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Authors: Camilo José Cela

Tags: #Clásico, Relato, Viajes

Viaje a la Alcarria (7 page)

BOOK: Viaje a la Alcarria
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—¿Usted también?

—Sí, también. Esta noche saldré.

—Dios mediante...

—Eso, Dios mediante.

Al jardín de la fábrica se llega, rodeado de altas tapias de bardas erizadas, por una calleja pina, luminosa, desierta. El viajero entra y un perro le ladra. Un hombre sale.

—¿Quería ver los jardines?

Parece un hombre acostumbrado a enseñar la casa; la pregunta debió de hacerla muchas veces ya, a lo largo de su vida. Dice los jardines en vez del jardín, que siempre hace más ordinario, y cede el paso al viajero cada vez que cruzan un umbral. La fábrica no fabrica nada. En otro tiempo, según el viajero cree haber entendido, fabricaba paños. En una nave grande, vacía, duerme una limusina cubierta de polvo y telarañas. El viajero y el guarda cruzan un patio cuadrado, enlosado, conventual, con zarzales y ortigas en los rincones, y un pilón de agua verde que suelta burbujitas. El pilón está rodeado de lirios. Unas palomas pican por el suelo. A la salida del patio, en un prado con barandilla, en un prado que cae, como un balcón, sobre la ciudad, pastan, a la sombra de unos frutales, dos vacas suizas. Tienen los cortos cuernos romos y la mirada perdida, estúpida, imprecisa.

Del patio se pasa al jardín por una puertecilla. El jardín es deslumbrador. Tenía razón Julio Vacas, es un jardín soberano. El guarda muestra con mimo su jardín.

—Este es el invernadero, pase usted.

El viajero no pasa, a los invernaderos les tiene cierta prevención.

—Y ahora con tanta agua, no se pueden tener limpios los caminos, por todas partes crece la yerba.

El guarda ignora que el jardín tiene mayor encanto con algo de yerba creciéndole por los senderos.

—Mire usted qué laurel más hermoso.

El jardín de la fábrica es un jardín romántico, un jardín para morir, en la adolescencia, de amor, de desesperación, de tisis y de nostalgia. Al lado del gracioso almendro, que parece una señorita muerta, crece el ciprés solemne, que semeja un penitente vivo. Tras los podados, recortados bojes, florecen las paganas rosas de Jericó. Frente al mirto perenne, palidece la montaraz madreselva. El viajero pasea entre los rododendros y, sin poderlo evitar, se le llena la mente de tiernos, insalubres versos de Shelley: el vino, la miel, un capullo lunar, la zarzarrosa...

Alto mirador

de boj vestido

Mirador alto

vestido de boj.

Silba en el ciprés

el mirlo herido,

En el ciprés silba,

herido de amor,

Aroma la rosa

de Jericó,

un aire diáfano

de roja color.

Temblorosa sube

gentil zarzarrosa.

Sube temblorosa

zarzarrosa gentil.

Recortado mirto

y azucena ociosa.

Mirto recortado

con figuras mil.

—No, mejor será que no.

El viajero se pasa una mano por la frente y se frota los ojos.

—En este estanque, antes de la aviación, siempre había peces de colores.

El viajero no escucha. Se asoma al alto mirador, con su guirnalda de rosas de té, y mira para el valle. Al fondo corre el Tajuña y, a sus orillas, el camino que el viajero andará a la caída del sol, aguas arriba, detrás de Masegoso, o aguas abajo, detrás de la carretera de Budia.

DEL TAJUÑA AL CIFUENTES
V

EL viajero, a la caída de la tarde, baja hasta el río. A la izquierda, Tajuña arriba, va el camino de Masegoso y de Cifuentes; a la derecha, Tajuña abajo, el de Archilla o el de Budia. El viajero está indeciso y se sienta en la cuneta, de espaldas al pueblo, de cara al río, a esperar el momento de la decisión. Recostado sobre la mochila, está cómodo y descansado. La mochila le coge justo la espalda, hasta los riñones, y le hace un respaldo alto, acogedor, un poco duro quizás.

Por poniente cruzan, lentas, alargadas, como culebrillas, unas nubecitas rojas, de bordes precisos, bien dibujados. Dicen que las nubes de color de fuego, a la puesta del sol, presagian calor para el día siguiente. El río corre rumoroso, rápido, por la vega, y a su orilla silban los pajaritos de la tarde, croan las últimas ranas de la tarde. Se está fresco, sentado al borde de la carretera, a la sombra de un olmo. después de un día caluroso en e1 que se han caminado algunas leguas y se ha pateado, de un lado para el otro, un pueblo grande y recién descubierto. Cruza, con su vuelo cortado, un caballito del diablo. Pasan dos chicas jóvenes subidas en un burro manso, castrado, que anda despacio, con la cabeza inclinada hacia adelante. Van muy juntas, riéndose a carcajadas, con el pelo adornado con amapolas. Algún campesino que se ha pasado el día trabajando la tierra —cavando las judías, escardando el cebollino, regando las lechugas— vuelve, camino de Brihuega, con la azada al hombro, la tez curtida por el sol y el aire, la noble, antigua frente, sudorosa. Ante el viajero, al borde del río, una mujer corta juncos con un cuchillo. La mujer llegó con una niña pequeña de la mano. La niña va descalza, con los brazos al aire y lleva un lazo morado, grande como un murciélago, sobre la despeinada cabeza rubia. Al llegar a la orilla, mientras la madre apila las varitas de junco, la niña corta lirios en silencio. Llega a tener un montón tan grande como ella misma, un montón con el que no podrá cargar. Zumban los enjambres dentro de las colmenas, en el colmenar que hay a diez pasos del viajero, y el campo huele con un olor profundo, penetrante, distante, casi hiriente.

Al viajero le pesan los párpados. Quizás, incluso, haya dormido algún instante, con un sueño ligero, sin darse cuenta. Está inmóvil, a gusto, sin sentir las piernas, en la misma postura que tomó al sentarse. No hace ni frío ni calor.

Un perrillo de rastrear conejos pasa por la cuneta. El viajero enciende un puro que compró en Guadalajara. El humo sube despacio, derecho, formando, a veces, tenues volutas azules. Un gato rubio mira al viajero desde un árbol. No se mueve una brizna de aire.

Por la cuesta abajo viene, con calma, distraídamente, un hombre que camina detrás de un burro. El hombre anda como un caballero en derrota. Lleva la cabeza erguida y el mirar vago, como perdido. Tiene los ojos azules. El burro es un burro viejo, con el pelo gris y el espinazo en arco. Fijándose bien, podría vérsele una sangrante matadura, negra de moscas, en el cuello afelpado.

Al viajero le da un salto el corazón en el pecho. Al acercarse el viejo, le grita:

—¡Eh!

Y el viejo, que lo ha reconocido, para el burro con la voz.

—¡So, Gorrión!

El burro se para y el viejo se sienta al lado del viajero.

—Buena tarde quedó.

—¡Ya, ya!

El viajero ofrece su petaca al viejo.

—¿Un cigarro?

—Eso nunca se desprecia.

El viejo lía un pitillo grueso, abundante, un pitillo de amigo, que envuelve parsimoniosamente, como recreándose. Está callado unos momentos y, mientras apaga con los dedos la larga mecha color naranja, pregunta, casi indeciso:

—¿Va usted a Cifuentes?

—No sé; no acababa de echar a andar. ¿Usted, sí?

—Sí, allá me acercaré. Cifuentes es un pueblo bueno, un pueblo con mucha riqueza.

—Eso me han dicho.

—Pues es la verdad. ¿Usted no ha estado en Cifuentes?

—No; no he estado nunca.

—Pues véngase conmigo; son buena gente para los que andamos siempre dando vueltas.

El viejo pronunció sus palabras mirando vagamente para el horizonte.

—¡Buen tabaco!

—Sí; cuando se tienen ganas de fumar, no es malo.

Los dos amigos echan un trago de la cantimplora, y se levantan. El burro Gorrión lleva la mochila del viajero. Caminan hasta la noche, poco ya, comen un bocado y buscan, con las últimas temblonas luces de la tarde, un sitio para dormir.

Sobre la yerba, al pie de las tapias de adobe de una harinera —la manta gris de algodón del viajero, debajo, la gruesa manta de lana a cuadros del viejo, por encima— los amigos se echan boca arriba, hombro con hombro, con la boina puesta y las cabezas reclinadas sobre el morral y la alforja. El viejo tiene un olor que alimenta, un olor tibio, pastoso, que hace propicio el sueño. El burro Gorrión, con las manos trabadas con una correa, está inmóvil, igual que muerto, indiferente, como una estatua perdida entre las sombras de un jardín.

Duérmete, burrillo manso,

que ya es la hora.

Ya te has comido la flor

de la amapola,

Ya has bebido en el restaño

del agua sola.

Duérmete, burrillo manso,

que ya es la hora.

Cantan los grillos y un perro ladra sin ira, prolongadamente, desganadamente, como cumpliendo un mandato ya viejo. Por la carretera pasa un carrito tirado por una mula ligera que va al trote, haciendo sonar las campanillas. Se oye, distante, la aburrida esquila de una vaca mansa. Un sapo silba desde la barbechera, al otro lado del camino.

El viajero se duerme como un tronco hasta la madrugada, cuando cantan los gallos por segunda vez y el viejo le despierta pasándole unas yerbas por la cara.

—Ave María.

—Sin pecado concebida.

—¿Andamos?

—Bueno.

El viejo se levanta y estira los brazos. Dobla la manta con cuidado, la carga sobre el burro y bosteza.

—Yo siempre ando después de las doce, cuando canta el gallo. Parece que se va mejor, ¿no cree usted? Yo digo que la mañana se ha hecho para andar, la tarde para mirar y la noche para dormir.

—Sí, eso pienso yo.

Es aún la noche oscura. Hace fresquito y se camina bien.

—Y si hemos dormido una noche bajo la misma manta, cambiando los calores, es que ya somos amigos, ¿no le parece?

El viejo se para, cuando añade:

—Vamos, ¡digo yo!

El viajero piensa que sí, pero no responde.

—Porque, ¿usted sabe de fijo cuándo nos vamos a separar?

—No.

Los amigos comen, mientras marchan, un bocado de pan y de chorizo. El viajero va en silencio, oyendo al viejo, que canta, en voz baja, un aire alegre y despreocupado que empezaba: Mozas de Torrebeleña, mozas de Fuencemillán. El burro Gorrión va unos pasos delante, suelto, moviendo las orejas a compás. A veces se para y arranca con sus dientes inmensos un cardo o una amapola de la cuneta.

El viajero y el viejo hablan del burro.

—Para bestia es ya tan viejo como yo para hombre. Pero sólo Dios sabe quién ha de morir antes.

En la oscuridad, con la manta por los hombros, el viejo filosofa, con la voz ligeramente velada y el aire fantasmal.

—Y siempre va suelto, ya lo ve usted, y unos pasos delante.

El viejo aprieta un brazo del viajero.

—Y la noche que me quede, igual que un perro, tirado en el camino, le diré con las fuerzas que aún me resten: ¡Arre, Gorrión!, y Gorrión seguirá andando hasta que el día venga y alguien se lo tope. A lo mejor todavía dura cuatro o cinco años más.

El viejo se calla un instante y cambia la voz, que ahora tiene unos agudos extraños.

—En la albarda lleva cosido un papel que dice: «Cógeme, que mi amo ha muerto». Me lo escribió con letra redondilla el boticario de Tenebrón, cerca de Ciudad Rodrigo, dos años antes de la guerra.

Se callan otro rato y el viejo suelta una carcajada.

—Echemos un traguito, que por ahora aún estoy muy duro, aún nadie ha de leer la letra del boticario.

—¡Que sea verdad!

—Y usted que lo vea.

Un perro sale gruñendo de unas huertas. El viejo le tira unas piedras y el perro huye. Tenía la cabeza gorda y llevaba una carlanca de clavos sobre la que sonó, fuerte como una herradura sobre el empedrado, uno de los cantazos del viejo.

—Ahí queda Barriopedro, a la orilla de ese arroyo. A veces trae algo de agua; ahora vendrá bien, lo más seguro. Nace en unos terrenos que llaman del Villar.

Poco más adelante, cerca de la carretera, queda Valderrebollo.

—De aquí sale un camino que lleva a Olmeda del Extremo.

Está amaneciendo. El cielo se aclara sobre unas lomas secas, de color tierra, casi rojizo, que quedan por detrás de Valderrebollo.

—A esas les dicen las Morras.

Los amigos llevan andando ya un largo rato —un largo rato de tres o cuatro horas— cuando cruzan por Masegoso.

—Por mí nos quedamos, yo no tengo prisa.

—¿Se cansa?

—No, yo no. Si quiere, nos llegamos hasta Cifuentes.

Masegoso es un pueblo grande, polvoriento, de color plata con algunos reflejos de oro a la luz de la mañana, con un cruce de carreteras. Los hombres van camino del campo, con la yunta de mulas delante y el perrillo detrás. Algunas mujeres, con el azadillo a rastras, van a trabajar a las huertas.

El burro Gorrión, el viejo y el viajero cruzan el puente sobre el Tajuña. Un pescador pasea por la orilla del río. El pueblo queda a un lado, con el sol por detrás.

Los amigos, a eso de las ocho y media o nueve, hacen un alto, a la vista ya de Moranchel. Moranchel queda a la izquierda del camino de Cifuentes, a dos centenares de pasos de la carretera. Es un pueblo pardo, no hecho para estar rodeado de campos verdes. El viejo se sienta en la cuneta y el viajero se acuesta de espaldas y se queda mirando para unas nubecillas, gráciles como palomitas, que flotan en el cielo. Una cigüeña pasa, no muy alta, con una culebra en el pico. Unas perdices se levantan de un tomillar. Un pastorcito adolescente y una cabra pecan, con uno de los pecados más antiguos, a la sombra de un espino florecido de aromáticas florecitas blancas como la flor del azahar.

Tumbado boca arriba, el viajero se duerme al sol pensando en el Viejo Testamento.

Pasa un camión estruendoso, sucio, deforme, que levanta una nube de polvo. El viejo, cuando el viajero se pone en pie, está cosiéndose un botón de la chaqueta.

Al mediodía los amigos entran en Cifuentes, un pueblo hermoso, alegre, con mucha agua, con mujeres de ojos negros y profundos, con comercios bien surtidos que venden camas niqueladas, juegos de licorera y seis copas con bandeja de espejo, y cromos saludables, gozosos, de cien colores, que representan La Sagrada Cena o un molino del Tirol rodeado de altas cumbres nevadas.

Atrás se ha quedado el cerro de la Horca, un altozano que termina en una meseta lisa como un plato. Según le explican al viajero, antiguamente; cuando para entretener a las gentes sencillas, que lo que piden es un poco de sangre, aún no se habían inventado las corridas de toros, se usaba la mesetilla del cerro de la Horca para ajusticiar a los condenados a muerte. El viajero piensa que el sitio no está mal elegido; sin duda alguna el cerro de la Horca tiene una hermosa perspectiva. El viajero piensa también que es lástima que en el cerro de la Horca no se levante la fiera silueta del rollo; hubiera hecho muy hermoso.

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