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Authors: Michael Foucault

Vigilar y Castigar (8 page)

BOOK: Vigilar y Castigar
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El suplicio judicial hay que comprenderlo también como un ritual político. Forma parte, así sea en un modo menor, de las ceremonias por las cuales se manifiesta el poder.

La infracción, en el derecho de la edad clásica, por encima del perjuicio que puede producir eventualmente, por encima incluso de la regla que infringe, lesiona el derecho de aquel que invoca la ley: "incluso en el supuesto de que no haya ni injuria ni daño al individuo, si se ha cometido algo que la ley prohíba, es un delito que exige reparación, porque ha sido violado el derecho del superior y porque se injuria con ello la dignidad de su carácter".
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El delito, además de su víctima inmediata, ataca al soberano; lo ataca personalmente ya que la ley vale por la voluntad del soberano; lo ataca físicamente ya que la fuerza de la ley es la fuerza del príncipe. Porque "para que una ley pueda estar en vigor en este reino, era preciso necesariamente que emanara de manera directa del soberano, o al menos que fuera confirmada por el sello de su autoridad".
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La intervención del soberano no es, pues, un arbitraje entre dos adversarios: es incluso mucho más que una acción para hacer respetar los derechos de cada cual; es su réplica directa contra quien le ofendió. "El ejercicio del poder soberano en el castigo de lo» crímenes constituye sin duda una de las partes más esenciales de la administración de la justicia."
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El castigo no puede, por lo tanto, identificarse ni aun ajustarse a la reparación del daño; debe siempre existir en el castigo una parte, al menos, que es la del príncipe; e incluso cuando se combina ésta con la reparación prevista, constituye el elemento más importante de la liquidación penal del delito. Ahora bien, esta parte del príncipe, en sí misma, no es simple: por un lado, implica la reparación del daño que se ha hecho a su reino, del desorden instaurado, del ejemplo dado, perjuicio considerable y sin común medida con el que se ha cometido respecto de un particular; pero implica también que el rey procura la venganza de una afrenta que ha sido hecha a su persona.

El derecho de castigar será, pues, como un aspecto del derecho del soberano a hacer la guerra a sus enemigos: castigar pertenece a ese "derecho de guerra, a ese poder absoluto de vida y muerte de que habla el derecho romano con el nombre de
merum imperium,
derecho en virtud del cual el príncipe hace ejecutar su ley ordenando el castigo del crimen".
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Pero el castigo es también una manera de procurar una venganza que es a la vez personal y pública, ya que en la ley se encuentra presente en cierto modo la fuerza físico-política del soberano: "Se ve por la definición de la ley misma que no tiende únicamente a defender sino además a vengar el desprecio de su autoridad con el castigo de quienes llegan a violar su defensas."
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En la ejecución de la pena más regular, en el respeto más exacto de las formas jurídicas, se encuentran las fuerzas activas de la vindicta.

El suplicio desempeña, pues, una función jurídico-política. Se trata de un ceremonial que tiene por objeto reconstituir la soberanía por un instante ultrajada: la restaura manifestándola en todo su esplendor. La ejecución pública, por precipitada y cotidiana que sea, se inserta en toda la serie de los grandes rituales del poder eclipsado y restaurado (coronación, entrada del rey en una ciudad conquistada, sumisión de los súbditos sublevados); por encima del crimen que ha menospreciado al soberano, despliega a los ojos de todos una fuerza invencible. Su objeto es menos restablecer un equilibrio que poner en juego, hasta su punto extremo, la disimetría entre el súbdito que ha osado violar la ley, y el soberano omnipotente que ejerce su fuerza. Si la reparación del daño privado, ocasionado por el delito, debe ser bien proporcionada, si la sentencia debe ser equitativa, la ejecución de la pena no se realiza para dar el espectáculo de la mesura, sino el del desequilibrio y del exceso; debe existir, en esa liturgia de la pena, una afirmación enfática del poder y de su superioridad intrínseca. Y esta superioridad no es simplemente la del derecho, sino la de la fuerza física del soberano cayendo sobre el cuerpo de su adversario y dominándolo: al quebrantar la ley, el infractor ha atentado contra la persona misma del príncipe; es ella —o al menos aquellos en quienes ha delegado su fuerza— la que se apodera del cuerpo del condenado para mostrarlo marcado, vencido, roto. La ceremonia punitiva es, pues, en suma, "aterrorizante". Los juristas del siglo XVIII, cuando comience su polémica con los reformadores, darán de la crueldad física de las penas una interpretación restrictiva y "modernista": si son necesarias las penas severas es porque el ejemplo debe inscribirse profundamente en el corazón de los hombres. De hecho, sin embargo, lo que hasta entonces había mantenido esta práctica de los suplicios, no era una economía del ejemplo, en el sentido en que habría de entenderse en la época de los ideólogos (que la representación de la pena prevalezca sobre el interés del crimen), sino una política del terror: hacer sensible a todos, sobre el cuerpo del criminal, la presencia desenfrenada del soberano. El suplicio no restablecía la justicia; reactivaba el poder. En el siglo XVII, y todavía a principios del XVIII, no era, pues, con todo su teatro de terror, el residuo aún no borrado de otra época. Su encarnizamiento, su resonancia, la violencia corporal, un juego desequilibrado de fuerzas, un ceremonial esmerado —en suma, todo el aparato de los suplicios se inscribía en el funcionamiento político de la penalidad.

Es posible comprender a partir de ahí ciertas características de la liturgia de los suplicios. Y ante todo la importancia de un ritual que había de desplegar su magnificencia en público. Nada debía quedar oculto de este triunfo de la ley. Sus episodios eran tradicionalmente los mismos y, sin embargo, las sentencias condenatorias no dejaban de enumerarlos, que hasta tal punto eran importantes en el mecanismo penal: desfiles, altos en los cruces de calles, detención a la puerta de las iglesias, lectura pública de la sentencia, genuflexión, declaraciones en voz alta de arrepentimiento por la ofensa hecha a Dios y al rey. Ocurría que las cuestiones de precedencia y de etiqueta las decidía el propio tribunal. "Los oficiales montarán a caballo en el siguiente orden, a saber: a la cabeza los dos sargentos de policía; a continuación el paciente; tras él, irán juntos Bonfort y Le Corre a su izquierda, los cuales abrirán paso al escribano del tribunal que los seguirá, de este modo irán a la plaza pública del mercado mayor, en cuyo lugar será ejecutada la sentencia."
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Ahora bien, este ceremonial escrupuloso es, de una manera muy explícita, no sólo judicial sino militar. La justicia del rey se muestra como una justicia armada. El acero que castiga al culpable es también el que destruye a los enemigos. Todo un aparato militar rodea el suplicio: jefes de la ronda, arqueros, exentos, soldados. Se trata desde luego de impedir toda evasión o acto de violencia; se trata también de prevenir, de parte del pueblo, un arranque de simpatía para salvar a los condenados, o un arrebato de furor para darles muerte inmediatamente; pero se trata también de recordar que en todo crimen hay como una sublevación contra la ley y que el criminal es un enemigo del príncipe. Todas estas razones —ya sean de precaución en una coyuntura determinada, o de función en el desarrollo de un ritual— hacen de la ejecución pública, más que una obra de justicia, una manifestación de fuerza; o más bien, es la justicia como fuerza física, material y terrible del soberano la que en ella se despliega. La ceremonia del suplicio pone de manifiesto a la luz del día la relación de fuerzas que da su poder a la ley.

Como ritual de la ley armada, en el que el príncipe se muestra a la vez, y de manera indisociable, bajo el doble aspecto de jefe de justicia y dé jefe de guerra, la ejecución pública tiene dos caras: una de victoria, otra de lucha. Por una parte, cierra solemnemente una guerra entre el criminal y el soberano, cuyo desenlace era ya conocido; debe manifestar el poder desmesurado del soberano sobre aquellos a quienes ha reducido a la impotencia. La disimetría, el irreversible desequilibrio de fuerzas, formaban parte de las funciones del suplicio. Un cuerpo anulado y reducido a polvo y arrojado al viento, un cuerpo destruido trozo a trozo por el infinito del poder soberano, constituye el límite no sólo ideal sino real del castigo. Lo prueba el famoso suplicio de la Massola que se aplicaba en Aviñón, pero que fue uno de los primeros que excitó la indignación de los contemporáneos; suplicio aparentemente paradójico puesto que se desarrolla casi por completo después de la muerte, y porque la justicia no hace en él otra cosa que desplegar sobre un cadáver su teatro magnífico, el elogio ritual de su fuerza: el condenado está atado a un poste, con los ojos vendados; alrededor, sobre el cadalso, unas picas con unos ganchos de hierro. "El confesor habla al paciente al oído, y después que le ha dado la bendición, el verdugo, que blande una maza de hierro, como las empleadas en los mataderos, asesta un golpe con toda su fuerza en la sien del desdichado, que cae muerto. Al momento
mortis exactor,
con un gran cuchillo, le da un tajo en la garganta, con lo que queda bañado en sangre, cosa que constituye un espectáculo horrible de ver. Le rompe los tendones hacia los dos talones, y a continuación le abre el vientre del cual saca el corazón, el hígado, el bazo y los pulmones, que va colgando de un gancho de hierro y corta a trozos el cuerpo, colgándolos de los demás ganchos a medida que los corta, como se hace con los de una res. Contempla esto el que es capaz de contemplar cosas semejantes."
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En la forma explícitamente evocada de la carnicería, la destrucción infinitesimal del cuerpo se integra aquí en el espectáculo: cada trozo queda expuesto como para la venta.

El suplicio se lleva a cabo con todo un ceremonial de triunfo; pero incluye también, como núcleo dramático de su desarrollo monótono, una escena de afrontamiento: es la acción inmediata y directa del verdugo sobre el cuerpo del "paciente"'. Acción reglamentada, indudablemente, ya que la costumbre, y a menudo, de manera explícita, la sentencia, prescriben sus principales episodios . Y que, con todo, ha conservado algo de la batalla. El verdugo no es simplemente aquel que aplica la ley, sino el que despliega la fuerza; es el agente de una violencia que se aplica, para dominarla, a la violencia del crimen. De ese crimen, el verdugo es materialmente, físicamente, el adversario. Adversario a veces compasivo y a veces encarnizado. Damhoudère se quejaba, con muchos de sus contemporáneos, de que los verdugos ejercían "todas las crueldades con los pacientes malhechores, arrastrándolos, golpeándolos y matándolos como si tuvieran un animal entre sus manos".
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Y durante mucho tiempo no se perderá esa costumbre.
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En la ceremonia del suplicio hay además algo del reto y de la justa. Si el verdugo triunfa, si consigue desprender de un golpe la cabeza que le han pedido que corte, "se la muestra al pueblo, la deja en el suelo y saluda después al público, que le dedica un aplauso con fuerte batir de palmas".
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Por el contrario, si fracasa, si no logra matar como es debido, se hace merecedor de un castigo. Tal el caso del verdugo de Damiens, el cual, por no haber sabido descuartizar a su paciente según las reglas, tiene que cortarlo con cuchillo; se confiscan, en provecho de los pobres, los caballos del suplicio que se le prometieran. Años después, el verdugo de Aviñón había hecho sufrir demasiado a los tres bandidos, con todo y que eran temibles, a los que tenía que ahorcar; los espectadores se enojan, lo denuncian, y para castigarlo y también para sustraerlo a la vindicta popular, se le encarcela.
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Detrás de este castigo del verdugo torpe, se perfila una tradición muy próxima todavía, la cual quería que el condenado fuese perdonado si la ejecución fracasaba. Era una costumbre claramente establecida en algunas comarcas.
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El pueblo esperaba a menudo que se aplicara, y ocurría a veces que protegía a un condenado que acababa de escapar así de la muerte. Para hacer desaparecer esta costumbre y esta esperanza, fue preciso invocar el adagio "el cadalso no pierde su presa"; hubo que tener la precaución de introducir en las sentencias capitales consignas signas explícitas: "colgado y estrangulado hasta que sobrevenga la muerte", "hasta la extinción de la vida". Y juristas como Serpillon o Blackstone insisten en pleno siglo XVIII en el hecho de que el fracaso del verdugo no debe significar para el condenado la salvación de la vida.
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Había en esto algo de la prueba y del juicio de Dios que era todavía descifrable en la ceremonia de la ejecución. En su afrontamiento con el condenado, el verdugo era en cierto modo como el campeón del rey. Campeón sin embargo inconfesable y no reconocido: según la tradición, parece ser, cuando se habían sellado las credenciales del verdugo, no se ponían sobre la mesa sino que se arrojaban al suelo. Conocidos son todos los interdictos que rodeaban aquel "oficio muy necesario" y, sin embargo, "contra natura".
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Por más que, en cierto sentido, fuera la espada justiciera del rey, el verdugo compartía con su adversario su infamia. El poder soberano que le ordenaba matar y que por medio de él mataba, no estaba presente en el verdugo; este poder no se identificaba con su encarnizamiento. Y precisamente jamás aparecía tal poder con más esplendor que cuando interrumpía el gesto del verdugo por un mensaje de indulto. El poco tiempo que separaba generalmente la sentencia de la ejecución (a menudo unas horas) hacía que la remisión interviniera generalmente en el último momento. Pero, sin duda, la lentitud del desarrollo de la ceremonia estaba calculada para dar lugar a tal eventualidad.
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Los condenados esperan la remisión y, para alargar el tiempo, todavía pretenden, al pie del cadalso, tener revelaciones que hacer. Cuando el pueblo la deseaba, la pedía a gritos, trataba de retrasar el último momento, acechaba al mensajero que llevaba la carta con el sello de cera verde y, de ser necesario, hacía creer que estaba al llegar (esto es lo que ocurrió en el momento de la ejecución de los condenados por el motín de los secuestros de niños, el 3 de agosto de 1750). El soberano está presente en la ejecución no sólo como el poder que venga la ley, sino como el que puede suspender la ley y la venganza. Sólo él debe ser dueño de lavar las ofensas que
se
le han hecho; si bien es cierto que ha delegado en los tribunales el cuidado de ejercer su poder de justiciero, no lo ha enajenado; lo conserva íntegramente para levantar la pena tanto como para dejar que caiga sobre el delincuente.

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