Al llegar a la vertiente, el viajero se encuentra ante una vista hermosa al principio y un poco desolada, más allá.
Del atajo empiezan a salir caminos, algunos casi borrados. La mula anda con cuidado, con mucha atención, y a su pisada ruedan, a veces, las piedras. A mitad de la ladera, bajando, está la fuente del Pilón. Al viajero le hubiera gustado refrescarse un poco. El calor aprieta ya y Quico y el viajero van sudando gordos goterones por la cabeza.
—¿Nos lavamos un poco?
—Espere usted, ahí abajo está la fuente de San Juan, que es mejor.
Poco después aparece, escondida entre unos árboles, en un recodo del sendero, la fuente de San Juan. El viajero se refresca, desnudo de medio cuerpo y después se pone al sol a secar. Quico se ha mojado los brazos y la frente.
—El agua es muy traidora; a veces coge uno lo que no tiene.
Las Tetas, desde el sur, son mucho más feas, aparecen desgarbadas, deformes, como torcidas.
La mula, descargada del equipaje, muerde los helechos de la fuente. Pasan muy altas unas avutardas, un grupo de seis o siete. Croan las ranas, y las lagartijas, que asoman, extrañadas, por los huecos de las piedras, miran un momento y huyen veloces después.
Bajando por un barranco llega el viajero a Viana de Mondéjar, un pueblo color amarillo recostado sobre un monte romo, casi negro.
El viajero no entra en Viana, se queda a las puertas, comiendo con Quico a la sombra de un grupito de álamos escuálidos que hay a la orilla del Solana, un riachuelo casi sin agua que viene arrastrando su miseria desde la sierra de Umbría Seca.
Sin agua va el arroyo,
sin casta el toro,
sin sombra crece el chopo
color de oro.
Bajo las Tetas duermen,
cada mañana,
las casas de Viana,
color de plomo.
Después de comer, el viajero, que ha vuelto al terreno llano, despide a Quico y a su mula Jardinera, se echa a la sombra y se tapa los ojos con el sombrero. Poco más tarde está profundamente dormido, con un sueño suave, fresco, confortador.
Cuando se despierta se incorpora, se estira un poco, carga con su morral y sigue para adelante. Ha debido pasar bastante tiempo porque Quico y su mula Jardinera están ya al otro lado de las Tetas, no se les ve por lado alguno.
Un mujer lava en silencio, con la cabeza al aire bajo un sol de justicia. Es el mediodía. El silencio es completo, no se oye más que el ligero rumor del Solana con un incesante croar sirviéndole de fondo.
Hasta La Puerta el camino va siempre a orilla, o casi a orilla, del arroyo; algunas veces se aparta un poco y entonces, entre el arroyo y el camino aparecen las huertas. Para entrar en el pueblo se cruza un puente de piedra, pequeño, gracioso. El Solana pasa por debajo y se cuela después entre dos grandes grupos de rocas en forma de sierra o, mejor aún, de cresta de gallo. El porqué del nombre del pueblo está claro.
La trucha en el regato
y el gallo en el tejado.
Arde en la primavera
de color de cristal,
la antigua carbonera
de carbón vegetal.
El viajero entra en el pueblo y busca la posada. En la posada no hay nada que comer. Pregunta en algunas casas del pueblo y en todas le responden lo mismo. El viajero, que ya venía algo cansado, se acaba de rendir subiendo y bajando por el pueblo. El alcalde le dice que un pan sí podrá darle.
—Somos pobres, usted lo puede ver, pero nadie que ha pasado por La Puerta se ha ido sin un pan. ¿En la posada le han dicho que no hay nada?
—Sí, señor.
—Es que ya no es posada, ¿sabe usted? A veces tienen a alguien, pero ya no es posada.
El alcalde y el viajero van al ayuntamiento, una cuadra desmantelada con una pequeña oficina en un rincón. Los hombres del pueblo están reunidos en el ayuntamiento, sentados en el suelo o recostados sobre la desportillada pared. Cuando llega el alcalde se levantan y se descubren; cuando el alcalde se sienta, ellos se sientan también y se cubren de nuevo. Cuando alguno habla, habla de pie, llevándose la mano a la gorra.
El alcalde es un hombre de unos cuarenta años, fuerte y ancho de espaldas. Los vecinos de La Puerta viven del carbón vegetal y de cultivar las huertas; hay también algo de pesca. El viajero observa que casi todos tienen los ojos azules. En la región los llaman pantorrilludos:
Los de la Puerta,
pantorrilludos,
siete pares de medías
llevan algunos.
El viajero, mientras los de La Puerta hablan de sus cosas, piensa que lo mejor será descansar unas horas y marcharse a otro lado. Cuando acaban, el viajero habla con el alcalde.
—El caso es que Budia queda algo largo.
—No importa. Yo pagaría un carro, si alguien quiere llevarme.
El viajero vuelve a la posada, a dormir algunas horas, si puede. El alcalde quedó en mandarle el carro hacia las seis o siete de la tarde, cuando empiezan a volver del campo.
El viajero se mete en la cocina. Su morral está casi exhausto: quedan en él un huevo duro y dos naranjas. La mujer de la posada le ofrece unos trozos de carne de cabra cocida y un vaso de leche, también de cabra. El viajero piensa en las fiebres de Malta y en aquello de que más cornadas da el hambre y come todo lo que le da la dueña; la carne es dura y seca, casi inmastícable, y la leche tiene un sabor áspero, montaraz, dulzón. Rodean al viajero, mientras come, un grupo de tres o cuatro perros flacos, entristecidos, y otros tantos gatos huraños, de mirar salvaje, que no se acercan, que bufan constantemente y se muerden unos a otros. En un rincón de la cocina se ve una tinilla de barro, para hacer lejía. Macizos cucharones y pucheros de cobre adornan las paredes. En un ángulo se ve el anuncio de una pana sobre los colores nacionales y un ¡Viva España! Agachada ante el hogar, una mujer joven, bellísima, con una niña ya mayorcita en brazos, prepara su comida. La niña se llama Rosita.
La mujer de la posada se ha sentado en una banqueta baja, de madera, y habla con el viajero.
—¿Es usted viajante?
—No, señora.
—¿Es usted cómico, como se suele decir?
El viajero hace unos visajes con la cara y las dos mujeres empiezan a reírse. Sigue un poco más y las mujeres se ríen ya a carcajadas, dándose palmadas en los muslos y diciendo: ¡Pare, pare! El viajero se levantó y dio dos volatines por encima de la artesa, haciéndose el cojo. Las mujeres están ya rojas, congestionadas, muertas de risa. Al viajero también le dio la risa cuando estaba en cuclillas encima del banco, rascándose la cabeza como un mono. La niña Rosita se echó a llorar. Los gatos huyeron despavoridos y los perros ladraban desde el zaguán.
—Pues no, señora, tampoco soy cómico.
—Pues podría usted ganarse muy bien la vida haciendo esas caras.
—Sí, puede ser.
El viajero termina de comer y se echa a dormir la siesta en una habitación inmensa, destartalada, en una cama con cinco colchones de paja y grande como una plaza de toros. En la alcoba hay seis o siete baúles de lata de colores, alzados del suelo con unos tacos y cubiertos con colchas rameadas, color naranja y azul. Hay también una mesa de camilla en cueros, dos espejos con marco dorado y multitud de cromos de anuncio y de fotos de un barbudo teniente de la guerra de Cuba. Los cromos son muy variados: un sultán de turbante blanco con uña esmeralda en medio, anuncia una marca de café; una gitanaza morena y de ojos profundos y soñadores, unos abonos de superfosfato; una palomita volando sobre los tejados de una ciudad, una tienda de comestibles de la capital: Productos finos del Reino y Ultramar. Redondea la decoración un mapa de Europa, de tiempos del Imperio Austro-Húngaro, con las banderitas de todas las naciones pintadas al borde y las de España y Francia en el centro formando pendant sobre una orla que dice:
Liberte, Egalité, Fraternité
, y sobre un lema qué reza:
Visitez le Maroc
.
El viajero se descalza apoyándose en un sillón frailuno que parece un trono. A su lado hay un aguamanil flaco como una araña, con la palangana llena de largos, olorosos, sedosos pelos de mujer. A poco de fijarse, el viajero descubre que el sillón frailuno lo usan de sillón de barbería. En un papel rayado, clavado con cuatro chinches a la pared, el viajero lee un aviso escrito en tinta y con letra muy cuidada: Barbería de La Puerta. Precio por cada servicio. Afeitado, 0,75. Corte, pelo raso, 0,75. Ídem para atrás o raya, 1,00. Ídem a la parisién, 1,50. Servicio de brillantina, 0,25. Fricción colonia, 0,50. Señoras, corte de pelo, 1,00. La Puerta, 1.° de enero de 1945. El Oficial, Pablo Balcón. Servicio permanente de barbería de 11 mañana a 11 de la noche. Día en semana, jueves.
El viajero se sube a la cama de un salto, se tapa y pronto se duerme. Antes se ha fijado en el suelo de piedra, en las gruesas vigas de castaño del techo y en la sólida, claveteada puerta de madera.
A las seis el viajero se levanta, se lava en el zaguán, en un cubo profundo, de agua muy fresca, que le sacó la dueña de la posada, se viste y sale. Ante el portal están el alcalde y el hombre con el carro de mula que le ha buscado. El alcalde de La Puerta está en todo, no se le escapa detalle, es un alcalde ejemplar; él y el de Pastrana, al que el viajero conocerá días más tarde, son los dos mejores alcaldes de la Alcarria.
El viajero, antes de echar el morral en el carro, apalabra el viaje.
—Un poco caro me parece.
El hombre del carro había pedido cien pesetas.
—Piense usted que tendré que dormir en Budia; a la hora que llegaremos no me podré poner en camino para la vuelta. No quiero venir rodando.
—¡Aun así!
El alcalde interviene y el hombre va bajando hasta sesenta pesetas.
De La Puerta sale el viajero por la vega del Acorbaíllo. Va reclinado, casi echado en el carro, guareciéndose del sol bajo una manta que le sirve de toldo y le da un calor asfixiante. El viajero va hablando con el del carro, que va sentado y con las piernas fuera. El mulo es un mulo de labranza; se ve que no está acostumbrado al carro, que no le tiene afición, y se mete en la cuneta en cuanto el hombre se descuida y tira coces al aire cuando le arrean con la tralla.
—En Budia encontrará usted de todo; todos estos pueblos son muy pobres; aquí no hay más que para los que estamos, y no crea usted que sobra. Budia es un pueblo muy rico; allí el que más y el que menos maneja sus cuartos.
—¿Y Cereceda?
—Como nosotros; Cereceda es también muy pobre. Queda detrás de esos montes.
El camino va, desde la salida de La Puerta, con el Solana a la izquierda; a la altura de Cereceda, que queda detrás de la Peña del Tornero, se cruza un puentecillo y el río sigue paralelo hasta que cae en el Tajo, dejando a Mantiel al sur, a una legua de Cereceda, otra de Chillaron del Rey y dos de Alique y de Hontanillas, todo por sendas de herradura. El viajero, que va caminando por el hocino del Solana, no ve ninguno de estos pueblos. Mientras echa un pitillo con el del carro, se entera de que a los de Cereceda les llaman pantorrilludos, igual que a los de La Puerta; a los de Mantiel, miserables y rascapieles; a los de Chillaron, tinosos; a los de Alique, tramposos, y a los de Hontanillas, gamellones, porque, para no ensuciar el plato, comen en el gamellón del puerco.
Al viajero se le ocurre pensar que, con el morral vacío, lo más prudente es no subir los montes en busca de estos pueblos.
—¿Y a los de Budia?
—Pues esos no tienen nombre; a esos les decimos budieros.
Al borde del camino se ven zarzales, matas de espino y flores de cornicabra. Por el sur aparece ahora el monte Aleja y por el norte el terreno llamado de la Nava. Poco después se cruza el Tajo y se camina a su orilla durante media hora. Al cabo de este tiempo sale de la carretera un ramal que va a Durón y a Budia y que llega, más arriba, hasta Brihuega e incluso sale, más arriba todavía, a la carretera general de Zaragoza. Siguiendo la orilla del Tajo va el camino de Sacedón, con un ramal a Pareja, a orillas del arroyo Empolveda.
El viajero se ha bajado del carro para estirar las piernas un poco. Al pasar por Durón, que queda a la izquierda, un poco desviado, empieza a oscurecer.
Por el monte Trascastillo
llega un hombre hasta Durón.
Lleva ya mucho camino
entre espalda y corazón.
Camina como un suspiro,
le loquea la razón.
Dice llamarse Camilo
y ser su pueblo Padrón.
Al hombro lleva el hatillo
y a remolque, la ilusión.
Por el monte Trascastillo
llega un hombre hasta Durón.
En la carretera hay un pequeño grupo de casas. A sus puertas descansan unos hombres, unas mujeres y una nube de niños. Por el paso del Tirador —una garganta estrecha y escurrida entre los montes Trascastillo, a la izquierda, y Castillo de Maraña, a la derecha— sorprenden la marcha del viajero cuatro o cinco chispas, muy seguidas, que alumbran los montes y chascan en los oídos como látigos. Retumba la tronera y, mientras pasa una tortísima bocanada de aire caliente, el viajero y el carretero tienen que sujetar el carro para que no se vuelque. El mulo, que se llama Morico, se espanta, relincha, tira coces, sin ton ni son, y recula. El hombre lo contiene a palos y a insultos. Empieza a llover torrencialmente y los dos hombres se guarecen bajo el carro, que han metido en la cuneta, y se arrebujan en las mantas.
Cuando escampa un poco es ya la noche cerrada. El cielo está despejado y sin una nube. El mulo está empapado, brillante a la luz de la luna, como si lo hubieran untado con aceite. Está también tranquilo, reposado, recién refrescado.
El viajero no llega a Budia hasta la medianoche. Entra en la plaza y lo miran como un bicho raro. Budia es un pueblo donde la gente no se acuesta pronto, donde los mozos se meten en las tabernas a jugar al dominó, sin preocuparse de la hora.
El viajero entra en la posada con el hombre del mulo detrás. El viajero ha invitado a cenar a su acompañante, pero su acompañante rehusa.
—No se moleste; ya he traído.
El hombre lleva el mulo a la cuadra, le da un cubo de agua y un brazado de pienso, saca la merienda del fardelejo, se la come y se tumba en el zaguán, envuelto en la manta mojada, a esperar que amanezca.
El viajero, en la posada, tiene poco éxito.
—¿Puedo cenar?