miró debajo de la otra cama y vio una bacinilla pequeña, medio desportillada, ruin, canija, sin lustre.

Ya acostado, el viajero fumó un pitillo y después apagó la luz. Estaba cansado y no tardó en dormirse. La cama estaba limpia y el colchón era espléndido, y el viajero durmió suavemente, sin sobresaltos ni pesadillas, durante nueve horas seguidas.

La otra cama seguía intacta. Martín, por lo visto, no había marrado el golpe.

Al bajar a desayunar, el viajero se encontró a Martín, muy bien afeitado y muy bien peinado, con camisa limpia y los zapatos lustrosos, que estaba sentado en el comedor leyendo el periódico.

—Yo leo siempre este periódico, trae muchas noticias de por aquí. El periódico era El Alcázar, de Madrid, edición para Guadalajara.

Martín, muy diligente, se acercó a la cocina a decir que trajeran el desayuno. Sobre la mesa estaba el cenicero de metal, que ahora aparecía recién limpió, y en medio del cenicero, solitaria y orgullosa, como una reina, la colilla de puro que el viajero había dejado la noche anterior; realmente, la colilla era impresionante. Durante el desayuno —huevos fritos con torreznos, café con leche con pan y mantequilla, y fruta— el viajero habla con Martín.

—¿Qué tal anoche?

Martín sonríe con un gesto de colegial picardeado y no responde. Antes de salir, el viajero se llega a la cocina, a ver al ama.

—Oiga, señora, yo me voy a dar una vuelta por la calle y después me marcharé de Sacedón. ¿Quiere usted darme la cuenta?

—Sí, señor; aquí la tengo apuntada, son cincuenta y cinco pesetas.

—No, apúnteme todo, la cena de los dos amigos de anoche y el desayuno de hoy del señor Martín; ya le dije que yo invitaba.

—Sí, señor, ya está apuntado todo: treinta y seis pesetas las cenas, un duro las camas y doce pesetas los dos desayunos; de servicio le he puesto dos pesetas para redondear. ¡ El viajero miró la cuenta, por hacer algo, y pagó.

Quiso dar un duro de propina y no se lo cogieron.

—¿Puedo dejar aquí el macuto, hasta que venga a recogerlo?

—Sí, señor; yo se lo guardaré en la cocina.

El viajero salió a pasear un poco por el pueblo.

Sacedón es un pueblo hermoso y de calles anchas, abiertas. Hay varias casas de tres pisos y muchos comercios bien abastecidos. Martín le explica cuáles comercios son clientes suyos y cuáles no.

Un pelliquero tiene de muestra, en su puerta, un garduño disecado, relleno de paja. El pelliquero es un viejo zorro, mañoso y con mucha recámara. Es afable y sonriente, pero no suelta prenda.

—Ahora no es como antes; ahora, para malcomer, hay que sudarlas.

Se llama Pío y, por mal nombre, le dicen tío Gato. Es pequeño de estatura, duro de barba y bisojo de mirar; lleva un duro mandil de correjel y se toca con una boina capona y cochambrosa. Su tienda es pequeña también y maloliente, destartalada y revuelta. Colgada de la pared duerme la garatura; sobre una mesa descansa la estira de cobre, esperando la flor del cordobán que se ha de comer; por los bordes de unas turmas de toro disecadas asoman sus orejas el descamador, el escalpelo y el debó; las vasijas de la garrobilla y del tanino reposan en un ¡rincón.

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