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Authors: Michael Foucault

Vigilar y Castigar (7 page)

BOOK: Vigilar y Castigar
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reuniera; no se declaraba inocente al sospechoso por su resistencia, pero al menos debía a su victoria el no poder ser condenado a muerte. El juez conservaba todas sus cartas, excepto la principal.
Omnia citra mortem.
De ahí, la recomendación que a menudo se hacía a los jueces de no someter a tormento a un sospechoso suficientemente convicto de los crímenes más graves; porque si sucedía que resistía a la tortura, el juez no tendría ya el derecho de infligirle la pena de muerte que, sin embargo, merecía. En esta justa, la justicia saldría perdiendo: si las pruebas bastan "para condenar a determinado culpable a muerte", no hay que "aventurar la condena a la suerte y al resultado de un tormento provisional que a menudo no conduce a nada; porque, al fin y al cabo, a la salud e interés públicos conviene hacer escarmientos de los crímenes graves, atroces y capitales".
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Bajo la aparente búsqueda terca de una verdad precipitada, se reconoce en la tortura clásica el mecanismo reglamentado de una prueba: un reto físico que ha de decidir en cuanto a la verdad; si el paciente es culpable, los sufrimientos que se le imponen no son injustos; pero es también un signo de disculpa en el caso de que sea inocente. Sufrimiento, afrontamiento y verdad, están en la práctica de la tortura ligados los unos a los otros: trabajan en común el cuerpo del paciente. La búsqueda de la verdad por medio del tormento es realmente una manera de provocar la aparición de un indicio, el más grave de todos, la confesión del culpable; pero es también la batalla, con la victoria de un adversario sobre el otro, lo que "produce" ritualmente la verdad. En la tortura para hacer confesar hay algo de investigación y hay algo de duelo.

En la tortura van también mezclados un acto de información y un elemento de castigo. Y no es ésta una de las menores paradojas. La tortura se define en efecto como una manera de completar la demostración cuando "no hay en el proceso penas suficientes". Se la clasifica entre las penas; y es una pena tan grave que, en la jerarquía de los castigos, la Ordenanza de 1670 la inscribe inmediatamente después de la muerte. ¿Cómo puede emplearse una pena como un medio?, se preguntará más tarde. ¿Cómo se puede hacer valer como castigo lo que debería ser un procedimiento de demostración? La razón está en la manera en que la justicia penal, en la época clásica, hacía funcionar la producción de la verdad. Las diferentes partes de la prueba no constituían otros tantos elementos neutros; no aguardaban a estar reunidos en un haz único para aportar la certidumbre final de la culpabilidad. Cada indicio aportaba consigo un grado de abominación. La culpabilidad no comenzaba, una vez reunidas todas las pruebas; documento a documento, estaba constituida por cada uno de los elementos que permitían reconocer un culpable. Así, una semiprueba no volvía inocente al sospechoso, en tanto que no había sido completada: hacía de él un semiculpable; el indicio, así fuera leve, de un crimen grave, marcaba al individuo como "un poco" criminal. En suma, la demostración en materia penal no obedece a un sistema dualista —verdadero o falso—, sino a un principio de gradación continua: un grado obtenido en la demostración formaba ya un grado de culpabilidad e implicaba, por consiguiente, un grado de castigo. El sospechoso, como tal, merecía siempre determinado castigo; no se podía ser inocentemente objeto de una sospecha. La sospecha implicaba a la vez de parte del juez un elemento de demostración, de parte del detenido el signo de cierta culpabilidad, y de parte del castigo una forma limitada de pena. A un sospechoso que seguía siendo sospechoso no se le declaraba inocente por ello: era parcialmente castigado. Cuando se había llegado a cierto grado de presunción se podía, por lo tanto, poner en juego legítimamente una práctica que tenía doble papel: comenzar a castigar en virtud de las indicaciones ya reunidas, y servirse de este comienzo de pena para arrancar el resto de verdad que todavía faltaba. La tortura judicial, en el siglo XVIII, funciona en medio de esta extraña economía en la que el ritual que produce la verdad corre parejas con el ritual que impone el castigo. El cuerpo interrogado en el suplicio es a la vez el punto de aplicación del castigo y el lugar de obtención de la verdad. Y de la misma manera que la presunción es solidariamente un elemento de investigación y un fragmento de culpabilidad, por su parte el sufrimiento reglamentado del tormento es a la vez una medida para castigar y un acto de información.

Ahora bien, de manera curiosa, este engranaje de los dos rituales a través del cuerpo prosigue, una vez hecha la prueba y formulada la sentencia, en la ejecución misma de la pena. Y el cuerpo del condenado es de nuevo una pieza esencial en el ceremonial del castigo público. Corresponde al culpable manifestar a la luz del día su condena y la verdad del crimen que ha cometido. Su cuerpo exhibido, paseado, expuesto, supliciado, debe ser como el soporte público de un procedimiento que había permanecido hasta entonces en la sombra; en él, sobre él, el acto de justicia debe llegar a ser legible por todos. Esta manifestación actual y patente de la verdad en la ejecución pública de las penas adopta, en el siglo XVIII, varios aspectos.

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Hacer en primer lugar del culpable el pregonero de su propia condena. Se le encarga, en cierto modo, de proclamarla y de atestiguar así la verdad de lo que se le ha reprochado: paseo por las calles, cartel que se le pone en la espalda, el pecho o la cabeza para, recordar la sentencia; altos en diferentes cruces de calles, lectura de la sentencia que lo condena, retractación pública a la puerta de las iglesias, por la cual el condenado reconoce solemnemente su crimen: "Descalzo, en camisa, con un hacha encendida en la mano, de rodillas, decir y declarar que perversamente, horriblemente, alevosamente y de propio intento, había cometido el odiosísimo crimen, etc."; exposición en el poste en el que se mencionan los hechos y la sentencia; lectura final de la sentencia al pie del cadalso. Ya se trate simplemente de la picota o de la hoguera y de la rueda, el condenado publica su crimen y la justicia que le impone el castigo, llevándolos físicamente sobre su propio cuerpo.

2)
Proseguir una vez más la escena de la confesión. Agregar a la confesión forzada de la retractación pública, un reconocimiento espontáneo y público. Instaurar el suplicio como momento de verdad. Hacer que esos últimos instantes en los que el culpable ya no tiene nada que perder se ganen para la luz meridiana de lo verdadero. Ya el tribunal podía decidir, después de la sentencia, una nueva tortura para arrancar el nombre de los cómplices eventuales. Estaba previsto igualmente que en el momento de subir al cadalso el condenado podía solicitar una tregua para hacer nuevas revelaciones. El público aguardaba esta nueva peripecia de la verdad. Muchos la aprovechaban para ganar un poco de tiempo, como aquel Michel Barbier, culpable de asalto a mano armada: "Miró desvergonzadamente el cadalso, y dijo que no había sido ciertamente para él para quien se había elevado, supuesto que era inocente; pidió primero subir al aposento en el que no hizo otra cosa que desatinar durante media hora, tratando siempre de querer justificarse; enviado después al suplicio, subió al cadalso con paso decidido, pero cuando se vio despojado de sus ropas y atado a la cruz a punto de recibir los golpes de barra, pidió subir una segunda vez al aposento, en el que al fin hizo la confesión de su crimen y declaró incluso que era culpable de otro asesinato."
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El verdadero suplicio tiene por función hacer que se manifieste la verdad, y en esto prosigue, hasta ante los ojos del público, el trabajo del tormento. Aporta a la sentencia la firma de aquel que la sufre. Un suplicio con resultado satisfactorio justifica la justicia, en la medida en que publica la verdad del delito en el cuerpo mismo del supliciado. Ejemplo del buen condenado lo fue François Billiard, que había sido cajero general de las postas y que en 1772 asesinó a su mujer. El verdugo quería taparle la cara para librarlo de los insultos. "No se me ha infligido esta pena que he merecido, dijo, para que esconda la cara ante el público... Iba todavía vestido con el traje de luto por su esposa... llevaba en los pies unos zapatos nuevos, y el pelo rizado y espolvoreado de blanco, con un continente tan modesto y tan imponente que las personas que lo contemplaban desde más cerca decían que o bien era el cristiano más perfecto o el más grande de todos los hipócritas. Y como el cartel que llevaba sobre el pecho se torciera, se vio que él mismo rectificaba su posición, sin duda para que se pudiera leer más fácilmente."
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La ceremonia penal, con tal de que cada uno de sus actores represente bien su papel, tiene la eficacia de una prolongada confesión pública.

3) Prender como con un alfiler el suplicio sobre el crimen mismo; establecer entre uno y otro una serie de relaciones descifrables. Exposición del cadáver del condenado en el lugar de su crimen, o en una de las encrucijadas más próximas. Ejecución en el lugar mismo donde el crimen se cometiera, como el estudiante que en 1723 había matado a varias personas y para el cual el presidial
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de Nantes decide elevar un cadalso ante la puerta de la posada donde había cometido sus asesinatos.
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Utilización de suplicios "simbólicos" en los que la forma de la ejecución remite a la índole del crimen: se taladra la lengua de los blasfemos, se quema a los impuros, se corta la mano que dio muerte; a veces se hace que el condenado Heve, empuñándolo, el instrumento de su crimen. Así, cuando Damiens, el famoso cuchillito cubierto de azufre y sujeto a la mano culpable, que habría de arder a la vez que aquél. Como decía Vico, esta vieja jurisprudencia fue "toda una poética".

En el límite, se encuentran algunos casos de reproducción casi teatral del crimen en la ejecución del culpable: los mismos instrumentos, los mismos gestos. Ante los ojos de todos, la justicia hace repetir el crimen por los suplicios, publicándolo en su verdad y anulándolo a la vez por la muerte del culpable. Todavía en el siglo XVIII, en 1772, se encuentran sentencias como la siguiente. Como una criada de Cambrai diera muerte a su ama, se la condenó

a ser llevada al lugar de su suplicio en una carreta "de las que sirven para trasportar las inmundicias a todas las encrucijadas"; allí habrá "una horca al pie de la cual se colocará el mismo sillón en el que estaba sentada la llamada De Laleu, su ama, cuando la asesinó; y una vez allí, el verdugo le cortará la mano derecha y la arrojará en su presencia al fuego, dándole, inmediatamente después, cuatro tajos con la cuchilla de que se sirvió para asesinar a la citada De Laleu, el primero y el segundo de los cuales en la cabeza, el tercero en el antebrazo izquierdo, y el cuarto en el pecho; después se la colgará y estrangulará en dicha horca hasta que sobrevenga la muerte. Pasadas dos horas, el cadáver será descolgado, y la cabeza separada de aquél al pie de dicha horca, sobre dicho cadalso, con la misma cuchilla de que se sirvió para asesinar a su ama, y la tal cabeza será expuesta sobre una pica de veinte pies de altura fuera de la puerta del citado Cambrai, a la vista del camino que lleva a Douai, y el resto del cuerpo, metido en un saco y enterrado junto a dicha pica, a diez pies de profundidad".
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4) En fin, la lentitud del suplicio, sus peripecias, los gritos y sufrimientos del condenado desempeñan, al término del ritual judicial, el papel de una prueba última. Como toda agonía, la que tiene lugar sobre el cadalso expresa cierta verdad: pero con más intensidad, en la medida en que el dolor la apremia; con más rigor puesto que es exactamente el punto de confluencia entre el juicio de los hombres y el de Dios; con más resonancia ya que se desarrolla en público. Los sufrimientos del suplicio prolongan los de la tortura preparatoria; en ésta, sin embargo, nada estaba aún decidido y se podía salvar la vida; ahora la muerte es segura, y se trata de salvar el alma. El juego eterno ha comenzado ya: el suplicio es una anticipación de las penas del más allá; muestra lo que son, es el teatro del infierno; los gritos del condenado, su rebelión, sus blasfemias, significan ya su irremediable destino. Pero los dolores de aquí abajo pueden valer también como penitencia para disminuir los castigos del más allá: tal martirio, si se soporta con resignación, no dejará de ser tenido en cuenta por Dios. La crueldad del castigo terreno se registra en rebaja de la pena futura: dibújase en ella la promesa del perdón. Pero todavía puede decirse: ¿unos sufrimientos tan vivos no son el signo de que Dios ha abandonado al culpable en manos de los hombres? Y lejos de ser prenda de una absolución futura, figuran la condenación inminente; en tanto que, si el condenado muere pronto, sin agonía prolongada, ¿no es ésta la prueba de que Dios ha querido protegerlo e impedir que caiga en la desesperación? Ambigüedad, pues, de este sufrimiento, que lo mismo puede significar la verdad del crimen o el error de los jueces, la bondad o la perversidad del criminal, la coincidencia o la divergencia entre el juicio de los hombres y el de Dios. De ahí la formidable curiosidad que agolpa a los espectadores en torno del cadalso y de los sufrimientos que ofrece en espectáculo; descífranse en ella el crimen y la inocencia, el pasado y el futuro, lo terreno y lo eterno. Momento de verdad que todos los espectadores interrogan: cada palabra, cada grito, la duración de la agonía, el cuerpo que resiste, la vida que no quiere arrancarse, todo esto es un signo: hay el que ha vivido "seis horas sobre la rueda, sin querer que el verdugo, que lo consolaba y animaba, sin duda, espontáneamente, lo abandonara un solo instante"; hay el que muere "con sentimientos muy cristianos, y testimonia el arrepentimiento más sincero"; el que "expira en la rueda una hora después de haber sido colocado en ella"; se dice que los espectadores de su suplicio se sintieron conmovidos por los testimonios externos de religión y de arrepentimiento que diera; el que había manifestado los signos más vivos de contrición a lo largo de todo el trayecto hasta el cadalso, pero que, colocado vivo sobre la rueda, no deja de "lanzar aullidos espantosos"; o también la mujer que "había conservado su sangre fría hasta el momento de la lectura de la sentencia, pero cuyo juicio comenzó entonces a trastornarse, hasta llegar a la demencia más completa al ser ahorcada".
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Se cierra el círculo: del tormento a la ejecución, el cuerpo ha producido y reproducido la verdad del crimen. O más bien constituye el elemento que a través de todo un juego de rituales y de pruebas confiesa que el crimen ha ocurrido, profiere que lo ha cometido él mismo, muestra que lo lleva inscrito en sí y sobre sí, soporta la operación del castigo y manifiesta de la manera más patente sus efectos. El cuerpo varias veces supliciado garantiza la síntesis de la realidad de los hechos y de la verdad de la instrucción, de los actos del procedimiento y del discurso del criminal, del crimen y del castigo. Pieza esencial por consiguiente en una liturgia penal, en la que debe formar la pareja de un procedimiento ordenado en torno de los derechos formidables del soberano, de las actuaciones judiciales y del secreto.

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