—¡Ha habido suerte viniendo por aquí! —les dice el chófer.
—Hombre, ¡no iban a ser todo desgracias con la inundación!
Hasta Hueva la carretera discurre ya entre huertecillas trabajadas muy curiosamente. Hueva tiene la torre de la iglesia torcida, como la de Pisa. El autobús va ya casi vacío y la gente empieza a ordenar sus bultos, sus maletas, sus bolsas, sus capachos.
—¿Es usted de Pastrana?
—No, señor.
—¿Viajante, quizá?
—Tampoco, no señor.
—¡Ah! ¿Entonces va usted a visitar algún preso?
A Pastrana llega el viajero con las últimas luces de la tarde. El autobús lo descarga a la entrada del pueblo, en lo alto de una cuesta larga y pronunciada que no quiere bajar, quizás para no tener que subirla a la mañana siguiente, cargado de hombres y de mujeres, de militares y paisanos, de baúles, de cestas, de cajones, de morrales y de sombrereras.
Es mala hora para entrar en el pueblo y el viajero decide buscarse un alojamiento, cenar, echarse a dormir y dejarlo todo para el día siguiente. La luz de la mañana es mejor, más propicia para esto de andar vagando por los pueblos, hablando con la gente, mirando para las cosas, apuntando de cuando en cuando alguna nota o alguna impresión en un cuadernito. Por las mañanas parece, incluso, como que la gente mira al forastero con mejores ojos, recela menos, se confía antes, se muestra más dispuesta a facilitarle algún dato que busca, un vaso de agua que pide, un papel de fumar que precisa. La gente, por la noche, está cansada, y la oscuridad, además, la vuelve recelosa, desconfiada, precavida. A la mañana, en cambio, sobre todo cuando el verano está ya cerca y los días son más largos, la luz más clara y la temperatura más benigna, la gente parece como si fuera más bondadosa y más acogedora, y los pueblos tienen otra cara más alegre, más optimista, más jovial.
La noche parece haber sido hecha para robar sigilosamente, con paso de lobo, el saquito de peluconas que cada familia guarda en el fondo del arca, entre las sábanas de holanda, los membrillos y los mantones de Manila, y la mañana, por el contrario, parece haber sido dispuesta para pedir limosna cordialmente, descaradamente, con la sonrisa en los labios y las manos en los bolsillos del pantalón.
—¿Me da usted una perra?
—Dios le ampare, hermano.
—Es lo mismo, otro me la dará.
Es malo entrar por primera vez en un pueblo, en una casa, por la noche: el viajero, sobre esto, tiene su experiencia y sabe que siempre le fue mejor en los pueblos en los que entró con luz.
Pensando en esto baja, sin mirar demasiado para los lados, hasta la plaza. Busca una posada y en la plaza, sin duda, podrán darle razón. Lo que quiere no es mucho y lujos no necesita. Pastrana es un pueblo grande y probablemente con media docena, entre fondas, posadas y paradores, de sitios donde elegir.
En la plaza se ven grupos de hombres que charlan y de muchachas que pasean rodeadas de guardias civiles jóvenes que las requiebran y les hacen el amor. Pastrana es un pueblo que aloja un destacamento grande de la guardia civil. Unos niños juegan al balón en una esquina y unas niñas, en la otra, saltan a la comba. Se ve algún pollo de corbata y alguna tobillera de tacón. Las luces eléctricas han empezado a encenderse y de un balcón próximo sale el estentóreo ronquido de una radio.
El viajero se acerca a un grupo.
—Buenas tardes.
—Muy buenas.
El interpelado es el alcalde. El viajero y el alcalde, al cabo de un rato de conversación, se dan cuenta de que son amigos. Nadie los ha presentado, pero no importa. Tampoco saben cómo se llaman, aun que piensan que la cuestión tiene fácil arreglo. El viajero da su nombre y el alcalde el suyo: el alcalde se llama don Mónico Fernández Toledano, y es abogado y administrador del conde. El conde, naturalmente, es el conde de Romanones.
Don Mónico es un hombre inteligente y cordial, más bien grueso, algo bajo, lector empedernido, conversador ameno y, según propia confesión, poco aficionado a escribir cartas. Don Mónico es un alcalde antiguo, que rige el pueblo en padre de familia y que tiene un sentido clásico y práctico de la hospitalidad y de la autoridad. El viajero piensa que así como es don Mónico, debieron haber sido los corregidores de tiempos atrás, que no sabe si fueron buenos o malos, pero que a todos se los imagina rectos, enamorados y patriarcales.
Don Mónico quiere enseñar algo del pueblo al viajero, pero el viajero, que siente como una remota superstición, se resiste.
—Mañana lo vemos, ahora estoy algo cansado.
—Como quiera. Entonces nos acercamos a tomar un vermú.
En el casino, que está en la plaza, el alcalde y el viajero se sientan mano a mano en una mesa. El viajero deja su morral en el suelo y el alcalde llama al conserje, le pide dos vermús y unas aceitunas, le ordena que lleve el equipaje a la fonda y que diga que preparen cama para uno y cena para tres, y le dice que mande a buscar a don Paco.
La gente que está jugando su partida saluda con la cabeza al alcalde y mira, de paso, para el viajero.
Los vermús y las aceitunas no se hacen esperar, y don Paco llega con presteza. Don Paco es un hombre joven, atildado, de sana color y ademán elegante, pensativo y con una sonrisa voladamente, levemente, lejanamente triste.
—¿Me llamabas?
—Sí, te quiero presentar: aquí, un amigo que anda haciendo un viaje por estas tierras; aquí, don Francisco Cortijo Ayuso, mi teniente-alcalde.
Don Paco es médico, su conversar es discreto, su mirada llena de profundidad, sus juicios serenos y atinados.
—¿Y qué le parece esto?
—Aún no lo he visto. Prefiero verlo mañana por la mañana, con la luz del día.
—Sí, yo también pienso que así es mejor.
Don Mónico, don Paco y el viajero hablaron largamente de muchas cosas, de todo lo que se les ocurrió, y se tomaron juntos muchos vermús y muchas aceitunas con tripa de pimiento. Cuando se levantaron ya no quedaba nadie en el casino, y cuando se sentaron a cenar, en la fonda, ya casi no tenían ganas de comer...
A la mañana siguiente, cuando el viajero se asomó a la plaza de la Hora, y entró, de verdad y para su uso, en Pastrana, la primera sensación que tuvo fue la de encontrarse en una ciudad medieval, en una gran ciudad medieval. La plaza de la Hora es una plaza cuadrada, grande, despejada, con mucho aire.
Es también una plaza curiosa, una plaza con sólo tres fachadas, una plaza abierta a uno de sus lados por un largo balcón que cae sobre la vega, sobre una de las dos vegas del Arles. En la plaza de la Hora está el palacio de los duques, donde estuvo encerrada y donde murió la princesa de Éboli. El palacio da pena verlo. La fachada aún se conserva, más o menos, pero por dentro está hecho una ruina. En la habitación donde murió la Éboli —una celda con una artística reja, situada en la planta principal, en el ala derecha del edificio— sentó sus reales el Servicio Nacional del Trigo; en el suelo se ven montones de cereal y una báscula para pesar los sacos. La habitación tiene un friso de azulejos bellísimos, de históricos azulejos que vieron morir a la princesa, pero ya faltan muchos y cada día que pase faltarán más; los arrieros y los campesinos, en las largas esperas para presentar las declaraciones juradas, se entretienen en despegarlos con la navaja. En la habitación de al lado, que es inmensa y que coge toda la parte media de la fachada, se ven aún los restos de un noble artesonado que amenaza con venirse abajo de un día para otro.
En el patio cargan un carro de mula; unas gallinas pican la tierra y otras escarban en un montón de estiércol; dos niños juegan con unos palitos, y un perro está tumbado, con gesto aburrido, al sol.
El viajero no sabe de quién será hoy este palacio —unos le dicen que de la familia de los duques, otros que del Estado, otros que de los jesuítas—, pero piensa que será de alguien que debe tener escasa simpatía por Pastrana, por el palacio, por la Éboli o por todos juntos.
En este palacio fue donde quiso hacer un museo de Pastrana el que fue párroco de la villa don Eustaquio García Merchante. Material para el museo había suficiente y, además, ya se seguiría buscando algún otro. La base del museo la formaría la famosa colección de tapices de Alfonso V de Portugal.
La idea de don Eustaquio no tuvo la acogida que mereciera, el proyecto no prosperó, y Pastrana se quedó sin museo, se está quedando sin palacio y vio volar los tapices, que hoy están en Madrid. Don Eustaquio dejó constancia de su tentativa en un libro titulado
Los tapices de Alfonso V de Portugal
que se guardan en la extinguida Colegiata de Pastrana. Establecimiento tipográfico Editorial Católica Toledana. Calle de Juan Labrador, número 6. 1929.
Ahora, como decimos, los tapices ya no están en la extinguida colegiata de Pastrana. Los pastraneros los reclaman, un día y otro, pero sus voces caen en el vacío. Su argumento no tiene vuelta de hoja —devuélvanos lo que es nuestro—, pero se les contesta con que en Pastrana no hay un buen sitio donde tenerlos y que en la sacristía donde se mostraban se estaban echando a perder.
El viajero piensa que este es un pleito en el que nadie le ha llamado, pero piensa también que con esto de meter todas las cosas de mérito en los museos de Madrid, se está matando a la provincia que, en definitiva, es el país. Las cosas están siempre mejor un poco revueltas, un poco en desorden; el frío orden administrativo de los museos, de los ficheros, de la estadística y de los cementerios, es un orden inhumano, un orden antinatural; es, en definitiva, un desorden. El orden es el de la naturaleza, que todavía no ha dado dos árboles o dos montes o dos caballos iguales. Haber sacado de Pastrana los tapices para traerlos a la capital ha sido, además, un error: es mucho más grato encontrarse las cosas como por casualidad, que ir a buscarlas ya a tiro hecho y sin posible riesgo de fraude. En fin...
De la plaza de la Hora se sale por dos puertas. La de la izquierda, dando la espalda a la fachada del palacio, lleva al barrio morisco del Albaicín; la de la derecha, da paso al barrio cristiano de San Francisco.
El viajero sale a caminar la ciudad y anda por las calles de los viejos nombres, por las calles alfombradas de guijarrillos menudos, ante las casas de puertas claveteadas de gruesos hierros y de balcones adornados con macetas de geranios, de claveles, de esparraguera y de albahaca. Pastrana es una ciudad con calles de nombres hermosos, llenos de sugerencias: calle de las Damas, del Toro, de las Chimeneas, calle de Santa María, del Altozano, del Regachal, calle del Higueral, del Heruelo, de Moratín.
Moratín escribió en Pastrana
El sí de las niñas
, y se casó en segundas nupcias; de su casa también se hubiera podido conservar alguna cosa.
El viajero, en la plaza de los Cuatro Caños, se encuentra con una fuente esbelta, en forma de copa, cubierta por una losa hendida por los años y rematada por un peón de ajedrez. De la fuente no mana el agua y en las grietas de la losa nacen unos yerbajos desgarbados. Para que se pueda sacar una fotografía, el alcalde ordena que se dé agua a los caños, y el alguacil, entonces, va a buscar un hierro y los desatasca. Algunas mujeres aprovechan para llenar sus cántaros y sus botijos.
El pórtico de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción tiene una orla de rosas de té. La iglesia está cerrada y el cura no aparece en su casa, ha salido a darse un paseito. Después de mucho buscar y mucho preguntar, se encuentra al sacristán. El sacristán y el viajero recorren la iglesia, que debió tener su importancia. El sacristán es muy erudito y va explicando al viajero una porción de cosas que pronto se le olvidan. En la iglesia está enterrado el ermitaño Juan de Buenavida y Buencuchillo, que debió ser todo un personaje y a quien se dice que van a beatificar; el viajero piensa que el ermitaño gastaba un hombre sobrecogedor de romance de ciego, un nombre más propio de un bandolero o de un señor de horca y cuchillo que de un presunto beato.
La iglesia es muy histórica y está cargada de recuerdos de pasadas grandezas, pero al viajero se le ocurre que, sin duda, lo más hermoso que tiene es su pórtico y su rosal de rosas de té. En tiempos tuvo un coro de cuarenta y tantos canónigos y racioneros, y hoy, quién sabe si por no haber sabido guardar, el coro está vacío, sin un solo hombre.
Pastrana recuerda, de una manera imprecisa, a Toledo y, algunas veces, a Santiago de Compostela. Con Toledo tiene puntos de contacto ciertos, evidentes: una callecita, un portal, una esquina, el color de una fachada, unas nubes. Con Santiago de Compostela tiene cierta vaga semejanza en el sentir. El viajero no sabe explicarlo de otra manera.
Pastrana, que fue una ciudad de gran tradición eclesiástica, está hoy despoblada de clérigos. Su cabildo, según dicen, sólo tuvo igual en el de Toledo, y su convento de carmelitas descalzos fue fundado por Santa Teresa y tuvo de huésped a San Juan de la Cruz.
Hoy, el cabildo desapareció y el convento no tiene ninguna importancia.
El convento se ve desde la plaza de la Hora, en la confluencia de las dos vegas del Arles, en un alto.
El viajero, con sus dos amigos, baja por la carretera y tira después por un senderillo a coger al convento por el lado contrario. Hay que subir una rampa muy escarpada y, para criar fuerzas, el grupo se sienta a la puerta de una casa, una antigua fábrica de papel de tina, a la sombra de una añosa noguera. Pocos pasos más allá, un mendigo pintoresco se despioja al sol. En cuanto divisa a los tres hombres, se levanta y se acerca a pedir limosna. Se toca con una boina a la que los años han hecho una visera, y lleva los pantalones y la chaqueta colocados directamente sobre el curtido y duro cuero. Con la chaqueta suelta y el pecho al aire, el tío Remolinos parece un viejo guerrero en desgracia, un derrotado capitán que ya nada cree, ni nada espera, ni a nada, ni aun al frío, teme. Va sucio y sin afeitar, pero en su cara se adivina aún cierta noble y escéptica socarronería. El tío Remolinos es un mendigo antiguo, lleno de empaque y de conformidad, un mendigo que sabe su papel, que jamás se apuró, jamás trabajó y jamás puso mala cara a la vida.
Al convento del Carmen se sube por la cuesta que lleva a la ermita de San Pedro de Alcántara; debajo queda la gruta de San Juan de la Cruz, y a la derecha, como una proa, la ermita de Santa Teresa. Todos estos lugares son muy literarios y están adornados con huesos de personas, con relojes de la vida y con inscripciones alusivas a la brevedad de nuestras horas y a la que nos espera. Verdaderamente, para una persona un poco aprensiva o un poco nerviosa, una visita a estos lugares no debe tener lo que se suele decir efectos terapéuticos. La gruta de San Juan está medio hundida y su boca aparece casi cubierta por la maleza; dejarla como la usara el santo, es cosa que se arreglaba con dos vigas; a las yerbas se las raía con fuego en media, hora.