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Authors: Michael Foucault

Vigilar y Castigar (4 page)

BOOK: Vigilar y Castigar
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Y no es el único que juzga. A lo largo del procedimiento penal, y de la ejecución de la pena, bullen toda una serie de instancias anejas. En torno del juicio principal se han multiplicado justicias menores y jueces paralelos: expertos psiquiatras o psicólogos, magistrados de la aplicación de las penas, educadores, funcionarios de la administración penitenciaria se dividen el poder legal de castigar; se dirá que ninguno de ellos comparte realmente el derecho de juzgar; que los unos, después de las sentencias, no tienen otro derecho que el de aplicar una pena fijada por el tribunal, y sobre todo que los otros —los expertos— no intervienen antes de la sentencia para emitir un juicio, sino para ilustrar la decisión de los jueces. Pero desde el momento en que las penas y las medidas de seguridad definidas por el tribunal no están absolutamente determinadas, desde el momento en que pueden ser modificadas todavía, desde el momento en que se confía a otros que no son los jueces de la infracción el cometido de decidir si el condenado "merece" ser puesto en semilibertad o en libertad condicional, si es posible poner término a su tutela penal, son realmente mecanismos de castigo legal los que se ponen en sus manos y se dejan a su apreciación: jueces anejos, pero jueces después de todo. Todo el aparato que se ha desarrollado desde hace años en torno de la aplicación de las penas, y de su adecuación a los individuos, desmultiplica las instancias de decisión judicial y prolonga ésta mucho más allá de la sentencia. En cuanto a los expertos psiquiatras, pueden muy bien negarse a juzgar. Examínense las tres preguntas a las que, desde la circular de 1958, han de contestar: "¿Presenta el inculpado un estado de peligro? ¿Es accesible a la sanción penal? ¿Es curable o readaptable? Estas preguntas, como se ve, no tienen relación con el artículo 64, ni con la locura eventual del inculpado en el momento del acto. No son preguntas en términos de "responsabilidad". No conciernen sino a la administración de la pena, a su necesidad, su utilidad, su eficacia posible; permiten indicar, en un vocabulario apenas cifrado, si el asilo es preferible a la prisión, si hay que prever un encierro breve o prolongado, un tratamiento médico o unas medidas de seguridad. ¿El papel del psiquiatra en materia penal? No experto en responsabilidad, sino consejero en castigo; a él le toca decir si el sujeto es "peligroso", de qué manera protegerse de él, cómo intervenir para modificarlo, y si es preferible tratar de reprimir o de curar. En el comienzo de su historia, el peritaje psiquiátrico tuvo que formular proposiciones "ciertas" en cuanto a la parte que había tenido la libertad del infractor en el acto que cometiera; ahora, tiene que sugerir una prescripción sobre lo que podría llamarse su "tratamiento médico-judicial".

Resumamos: desde que funciona el nuevo sistema penal —el definido por los grandes códigos de los siglos XVIII y XIX—, un proceso global ha conducido a los jueces a juzgar otra cosa que los delitos; han sido conducidos en sus sentencias a hacer otra cosa que juzgar; y el poder de juzgar ha sido trasferido, por una parte, a otras instancias que los jueces de la infracción. La operación penal entera se ha cargado de elementos y de personajes extraju-rídicos. Se dirá que no hay en ello nada extraordinario, que es propio del destino del derecho absorber poco a poco elementos que le son ajenos. Pero hay algo singular en la justicia penal moderna: que si se carga tanto de elementos extra jurídicos, no es para poderlos calificar jurídicamente e integrarlos poco a poco al estricto poder de castigar; es, por lo contrario, para poder hacerlos funcionar en el interior de la operación penal como elementos no jurídicos; es para evitar que esta operación sea pura y simplemente un castigo legal; es para disculpar al juez de ser pura y simplemente el que castiga: "Naturalmente, damos un veredicto; pero aunque haya sido éste provocado por un delito, ya están ustedes viendo que para nosotros funciona como una manera de tratar a un criminal; castigamos, pero es como si dijéramos que queremos obtener una curación." La justicia criminal no funciona hoy ni se justifica sino por esta perpetua referencia a algo distinto de sí misma, por esta incesante reinscripción en sistemas no jurídicos y ha de tender a esta recalificación por el saber.

Bajo la benignidad cada vez mayor de los castigos, se puede descubrir, por lo tanto, un desplazamiento de su punto de aplicación, y a través de este desplazamiento, todo un campo de objetos recientes, todo un nuevo régimen de la verdad y una multitud de papeles hasta ahora inéditos en el ejercicio de la justicia criminal. Un saber, unas técnicas, unos discursos "científicos" se forman y se entrelazan con la práctica del poder de castigar.

Objetivo de este libro: una historia correlativa del alma moderna y de un nuevo poder de juzgar; una genealogía del actual complejo científico-judicial en el que el poder de castigar toma su apoyo, recibe sus justificaciones y sus reglas, extiende sus efectos y disimula su exorbitante singularidad.

Pero ¿desde dónde se puede hacer esta historia del alma moderna en el juicio? Si nos atenemos a la evolución de las reglas de derecho o de los procedimientos penales, corremos el peligro de destacar como hecho masivo, externo, inerte y primordial, un cambio en la sensibilidad colectiva, un progreso del humanismo, o el desarrollo de las ciencias humanas. Limitándose, como lo ha hecho Durkheim,
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a estudiar las formas sociales generales, se corre el riesgo de fijar como comienzo del suavizamiento punitivo los procesos de individualización, que son más bien uno de los efectos de las nuevas tácticas de poder y entre ellas de los nuevos mecanismos penales. El presente estudio obedece a cuatro reglas generales:

1) No centrar el estudio de los mecanismos punitivos en sus únicos efectos "represivos", en su único aspecto de "sanción", sino reincorporarlos a toda la serie de los efectos positivos que pueden inducir, incluso si son marginales a primera vista. Considerar, por consiguiente, el castigo como una función social compleja.

2) Analizar los métodos punitivos no como simples consecuencias de reglas de derecho o como indicadores de estructuras sociales, sino como técnicas específicas del campo más general de los demás procedimientos de poder. Adoptar en cuanto a los castigos la perspectiva de la táctica política,

3) En lugar de tratar la historia del derecho penal y la de las ciencias humanas como dos series separadas cuyo cruce tendría sobre la una o sobre la otra, sobre las dos quizá, un efecto, según se quiera, perturbador o útil, buscar si no existe una matriz común y si no dependen ambas de un proceso de formación "epístemológico-jurídico"; en suma, situar la tecnología del poder en el principio tanto de la humanización de la penalidad como del conocimiento del hombre.

4)Examinar si esta entrada del alma en la escena de la justicia penal, y con ella la inserción en la práctica judicial de todo un saber "científico", no será el efecto de una trasformación en la manera en que el cuerpo mismo está investido por las relaciones de poder.

En suma, tratar de estudiar la metamorfosis de los métodos punitivos a partir de una tecnología política del cuerpo donde pudiera leerse una historia común de las relaciones de poder y de las relaciones de objeto. De suerte que por el análisis de la benignidad penal como técnica de poder, pudiera comprenderse a la vez cómo el hombre, el alma, el individuo normal o anormal han venido a doblar el crimen como objeto de la intervención penal, y cómo un modo específico de sujeción ha podido dar nacimiento al hombre como objeto de saber para un discurso con estatuto "científico".

Pero no tengo la pretensión de ser el primero que ha trabajado en esta dirección.
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Del gran libro de Rusche y Kirchheimer
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se puede sacar cierto número de puntos de referencia esenciales. Desprenderse en primer lugar de la ilusión de que la penalidad es ante todo (ya que no exclusivamente) una manera de reprimir los delitos, y que, en este papel, de acuerdo con las formas sociales, con los sistemas políticos o las creencias, puede ser severa o indulgente, dirigida a la expiación o encaminada a obtener una reparación, aplicada a la persecución de los individuos o a la asignación de responsabilidades colectivas. Analizar más bien los "sistemas punitivos concretos", estudiarlos como fenómenos sociales de los que no pueden dar razón la sola armazón jurídica de la sociedad ni sus opciones éticas fundamentales; situarlos en su campo de funcionamiento donde la sanción de los delitos no es el elemento único; demostrar que las medidas punitivas no son simplemente mecanismos "negativos" que permiten reprimir, impedir, excluir, suprimir, sino que están ligadas a toda una serie de efectos positivos y útiles, a los que tienen por misión sostener (y en este sentido, si los castigos legales están hechos para sancionar las infracciones, puede decirse que la definición de las infracciones y su persecución están hechas de rechazo para mantener los mecanismos punitivos y sus funciones). En esta línea, Rusche y Kirchheimer han puesto en relación los diferentes regímenes punitivos con los sistemas de producción de los que toman sus efectos; así en una economía servil los mecanismos punitivos tendrían el cometido de aportar una mano de obra suplementaria, y de constituir una esclavitud "civil" al lado de la que mantienen las guerras o el comercio; con el feudalismo, y en una época en que la moneda y la producción están poco desarrolladas, se asistiría a un brusco aumento de los castigos corporales, por ser el cuerpo en la mayoría de los casos el único bien accesible, y el correccional —el Hospital general, el Spinhuis o el Rasphuis—, el trabajo obligado, la manufactura penal, aparecerían con el desarrollo de la economía mercantil. Pero al exigir el sistema industrial un mercado libre de la mano de obra, la parte del trabajo obligatorio hubo de disminuir en el siglo XIX en los mecanismos de castigo, sustituida por una detención con fines correctivos. Hay, sin duda, no pocas observaciones que hacer sobre esta correlación estricta.

Pero podemos, indudablemente, sentar la tesis general de que en nuestras sociedades, hay que situar los sistemas punitivos en cierta "economía política" del cuerpo: incluso si no apelan a castigos violentos o sangrientos, incluso cuando utilizan los métodos "suaves" que encierran o corrigen, siempre es del cuerpo del que se trata —del cuerpo y de sus fuerzas, de su utilidad y de su docilidad, de su distribución y de su sumisión. Es legítimo, sin duda alguna, hacer una historia de los castigos que tenga por fondo las ideas morales o las estructuras jurídicas. Pero ¿es posible hacerla sobre el fondo de una historia de los cuerpos, desde el momento en que pretenden no tener ya como objetivo sino el alma secreta de los delincuentes?

Por lo que a la historia del cuerpo se refiere, los historiadores la han comenzado desde hace largo tiempo. Han estudiado el cuerpo en el campo de una demografía o de una patología históricas; lo han considerado como asiento de necesidades y de apetitos, como lugar de procesos fisiológicos y de metabolismos, como blanco de ataques microbianos o virales; han demostrado hasta qué punto estaban implicados los procesos históricos en lo que podía pasar por el zócalo puramente biológico de la existencia, y qué lugar se debía conceder a la historia de las sociedades y de los "acontecimientos" biológicos como la circulación de los bacilos, o la prolongación de la duración de la vida.
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Pero el cuerpo está también directamente inmerso en un campo político; las relaciones de poder operan sobre él una presa inmediata; lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a unos trabajos, lo obligan a unas ceremonias, exigen de él unos signos. Este cerco político del cuerpo va unido, de acuerdo con unas relaciones complejas y recíprocas, a la utilización económica del cuerpo; el cuerpo, en una buena parte, está imbuido de relaciones de poder y de dominación, como fuerza de producción; pero en cambio, su constitución como fuerza de trabajo sólo es posible si se halla prendido en un sistema de sujeción (en el que la necesidad es también un instrumento político cuidadosamente dispuesto, calculado y utilizado). El cuerpo sólo se convierte en fuerza útil cuando es a la vez cuerpo productivo y cuerpo sometido. Pero este sometimiento no se obtiene por los únicos instrumentos ya sean de la violencia, ya de la ideología; puede muy bien ser directo, físico, emplear la fuerza contra la fuerza, obrar sobre elementos materiales, y a pesar de todo esto no ser violento; puede ser calculado, organizado, técnicamente reflexivo, puede ser sutil, sin hacer uso ni de las armas ni del terror, y sin embargo permanecer dentro del orden físico. Es decir que puede existir un "saber" del cuerpo que no es exactamente la ciencia de su funcionamiento, y un dominio de sus fuerzas que es más que la capacidad de vencerlas: este saber y este dominio constituyen lo que podría llamarse la tecnología política del cuerpo. Indudablemente, esta tecnología es difusa, rara vez formulada en discursos continuos y sistemáticos; se compone a menudo de elementos y de fragmentos, y utiliza unas herramientas o unos procedimientos inconexos. A pesar de la coherencia de sus resultados, no suele ser sino una instrumentación multiforme. Además, no es posible localizarla ni en un tipo definido de institución, ni en un aparato estatal. Estos recurren a ella; utilizan, valorizan e imponen algunos de sus procedimientos. Pero ella misma en sus mecanismos y sus efectos se sitúa a un nivel muy distinto. Se trata en cierto modo de una microfísica del poder que los aparatos y las instituciones ponen en juego, pero cuyo campo de validez se sitúa en cierto modo entre esos grandes funcionamientos y los propios cuerpos con su materialidad y sus fuerzas.

Ahora bien, el estudio de esta microfísica supone que el poder que en ella se ejerce no se conciba como una propiedad, sino como una estrategia, que sus efectos de dominación no sean atribuidos a una "apropiación", sino a unas disposiciones, a unas maniobras, a unas tácticas, a unas técnicas, a unos funcionamientos; que se descifre en él una red de relaciones siempre tensas, siempre en actividad más que un privilegio que se podría detentar; que se le dé como modelo la batalla perpetua más que el contrato que opera una cesión o la conquista que se apodera de un territorio. Hay que admitir en suma que este poder se ejerce más que se posee, que no es el "privilegio" adquirido o conservado de la clase dominante, sino el efecto de conjunto de sus posiciones estratégicas, efecto que manifiesta y a veces acompaña la posición de aquellos que son dominados. Este poder, por otra parte, no se aplica pura y simplemente como una obligación o una prohibición, a quienes "no lo tienen"; los invade, pasa por ellos y a través de ellos; se apoya sobre ellos, del mismo modo que ellos mismos, en su lucha contra él, se apoyan a su vez en las presas que ejerce sobre ellos. Lo cual quiere decir que estas relaciones descienden hondamente en el espesor de la sociedad, que no se localizan en las relaciones del Estado con los ciudadanos o en la frontera de las clases y que no se limitan a reproducir al nivel de los individuos, de los cuerpos, unos gestos y unos comportamientos, la forma general de la ley o del gobierno; que si bien existe continuidad (dichas relaciones se articulan en efecto sobre esta forma de acuerdo con toda una serie de engranajes complejos), no existe analogía ni homología, sino especificidad de mecanismo y de modalidad. Finalmente, no son unívocas; definen puntos innumerables de enfrentamiento, focos de inestabilidad cada uno de los cuales comporta sus riesgos de conflicto, de luchas y de inversión por lo menos transitoria de las relaciones de fuerzas. El derrumbamiento de esos "micropoderes" no obedece, pues, a la ley del todo o nada; no se obtiene de una vez para siempre por un nuevo control de los aparatos ni por un nuevo funcionamiento o una destrucción de las instituciones; en cambio, ninguno de sus episodios localizados puede inscribirse en la historia como no sea por los efectos que induce sobre toda la red en la que está prendido.

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