—No hay nada, ¡como no compre usted algo!
El viajero piensa que a aquellas horas, poca cosa va a encontrar.
—Bueno. Tratare de buscar huevos y leche.
La posadera lo mira de arriba abajo. El viajero debe inspirarle poca confianza, porque le dice:
—Pues yo no se lo puedo hacer; esto ya no es posada.
El viajero se marcha con el rabo entre piernas, cariacontecido; va pensando en el alcalde de Cork. A la puerta tropieza con Martín, el viajante del que se hizo amigo en Trillo.
—Pensé que caería usted por aquí, pero ya me parecía tarde.
—Pues aquí estoy. Oiga, ¿conoce usted a alguien que pudiera arreglarme una cena, aunque no sea muy buena?
—No se ocupe de eso, véngase conmigo.
Martín, que es un hombre que sirve para todo, lleva al viajero a una taberna, habla con la tabernera y regresa con una sonrisa de triunfador.
—Ya está. Yo le acompañaré mientras cena.
En tanto se prepara la mesa, Martín, que en Trillo se ha enterado de más cosas de las que se figuraba el viajero, explica a un pollo con corbata de lacito quién es el recién llegado. El pollo escucha con atención y hace gestos de asentimiento con la cabeza; después se vuelve al viajero y le dice:
—Ya sé yo lo que va a hacer usted, ¡ese libro, forrado de azul, que lleva un escudo y que es donde vienen todos los alcaldes y todos los comerciantes de la provincia! ¡Pues no es ninguna tontada, se lo aseguro!
El viajero agradece las amables frases del pollo con una sonrisa.
Después de cenar, el viajero invita a una copita a Martín. Martín toma anís y el viajero coñac.
Regresan a la posada y, a la puerta, Martín le dice:
—Usted callado, ¿eh?
—Entendido.
Martín habla con la posadera y la posadera mira para el viajero. Después sale, vuelve al rato y dice:
—Ya tiene usted la cama. Ésta le dirá.
Ya en la cama, el viajero no puede creer en tanta felicidad. Se fuma un pitillo, apaga la luz, da una vuelta y cierra los ojos para dormir.
Martín, desde la cama de al lado, estaba diciendo:
—Y si llega usted al Campo de Criptana pregunte por el Herrerillo, dígale usted que va de parte mía, de parte de Martín el del gobierno militar de Madrid; él ya sabe.
La habitación está herméticamente cerrada, como una caja, sin ventilación alguna, sin un tragaluz siquiera, y el viajero no se despierta hasta las diez. Martín ya no está en la cama, pero regresa al poco rato.
—He venido por aquí de vez en cuando, a ver si se había despertado usted. Yo he andado por ahí realizando mis pequeñas operaciones mercantiles. ¡Hay que saber espabilarse!
Martín toma aire para continuar.
—Qué, ¿se ha descansado?
—Pues, hombre, sí. Estoy nuevo. Anoche estaba ya un poco harto.
—Bueno, para qué acordarse, ¡eso ya pasó!
Martín, sin duda alguna, es un estoico.
El viajero sale a la calle con Martín y recorre el pueblo. La plaza parece la de un pueblo moro; la fachada del ayuntamiento está enjalbegada y tiene una galería con unos arcos graciosos en la parte alta. Entran en la plaza ocho o diez mulas trotando, sin aparejo alguno, conducidas por un mozo de blusa negra y larga tralla; beben, durante largo rato, en el pilón y después se revuelcan sobre el polvo, con las cuatro patas al aire. Un hombre viejo está sentado al sol, bajo los soportales.
Budia es un pueblo grande, con casas antiguas, con un pasado probablemente esplendoroso. Las calles tienen nombres nobles, sonoros —calle Real, calle de Boteros, calle de la Estepa, calle del Hastial, calle del Bronce, de la Lechuga, del Hospital—, y en ellas los viejos palacios moribundos arrastran con cierta dignidad sus piedras de escudo, sus macizos portalones, sus inmensas, tristes ventanas cerradas.
El viajero se acerca a casa del médico, a hacerle una visita. El médico vive en la plaza, en una casa de dos plantas, limpia, ordenada, con buenos muebles, con grabados franceses por las paredes. El médico de Budia es el padre de un amigo del viajero. En el vestíbulo de la casa hay un piano. Una criada de luto, joven aún, le abre la puerta.
—Voy a llamar al señor; él se alegrará de que le traiga noticias del señorito Alfredo.
El médico no se hace esperar. Se llama don Severino y es un viejo simpático, hablador, jovial; lleva al viajero adentro y le convida a galletas y a jerez; galletas, una lata honda, eterna; jerez, una botella.
—Si se acaba, ya pediremos más.
El médico y el viajero hablan del pueblo. El médico tiene publicado un libro que se titula: Datos para el estudio médico-topográfico de la villa de Budia, por Don Severino Domínguez Alonso, médico titular de la misma. El libro está impreso en Guadalajara, en 1907, en el Establecimiento Tipográfico de Antero Concha, plaza de San Esteban (Correos), número 2.
El viajero hojea el libro y en él se entera que Budia está acostada sobre el cerro de Cuesta Cabeza y que los dos montes llamados de Propios se utilizan para pastos y leña. Budia es pueblo con mucha agua, aunque no tanta como Cifuentes. El agua de la fuente de la Tobilla se usa para combatir las afecciones del estómago; para beber, la de la fuente Nueva, y la del arroyo de la Soledad para cocer las legumbres. La del Cuerno, aunque es la mejor, se emplea para regar los sembrados porque es de difícil canalización, costaría mucho dinero.
Don Severino ofrece buen tabaco habano al viajero.
—El estómago es el barómetro del orden.
—Claro.
—Antes, los jornaleros salían una vez al año y volvían bien nutridos y con cien pesetas cada uno. Entonces —añade don Severino con el gesto añorante— comían como ingleses.
El viajero está encantado; el jerez, las galletas y el tabaco le han sentado muy bien.
—Aquí los indígenas toman el aguardiente en ayunas; dicen que es bueno para matar las lombrices.
Por la abierta ventana del comedor se cuela un gato negro, grande, de pelo reluciente.
—El café lo suelen usar como medicamento.
El viajero, sentado a la mesa de don Severino, se hubiera estado toda la vida.
—Por aquí hay más de setecientas especies aromáticas diferentes; esa es quizá la causa de la calidad de la miel.
—Claro...
Al viajero le invade un sopor peligroso. En la mecedora del médico de Budia se está demasiado bien. Hacia el mediodía sale de nuevo a la calle, con ánimo de echarse al campo en seguida. El sol cae de plano sobre la plaza; no se ve más que alguna sombra pequeña debajo de los aleros de los tejados. Una vieja hace punto al sol, sentada en una silla baja, mientras un chiquillo muy pequeño juega con la tierra, a su lado.
Un anciano se rasca
la panza al sol.
El alcalde y el vino
van de camino.
Una mula se come
la tierna flor.
Al alcalde, un vecino
le llama albino.
Un can hambriento huele
la buena olor.
Un fraile teatino
y don Severino.
Cruje el pan en el horno
para el señor.
Se cae el palomino
desde un balcón.
Pasa por la plaza un mendigo adolescente, tonto, a quien falta un ojo. Camina rígido, hierático, con lentitud, y va rodeado por dos docenas de muchachos que lo miran en silencio. El tonto tiene una descalabradura, aún sangrante, en la cabeza, y un aire de una profunda tristeza, de una inusitada tristeza en todo su ademán. Anda arrastrando los pies, apoyado sobre un bastón de cayado, con el espinazo doblado y el pecho hundido. Con una voz chillona, cascada, estremecedora, el tonto canta:
Jesús de mi vida,
Jesús de mi amor,
ábreme la herida de tu corazón.
Una mujer con un niño a cuestas se ha asomado a un portal.
—¡Lástima no reventases, perro!
EL viajero, antes de comer, sale de Budia a orilla del arroyo de Lapelos, que va a dar al Tajo. Había pensado volver a Durón por el mismo camino por el que subiera hasta Budia, pero cambia de parecer y se mete por el monte, a veces por sendas casi borradas, para acercarse hasta El Olivar. Des pués bajará otra vez hasta Durón a tomar la carre tera.
El Olivar está a media legua de Budia, monte arriba. Es un pueblo miserable, perdido en la sierra, en tierra de lobos y rodeado de barrancos.
Un pastor guarda la majada en el hocino de un arroyo. Es un hombre cincuentón, barbaján, con la piel curtida, que habla poco al principio, hasta que se va animando. Se llama Roque y ha cazado un garduño a palos, un garduño que enseña al viajero.
—¿Cuánto me da?
—Pida usted.
—No, yo no pido.
El hombre tira el garduño.
—Ya me dará algo, si se lo quiere llevar.
—¿Hacen dos duros?
El pastor abre unos ojos de asombro.
—¡Vengan!
El viajero saca dos duros, se los da al pastor y toca el garduño con el pie.
—Ya es mío.
—Espere usted que se lo desuelle. Así pronto hiede.
El pastor le quita la piel con maestría, en un abrir y cerrar los ojos. Después le da tres o cuatro navajazos en el pecho en carne viva y se lo tira a los perros, que lo devoran con ansia, gruñendo sin parar un momento.
El viajero, que ha repostado en Budia, abre el morral para comer.
—¿Se puede beber esta agua?
—Yo no he reventado.
El viajero abre una lata de escabeche y se la ofrece al pastor.
—Ya he comido.
—No importa.
—Bueno.
El pastor se la come y después se bebe el aceite.
El viajero abre otra lata; se equivocó al pensar que con aquélla iba a haber bastante para los dos. La lata decía por fuera, entre otras cosas: Peso neto, 750 gramos. Después bebe un cuenco de leche que le da el pastor.
—Nunca falta una artuña que nos mantenga.
Sobre el hocino hay un balcón natural desde el que se ve el Tajo. El viajero sube con el pastor, y las ovejas, mientras tanto, se quedan con los perros.
—No se ha de perder ninguna, descuide usted.
Todo el gobierno es cosa del adalid.
El viajero y el pastor, en la subida, cambian un trozo de cecina por dos naranjas. Después beben un trago de la cantimplora.
—Bonita vista.
—Sí, eso dicen. Oiga, ¿usted es de Guadalajara, por un casual?
—No, ¿por qué?
—Por nada; todos los de Guadalajara, cuando suben hasta aquí, dicen lo mismo.
El viajero hace como que no oye y se pone a hablar de lo bueno que debe ser el terreno de orillas del río.
—Sí, señor, ¡ya lo creo! Ese terreno sí que es bueno; aquí, ¿sabe usted?, lo pobre es la sierra; en cuanto que usted baja hasta el llano ya empieza a encontrarse un terreno muy alegre, muy agradecido.
—¿Y lo cultivan bien?
—Sí, señor, sí, tan bien como en cualquier lado, por no decir mejor.
El viajero, mientras baja, hablando y fumando un pitillo con el pastor, ve a lo lejos un niño con aire salvaje, con el pelo cayéndole sobre la nuca y el pecho al aire. El niño está parado, de pie sobre una piedra, a unos cien pasos de distancia. El viajero lo llama y el niño ni se mueve, ni contesta. El pastor aconseja al viajero que lo deje.
—No le haga caso, yo lo conozco bien. Ése es uno de El Olivar que le dicen Saturnino. Anda siempre por ahí, a ver lo que caza. Es un chico muy guitarra, muy retoriquero; es un buen pardal. Yo, el año pasado, a poco más lo derribo de un cantazo. Me faltaron dos corderuelos de socesto y para mí que fue él quien se los llevó.
—¿Y está siempre en el monte?
—Sí, señor, siempre; es igual que un garduño, hasta tiene el pelo del garduño. Pero lo que yo digo, ya lo domarán en las quintas. Vamos, si está apuntado; ése, a lo mejor, ni está apuntado.
El viajero, de vuelta a la majada, se despide de su amigo Roque y sale en busca de Durón. El pueblo no se ve hasta que se está encima. El viajero se ha desviado un poco y llega al pueblo por el monte de Trascastillo, a cuya falda va el paso del Tirador, por donde cruzó el día anterior, ya de noche, camino de Budia. La ladera del Trascastillo es muy escarpada, casi cortada a pico; hay un momento en que parece que se va a poder dar un salto hasta el monte Castillo de Maraña. La bajada hay que hacerla con calma, para no rodar y romperse las costillas, y el viajero, hacia mitad del camino, se sienta a descansar un rato. Por el paso del Tirador, al lado de la carretera, corre el arroyo de la Soledad, con unas praderitas a las márgenes, casi tapadas por la arboleda; es un paisajito muy bucólico que parece sacado de un tapiz.
Durón es un pueblo que está en tres pedazos, dos en la ladera, y otro, más pequeño, a orilla del camino que tomará el viajero y al lado de la huerta.
A la puerta de las casas el viajero ve, como la tarde anterior, el mismo grupo de hombres y de mujeres, la misma turbulenta nube de niños. Durón es un pueblo donde la gente es abierta y simpática y trata bien al que va de camino; al viajero se le muestra curiosa e incluso amable. Es gracioso observar lo distintos que son, a tan escasa distancia unos de otro, los budieros de los durones; en Durón la gente habla y ríe y se muestra propicia.
—Si llega usted a Pareja no deje de subir a Casasana, es mi pueblo.
Quien habla es una mujer joven, madre de un niño de dos años que se sube a un carro que allí hay, en la cuneta, se cae, llora un poco, se vuelve a subir, vuelve a caerse, llora otro poco y, según explican al viajero, se pasa así la tarde. De vez en cuando la madre le da un azote en el culo y entonces el niño llora más fuerte durante unos momentos, da un paseíto gritando por entre la gente y, como es natural, se sube de nuevo al carro.
—Mi madre es la que tiene la posada, dígale usted que me ha visto y que estoy bien, que estamos todos bien. Mi hermano es concejal en Casasanas y se llama Fabián, Fabián Gabarda, apúntelo usted no se le vaya a olvidar.
Cuatro o seis chopos delgados como silbidos se cimbrean a la brisa de la tarde.
Un viejo medio desdentado, con gafas, boina y cayado, con barba de seis días y la chaqueta de pana echada sobre el hombro, a la torera, habla con el viajero.
—Y entonces, usted, mozo, ¿vive en Madrid?
—Sí, señor.
—¿Conoce usted al Ramiro, el del instituto oftálmico?