El convento aparece a cien pasos, o aun menos, de las ermitas. Hoy pertenece a los franciscanos. Al viajero y a sus amigos les acompaña un fraile sano y de buen color, que fuma cigarrillos de noventa.
El viajero, que tiene su pequeña historia familiar relacionada con la Orden, habla con el fraile.
—Yo tengo un tío abuelo o bisabuelo que fue franciscano, que martirizaron los infieles en Damasco. Hoy es ya beato, hace ya muchos años que lo es.
—¿Cómo se llamaba?
—Fray Juan Jacobo Fernández.
—No lo conozco.
Al fraile no parece importarle mucho el tío beato del viajero.
—Ahora tenemos que poner tejas nuevas, y para el año, si Dios quiere, arreglaremos un poco la galería.
El fraile, el viajero y sus amigos recorren el convento y llegan a la biblioteca.
—Aquí tenemos cuatro o cinco incunables; para evitar que se estropeen los hemos mandado encuadernar.
El fraile muestra al viajero los incunables, con las márgenes de las páginas comidas, un dedo por cada lado, por la guillotina del encuadernador.
—Tenemos también un museo de historia natural, luego lo verá usted. Está muy desordenado; cuando estuvieron aquí los rojos lo desbarataron todo.
Desde la terminación de la guerra civil habían transcurrido ya siete años.
La comitiva, camino del museo de historia natural, entra en una clase. Los educandos se ponen en pie. Es curioso observarlos: los hay de todos los pelos, de todas las cataduras y de todas las edades.
—Aquí, de donde tenemos más animales es de las islas Filipinas.
En el museo está todo revuelto y cubierto de polvo. Es una tristeza, pero una tristeza que, probablemente, se podría arreglar en un mes metiendo allí a un perito que fuese colocando las cosas en su sitio, y a una criada con una escoba en la mano.
El fraile habla de las desdichas del convento con cierta indiferencia, un poco como sin darse cuenta de que son realmente desdichas y, lo que es peor, desdichas que fácilmente podrían dejar de serlo.
El convento es un convento hermoso y lleno de tradición, y al viajero se le ocurre pensar que es una pena que, como Pastrana, no levante cabeza.
En el libro de don Eustaquio, que está escrito en una bella prosa gramatical, se entona la lamentación de las glorias perdidas y se canta la loa de los tiempos pasados, de los tiempos que, para don Eustaquio, cualesquiera que hayan sido, fueron mejores.
—Pastrana es hoy un pueblo desmedrado.
Sí; ya no rechinan sobre sus goznes las puertas de la fortaleza que en otros tiempos custodiara desde la ronda de palacio el vigía nocturno; ni el aire marcial de apuestos soldados enciende en himnos belicosos el espíritu guerrero de los siglos medievales.
El viajero cree que don Eustoquio exagera. Pastrana, sin vigías, ni aires marciales, ni espíritu guerrero, ni Edad Media, es una ciudad como todas las ciudades, bella como pocas, y que sube y baja, crece o se depaupera, según los hados se le muestren propicios o se le vuelvan de espaldas. En Pastrana podría encontrarse quizá la clave de algo que sucede en España con más frecuencia de la necesaria. El pasado esplendor agobia y, para colmo, agosta las voluntades; y sin voluntad, a lo que se ve, y dedicándose a contemplar las pretéritas grandezas, mal se atiende al problema de todos los días. Con la panza vacía y la cabeza poblada de dorados recuerdos, los dorados recuerdos se van cada vez más lejos y al final, y sin que nadie llegue a confesárselo, ya se duda hasta de que hayan sido ciertos alguna vez, ya son como un caritativo e inútil valor entendido.
Hay quien dice que
Las hilanderas
de Velázquez, representan un telar de Pastrana. Es muy probable que sea así, pero el viajero piensa que a Pastrana le hubiera venido mejor conservar su telar que un cuadro extraordinario de su telar que, para colmo, tampoco está en Pastrana.
Frente al convento, en el cerro La Cuesta de Valdeanguix, están las cuevas del Moro, largas y profundas, alguna hasta de sesenta metros. El viajero ni sube al cerro ni desciende a las cuevas. Pastrana es mucho pueblo para pateárselo entero en un solo día, y el viajero no se encuentra con ánimo para dar ni un solo paso más.
Ya en la posada de la plaza, extiende el mapa sobre la mesa del comedor, grande como una mesa de consejos, y se pone a pensar. Al sur, en una revuelta del Tajo, está Zorita de los Canes, la que Alvar Fáñez mandó.
Don Mónico ha salido ya y don Paco está asomado al balcón, mirando para la vega. El viajero se levanta, bebe un traguito de coñac, enciende un pitillo y se asoma también al balcón de la plaza, sobre la que se columpia un aire transparente y un poco cansado. Mira para la derecha, para la fachada del palacio, que está en línea con la de la fonda y ve, casi al alcance de la mano, la reja que guardó a la princesa de Éboli. El viajero, que es también español, como cualquier pastranero, se estremece al pensar que al otro lado del tabique vivió las malas horas y acabó muriendo aquella dama enigmática, bella, tuerta y, al parecer, cachonda, que tanta influencia tuvo y tan de cabeza trajo a los poderosos. El pueblo, en Pastrana, la llama, desgarradamente, la puta; el pueblo de Castilla es institucional y sacramental y hay dos cosas que no perdona ni por error: el que los ricos se salten los mandamientos de la ley de Dios, y el deleite de llamar siempre, con toda crueldad, al pan, pan, y al vino, vino.
—¿Le ha gustado la villa?
—Mucho. Pastrana es una gran ciudad, quizás un poco dormida.
Don Paco sonríe, pensativo. Está un breve rato en silencio y vuelve la cabeza hacia el viajero.
—Tenemos aún tres horas de luz. ¿Quiere que saque el coche y nos acerquemos a Zorita?
—Sí, ¡ya lo creo que quiero!
La excursión a Zorita es breve y deleitosa. Al viajero se le hace extraño viajar descansadamente y con rapidez. Sobre el mapa, se había acostumbrado a medir las distancias en horas de andar y el camino hasta Zorita, calculado según ese uso, le hubiera llevado un día entero caminando a orillas del Arles hasta su desembocadura en el Tajo, sin toparse con un solo pueblo.
Pasa el Tajo por Zorita,
como un sultán.
El campo, una señorita
que brinda el pan.
El cielo va de levita
o de mackferlán.
Ya no hay ley de la gravitación sideral:
el castillo de Zorita
aún no dio el tantarantán;
un duendecillo lo habita...
El sexto, larán, larán.
Zorita de los Canes está situada en una curva del Tajo, al lado de los inútiles pilares de un puente que nunca se construyó, rodeada de campos de cáñamo y echada a la sombra de las ruinas del castillo de la orden de Calatrava. Del castillo quedan en pie algún muro, dos o tres arcos y un par de bóvedas. Está estratégicamente situado sobre un cerrillo rocoso, difícil de subir. En su ladera, por la parte de atrás, dos pastorcitos guardan un rebaño de cabras; uno de los pastorcillos, sentado sobre una piedra, graba una cayada de fresno a punta de navaja, mientras el otro, sentado sobre la verde yerba, se ensaya en sacar silbos de una flauta de caña.
El castillo debió ser una verdadera fortaleza.
Ahora, los arcos y las bóvedas aparecen desaplomados y amenazan venirse al suelo de un día para otro.
La gente de Zorita es amable, y lista. Según le dice don Paco al viajero. Zorita es un pueblo donde la vacunación no es problema; se le anuncia que se les va a vacunar, se les habla de las excelencias de hacerlo y de los peligros de dejarlo, se les marca una fecha, y el pueblo, cuando llega el momento, se presenta en masa. Con un médico y un practicante, el pueblo queda vacunado entre una mañana y una tarde. ¡Así da gusto!
Los habitantes de Zorita de los Canes son de raza rubia, como los alemanes o los ingleses. Tienen el pelo rubio y los ojos azules, y son altos y bien proporcionados. Las muchachas se peinan con raya al medio y el pelo recogido en dos trenzas; van muy limpias y relucientes y, sobre la piel blanca, les resalta el sonrosado color de las mejillas.
Zorita es un pueblo que vive en familia y en paz y en gracia de Dios.
Enfrente de Zorita, al otro lado del río, se ven los restos de la ciudad visigoda de Recópolis, y en sentido contrario, sobre la carretera que va a Albacete, se adivina Almonacid de Zorita, el pueblo donde, hace ya más de un cuarto de siglo, estuvo de boticario el poeta León Felipe.
Don Paco y el viajero salen de Zorita casi de noche; han merendado en una taberna donde no querían cobrarles más que el vino —porque lo otro era de la despensa— y se han entretenido hablando con la gente.
En el viaje de regreso el viajero, sentado junto a don Paco, va pensando que su excursión por la Alcarria ha terminado. La idea le produce alegría, por un lado, y tristeza, por otro. Ha aprendido muchas cosas y, sin duda, le han quedado otras muchas por aprender. Caminó por donde quiso y, por donde no quiso pasar, dio la vuelta...
El traqueteo del coche le produce sueño. Da dos cabezadas y reclina su cabeza sobre el hombro de don Paco, el médico, el hombre que sonríe siempre con una sonrisa velada, levemente, lejanamente triste.
Al llegar a la plaza de la Hora, el viajero se despierta.
—¿Ha descabezado usted un sueñecito?
—Sí, señor; usted perdone que me haya apoyado en su hombro.
En la plaza, los hombres charlan en grupo y las chicas pasean rodeadas de guardiaciviles con gorrito cuartelero, de guardiaciviles jóvenes que las piropean y las enamoran. Unos niños juegan a pídola en una esquina, y unas niñas, en la esquina contraria, saltan a la pata coja. Cruza algún señorito con corbata, y ríe una muchacha airosa, muy mona, calzada con fino zapatito de tacón alto. Por el monte del Calvario cae la noche sobre Pastrana.
Por la plaza de la Hora,
se pone el sol.
Enlutada, una señora
vela al Señor.
Suena triste una campana
con suave amor.
Por el cielo de Pastrana
vuela el azor.
Empiezan a encenderse las luces eléctricas, y el altavoz de un bar suelta contra las piedras antiguas el ritmo de un bugui-bugui.
Don Mónico, don Paco y el viajero se meten en el casino a tomarse un vermú y unas aceitunas con tripa de anchoas...
En el camino, del 6 al 15 de junio de 1946.
En Madrid, 16, 17, 20, 22 y 26 de junio de 1946, y 25 a 31 de diciembre de 1947.
Camilo José Cela