A la entrada del pueblo, cerca del río, está la albardería del Rata, un taller pequeño, abigarrado, lleno de encanto; un taller medieval, optimista y abierto a todos los vientos como un mercado. El Rata se llama Félix Marco Laina. El Rata es un hombre de talento, un hombre que supo aprovechar un apodo, exprimirlo como un limón. En su tienda, rodeado de bastas, de enjalmas y de aceruelos, el Rata es un cónsul de la Alcarria y su casa un registro general del ir y venir de las gentes. Las gentes, tarde o temprano, siempre acaban pasando por la albardería del Rata en busca de una cincha o un lomillo, detrás de un ataharre, en pos de un debajero o una cangalla.
El viajero regala una carona de almohadilla al burro Gorrión, y el burro Gorrión mueve el rabo, nervioso como un niño, mientras lo visten.
Los amigos tiran por la vega, en sentido contrario del pueblo. Van a comer y echarse, después, un ratito de siesta en la fuente del Piojo, que tiene un agua clara, muy fresca, famosa en la comarca.
Entre la fuente del Piojo y el río verdean las huertas. Por encima de la carretera de Gárgoles se ven los muros de un castillo en ruinas. El viejo no sabe de quién fue el castillo. Una mujer que pasa, tampoco lo sabe.
—Ahora es de una señora marquesa.
El viajero, a las tres de la tarde, vuelve sobre sus pasos y entra en Cifuentes, donde tiene un amigo al que quiere visitar. El viejo se queda en la fuente del Piojo, haciendo la digestión a la sombra.
—Luego nos vemos.
—Bueno.
El amigo que el viajero tiene en el pueblo se llama Arbeteta. Arbeteta es un hidalgo recio, cincuentón, ya sesentón quizás, fornido, lleno de salud, con media docena de hijos más que mozos y una casa con tres balcones franceses, airosos como plateas de un teatro de ópera.
—Cifuentes es la capital de la Alcarria. La Alcarria se distingue por la miel, y donde más miel se da es en el partido de Cifuentes, en Huéter, en Ruguilla, en Oter y en Carrascosa.
El amigo del viajero habla con orgullo de Cifuentes. Mientras pasean por el pueblo, le va explicando su antigüedad. El viajero aprende que el castillo lo hizo don Juan Manuel y la iglesia una querida de Alfonso el Sabio que se llamaba doña Mayor. El viajero recuerda, vagamente, que en un libro que leyó, hace años, llamaban a don Juan Manuel turbulento y pendenciero. De doña Mayor, el viajero no había oído hablar en su vida.
En el pueblo hay muchas puertas con herrajes bonitos, muy artísticos, con aldabones y picaportes de hierro negro, con ojos de cerradura que forman dibujos: un corazón, un trébol, una flor de lis, un arabesco.
El río Cifuentes nace debajo mismo de las casas. Nada más nacer mueve un molino; el pueblo está levantado sobre un manantial. El Cifuentes es un río precoz, de poco tamaño y mucha agua, que va a caer al Tajo en Trillo; no tiene mucho más de dos leguas de curso, pero va lleno de agua; más lleno, sin duda, que muchos ríos más largos. En el corto camino que corre, el Cifuentes va de cascada en cascada: salta lo menos medio centenar de veces por encima de las piedras.
En la balsa del molino, se baña una bandada de patos domésticos, graciosos, que tienen una plumita arqueada y brillante en la cola, una plumita de color gris con reflejos verdes y azules y colorados. Algunos patos duermen en la orilla, unos de pie y otros echados, con la cabeza escondida en el ala. Otros pasean graznando y moviéndose para los lados, como marineros. El viajero se asoma al pretil del puente, a vara y media del agua, y les echa unas migas de pan. Los patos acuden, presurosos, batiendo las alas sobre el agua. Los patos de la orilla, los patos que dormían, se despiertan, se esponjan, miran un instante y se echan también a nadar.
Arbeteta va contando al viajero, mientras vagan por el pueblo de un lado para otro, la leyenda de la fuente del Oro, al pie del cerro de San Cristóbal, en el camino de Ruguilla. Es una historia muy literaria, demasiado literaria, quizás, de moros y de cristianos, de pepitas de oro grandes como cerezas y de princesas vírgenes, bellas, blancas y misteriosas como la luna. La historia tiene un hermoso sabor de fábula, y el viajero piensa, en contra de su costumbre, en los juglares de la Edad Media, que tocaban el laúd en el patio de las Damas, en cada castillo, y eran azotados hasta la sangre, en el patio de los Caballeros, cuando desafinaban.
Un niño enfermo lee, sentado al sol, los cuentos de Andersen en un libro hermoso, encuadernado en cartoné. Cuando pasa el viajero, levanta la cabeza y mira. Es un niño moreno, de pelo rizo, con los ojos oscuros, la tez pálida y la sonrisa elegante, prematuramente amarga. Está baldado de cintura abajo, sentado siempre en su silloncito de mimbre. El viajero le dice que qué tal está y el niño le responde que bien, muchas gracias, que tomando un poco el sol. La madre sale a la puerta. El viajero pide agua y la madre del niño enfermo le invita a pasar y le ofrece un vaso de vino. Después le explica que el niño se llama Paquito; que nació muy bien, muy lucido, pero que pronto se torció, que tiene parálisis infantil, y que algunas noches, cuando lo meten en la cama, se le oye llorar en voz baja, durante mucho tiempo, hasta que se duerme. Le explica también que ella procura llevarlo lo mejor posible, pensando que es una cruz que el Señor le envió.
—Otros dos tuvimos y los dos murieron, ya mayorcitos. Mi marido dice que qué pecado habremos hecho.
La mujer tiene los ojos tristes. Se queda mirando fijo para la pared, y añade:
—Después de todo, ésta es la que me ha tocado.
Al llegar a la plaza, el viajero ve a su amigo el viejo, con el burro Gorrión al lado.
—Le estaba esperando.
—¿Sí?
—Sí, señor; quería despedirme.
—Pero, ¿adonde se va usted?
—No me voy, me quedo. Me ha salido una chapuza y me quedaré hasta que termine, tres o cuatro días. Usted, me figuro que seguirá andando.
El viajero está un momento indeciso.
—Sí, yo seguiré andando; a mí no me ha salido ninguna chapuza.
El viejo habla fingiéndose distraído, mirando para la cabeza de Gorrión, como para quitarle importancia a sus palabras.
—Poco es, pero, si usted quiere, la mitad es suya.
—No, se lo agradezco igual, no están los tiempos para repartir.
—Como guste.
El viejo y el viajero se miran.
—¿Hacia dónde va a tirar?
—Había pensado bajar a Trillo.
El viejo y el viajero se dan la mano y se dicen adiós.
—A ver si nos vemos.
—Será lo que Dios quiera.
—Y si no nos vemos...
—Si no nos vemos, que haya suerte.
El viejo, que se había levantando, se sienta de nuevo mientras el viajero sube, ¿por qué no decirlo, un poco pesaroso, por una calleja por donde van dos mujeres con sus cantarillos al brazo.
El amigo de Cifuentes le pregunta al viajero:
—¿Quién es éste?
Y el viajero le responde:
—Una antiguo amigo mío, buena persona. Se llama Jesús, es de la parte de Belmente, de un pueblo que dicen Villaescusa, y anda a lo que vaya saliendo, como ahora ando yo.
En la parroquia del Salvador hay un pulpito de jaspe, o de alabastro, que debe valer un dineral; es un pulpito de mucho mérito. Tiene unas esculturas muy cuidadosamente esculpidas y lo remata, por abajo, una cabeza con dos caras, como la de Jano, sólo que de hombre y mujer. El cura le cuenta al viajero la última historia del pulpito.
—Después de la guerra me costó mucho trabajo encontrarlo. Fue a aparecer en Madrid, en un museo. Al principio no querían dármelo, querían darme otro en vez. Un día me fui con un vecino que tiene una camioneta, me planté a la puerta del museo y les dije: Venga ese pulpito, que es mío. Lo cargué en la camioneta y ahí lo tiene usted.
El cura es un cura valiente, decidido, un cura simpático y trabajador que está orgulloso de su pulpito y, en cuanto lo encontró, se lo trajo y en paz.
La iglesia tiene una puerta que da a un patio con un emparrado y algunos árboles. El patio da también a la casa del cura.
—Así estoy mejor. ¿Que quiero tomar un poco el fresco? Pues me doy un paseo por aquí y no tengo que salir a la calle más que en caso de necesidad.
La casa del cura es limpia, clara, con los suelos de tabla bien fregada y las paredes pintadas de cal. El cura acompaña al viajero hasta la puerta. Hay que bajar bastantes escaleras porque el terreno tiene desnivel; la puerta a ras del patio coincide con las ventanas del primer piso, por el lado de la calle. A la puerta se despiden.
—Bueno, señor cura, adiós, tanto gusto.
—Adiós, hombre, no es para tanto; el gusto es el mío, que le vaya bien.
El viajero se aleja con su amigo y al doblar la esquina vuelve la cabeza. El cura, en medio de la calzada, le dice adiós con la mano.
Un perro husmea en un montón de basura. Dos inmensas tinajas de barro están tumbadas en el suelo, vacías, en una rinconada, a pleno sol.
—Ahora vamos a merendar, si le parece, y después iremos a la casa que dicen de la Sinagoga. Es muy antigua, ya la verá usted.
Al viajero, como era de esperar, le parece muy bien lo de la merienda. Tiene hambre y en casa de Arbeteta se toma un vaso de leche espesa, de color de manteca, y un pedazo de pan blanco, macizo, tierno, de dos palmos de tamaño. Con la barriga llena, el viajero se toma sentimental. Lo nota y corta por lo sano.
—¿Vamos a lo de la Sinagoga?
—Vamos, si usted gusta.
El viajero empezaba a pensar, después de la merienda, en pajaritos silbadores, mariposas gentiles, niños errabundos y otras zarandajas. Las panzas llenas es lo que tienen: que pueblan la mente de ideas de señorita catequista.
La casa de la Sinagoga es una casa de dos plantas, con las ventanas más bien pequeñas y un patio de columnas. En el patio hay un pozo de alto brocal, tapado con unas tablas. Unas gallinas pican el estiércol mientras un cerdo hoza el suelo, gruñendo.
El amigo del viajero llama, en voz alta.
—María, sal, que venimos a ver tu casa.
El ama sale secándose las manos con el delantal.
—Poco tiene que ver. Es muy pobre esta casa, ya ve usted.
Unas golondrinas cruzan, veloces como rayos, el aire del patio. En las vigas y debajo de los capiteles de las columnas tienen sus nidos. Hay también, un poco más arriba de la media pared, las señales de otros nidos que un día, sin que nadie los empujara, se vinieron abajo.
—Es que las golondrinas son como las personas, que las hay listas y tontas. ¡Mire usted como esos otros nidos no se cayeron!
El ama, después de explicar lo de las golondrinas, saca de dentro dos banquetas para que se sienten el viajero y su amigo. Al fresco de la tarde se está a gusto, sentado en un patio, fumando, de charla con la dueña de una sinagoga.
—¿Usted sabe que esto estuvo en otro tiempo lleno de judíos?
—Es mi pena, ¡mal rayo los parta! ¡Los verdugos de Nuestro Señor!
El viajero, como siempre, se da cuenta de que ha metido la pata cuando lleva ya el agua por el vientre. Entonces piensa, para consolarse, que la mujer no puede ignorar que a los de Cifuentes —y a los de Alovera, a los de Taracena, a los de Torija y a los de Uceda— llaman en la comarca, judíos por mal nombre. Y perjuros, que es todavía peor, a los de Romaneos. El viajero piensa también que, cierto o no cierto, esa es la costumbre.
Se levanta y habla, entonces, de la cosecha, que este año es buena conversación, del tiempo que hace y de lo hermosas que encuentra a las gallinas, que van ya de retirada, subiendo por unos palos hasta el gallinero. Dos palomas descansan en lo alto de un montón de leña. Un niño entra, con la cartilla debajo del brazo.
—¡Niño, saluda a este señor!
—Buenas tardes tenga usted.
El viajero, para congraciarse un poco, le da una perra gorda al niño.
—Niño, ¿qué se dice?
—Muchas gracias tenga usted.
El niño está a un palmo escaso del viajero, mirándole fijamente, respirándole encima. Su aliento huele a ternera fresca, a ternerillo mamón.
—¿Sabes las letras?
—Sí, señor.
—¿Qué letra es ésta?
—Una e.
—¿Y ésta?
—Una eme.
—Muy bien. ¿Sabes las reglas?
—No, señor, las reglas no las sé.
Ya en la calle otra vez, la luz es otra. El sol se ha puesto por las lomas de más allá de la fuente del Piojo, y las casas empiezan a tomar un tono más tenue, más opaco. Atado a la argolla de un portal, moviendo el rabo con alegría, está el burro Gorrión, que hoy lleva un día bastante descansado. Por el abierto portalón se ve el patio donde el viejo con que el viajero se topó en Brihuega, comiendo pan con sardinas ahumadas al pie de una columna de los soportales, vacía un pozo negro: la chapuza.
La noche cae, con bastante rapidez, sobre Cifuentes. Encima del pueblo se recorta, solitario, el cerro de la Horca. La campana del Salvador, en la torre que una bomba partió por la mitad, como un cuchillo, hace ya rato que tocó a oración.
Una torre partida
por gala en dos;
el sol suena en la esquila
del Salvador.
El viajero piensa que mañana será otro día.
A la mañana temprano el viajero sale de Cifuentes, por el camino de Trillo, dejando el río a la derecha y el castillo de don Juan Manuel a la izquierda.
A poco de andar se ven en el horizonte, chatas, aisladas, las Tetas de Viana. No mucho más tarde, al coronar un resayo suave, se ve también Gargolillos, con su torre en punta, y Gárgoles, con su torre cuadrada. A Gargolillos le llaman algunos Gárgoles de Arriba y a Gárgoles, Gárgoles de Abajo. Los dos están a orillas del Cifuentes; Gargolillos, un poco desviado de la carretera, al final de un camino muy bonito que va entre tapias y zarzales.
Hace algo de fresco y se camina a gusto. Sobre el río se extiende una tenue cinta de niebla casi imperceptible. Vuelan los estorninos y los vencejos; una urraca blanca y negra salta de piedra en piedra mientras una alondra silba sobre los sembrados. El vientecillo de la mañana corre sobre el campo, y el aire está limpio, lúcido, transparente, diáfano.
No más remontado un zopetero, Cifuentes desaparece. El camino va entre choperas aisladas, no muy tupidas. Entre el camino y el río verdean las huertas de tomates. Al otro lado, el terreno aparece otra vez seco, duro, de color pardo. En el terreno seco se ven rebaños de ovejas blancas y ovejas negras —mejor, castaño oscuro—, todas revueltas, y en el de agua se ven mujeres y niños trabajando la tierra.