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Authors: Michael Foucault

Vigilar y Castigar (10 page)

BOOK: Vigilar y Castigar
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amedrentado soltó a uno de los condenados; los arqueros dispararon. Así ocurrió después del motín de los trigos en 1775; y también en 1786, cuando los cargadores, tras de haber marchado sobre Ver-salles, intentaron liberar a sus compañeros que habían sido detenidos. Pero aparte de estos casos, en que el proceso de agitación ha sido iniciado anteriormente y por razones que no tienen nada que ver con una medida de justicia penal, se encuentran muchos ejemplos en los que la agitación ha sido provocada directamente por un veredicto y una ejecución. Pequeñas pero innumerables "emociones del patíbulo".

En sus formas más elementales, estos revuelos comienzan con las incitaciones y a veces las aclamaciones que acompañan al condenado hasta la ejecución. Durante todo su largo paseo va sostenido por "la compasión de los que tienen el corazón tierno, y los aplausos, la admiración y la envidia de los bravíos y empedernidos".
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Si la multitud se agolpa en torno del patíbulo, no es únicamente para asistir a los sufrimientos del condenado o azuzar el furor del verdugo: es también para oír cómo aquel que no tiene ya nada que perder maldice a los jueces, las leyes, el poder y la religión. El suplicio permite al condenado estas saturnales de un instante, cuando ya nada está prohibido ni es punible. Al abrigo de la muerte que va a llegar, el criminal puede decirlo todo y los asistentes aclamarlo. "Si existieran unos anales en los que se consignara escrupulosamente las últimas palabras de los ajusticiados y se tuviera el valor de leerlas, si se interrogara tan sólo al vil populacho que una curiosidad cruel reúne en torno de los patíbulos, respondería que no hay culpable atado a la rueda que no muera acusando al cielo de la miseria que lo ha conducido al crimen, reprochando a sus jueces su barbarie, maldiciendo el ministerio de los altares que los acompaña y blasfemando contra el Dios cuyo órgano es."
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Hay en esas ejecuciones, que no deberían mostrar otra cosa que el poder aterrorizante del príncipe, todo un aspecto carnavalesco en el que los papeles están cambiados, las potencias escarnecidas y los criminales trasformados en héroes. La infamia se invierte; su valentía, como sus llantos o sus gritos, no hacen sombra más que a la ley. Fielding lo nota con pesar: "Cuando se ve temblar a un condenado, no se piensa en la vergüenza. Y todavía menos si es arrogante."
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Para el pueblo que está allí y contempla, existe siempre aun en la más extremada venganza del soberano, pretexto para un desquite.

Con más motivo si la sentencia se considera injusta. Y si se ve ajusticiar a un hombre del pueblo por un crimen que a cualquiera de mejor cuna o más rico le hubiese valido una pena relativamente ligera. Según parece, ciertas prácticas de la justicia penal no eran ya toleradas en el siglo XVIII —y desde más tiempo atrás quizá— por las capas profundas de la población. Lo cual daba fácilmente lugar cuando menos a comienzos de agitación. Puesto que los más pobres —y esto es un magistrado quien lo observa— no tienen la posibilidad de acudir a la justicia y hacerse escuchar por ella,
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allí donde se manifiesta ésta públicamente, allí donde son llamados a título de testigos y casi de coadjutores de dicha justicia, es donde pueden intervenir, y físicamente: entrar a viva fuerza en el mecanismo punitivo y redistribuir sus efectos; proseguir en otro sentido la violencia de los rituales punitivos. Agitación contra la diferencia de las penas según las clases sociales: en 1781, el párroco de Champré había sido muerto por el señor del lugar, a quien se trataba de hacer pasar por loco. "Los campesinos enfurecidos, porque eran en extremo adictos a su pastor, parecían al principio dispuestos a los mayores excesos contra su señor y preparados para incendiar su castillo... Todo el mundo protestaba con razón contra la indulgencia del ministerio que arrebataba a la justicia los medios de castigar un crimen tan espantoso."
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Agitación también contra las penas demasiado graves aplicadas a delitos frecuentes y considerados como de poca monta (el robo con fractura), o contra castigos para ciertas infracciones vinculadas a condiciones sociales, como el robo doméstico. La pena de muerte por este delito suscitaba mucho descontento, porque los criados eran numerosos, porque les era difícil en tal materia probar su inocencia, porque podían ser fácilmente víctimas de la malevolencia de sus patronos y porque la indulgencia de algunos amos, que cerraban los ojos, hacía más inicua la suerte de los sirvientes, acusados, condenados y ahorcados. La ejecución de estos criados daba lugar con frecuencia a protestas.
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Hubo un pequeño levantamiento en París en 1761 a causa de una sirvienta que había robado una pieza de tela a su amo. A pesar de haberla restituido, a pesar de las súplicas, el amo no había querido retirar su denuncia. El día de la ejecución, la gente del barrio impide que la ahorquen, invaden la tienda del comerciante, la saquean, y finalmente se perdona a la sirvienta. Pero una mujer que había estado a punto de acribillar con unas agujas al mal amo, fue desterrada por tres años.
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Del siglo XVIII se han conservado los grandes procesos en los que la opinión ilustrada interviene junto con los filósofos y algunos magistrados: Calas, Sirven, el caballero De la Barre. Pero se habla menos de todas las agitaciones populares en torno de la práctica punitiva. Rara vez, en efecto, han rebasado el marco de una ciudad, y a veces de un barrio. Sin embargo, han tenido una importancia efectiva. Ya fuese que esos movimientos, iniciados por la gente humilde, se propagaran y atrajeran la atención de personas de situación más elevada que, naciéndoles eco, les dieran una nueva dimensión (así, en los años que precedieron a la Revolución, los casos de Catherine Espinas falsamente convicta de parricidio en 1785; de los tres enrodados de Chaumont para los cuales escribió Dupaty, en 1786, su famosa memoria, o de aquella Marie Françoise Salmon a quien el parlamento de Rouen condenó en 1782 a la hoguera, por envenenadora, pero que en 1786 todavía no había sido ajusticiada). Ya fuese sobre todo que esas agitaciones mantuvieran en torno de la justicia penal, y de sus manifestaciones que hubiesen debido ser ejemplares, una inquietud permanente. ¡Cuántas veces, para asegurar la tranquilidad en torno de los patíbulos, fue preciso adoptar medidas "desagradables para el pueblo" y precauciones "humillantes para la autoridad"!
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Veíase bien que aquel gran espectáculo de las penas corría el riesgo de ser vuelto del revés por los mismos a los cuales iba dirigido. El terror de los suplicios encendía de hecho focos de ilegalismo: los días de ejecución se interrumpía el trabajo, se llenaban las tabernas, se insultaba al gobierno, se lanzaban injurias y hasta piedras al verdugo, a los exentos y a los soldados; se intentaba apoderarse del condenado, ya fuese para salvarlo o para matarlo mejor; suscitábanse riñas, y los ladrones no encontraban ocasiones mejores que las deparadas por el bullicio y la curiosidad en torno del cadalso.
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Pero sobre todo —y en esto es en lo que dichos inconvenientes se convertían en un peligro político—, jamás tanto como en estos rituales que hubiesen debido mostrar el crimen abominable y el poder invencible, se sentía el pueblo tan cerca de aquellos que sufrían la pena; jamás se sentía más amenazado, como ellos, por una violencia legal que carecía de equilibrio y de mesura. La solidaridad de una capa entera de la población con quienes podríamos llamar pequeños delincuentes —vagabundos, falsos mendigos, indigentes de industria, descuideros, encubridores, revendedores— se había manifestado muy persistente: la resistencia al rastreo policíaco, la persecución de los soplones, los ataques a la ronda o a los inspectores lo atestiguaban.
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Ahora bien, era la ruptura de esta solidaridad lo que se estaba convirtiendo en el objetivo de la represión penal y policíaca. Y he aquí que de la ceremonia de los suplicios, de esa fiesta insegura de una violencia instantáneamente reversible, era de donde se corría el riesgo de que saliera fortalecida dicha solidaridad mucho más que el poder soberano. Y los reformadores de los siglos XVIII y XIX no olvidarían que las ejecuciones, a fin de cuentas, no atemorizaban, simplemente, al pueblo. Uno de sus primeros clamores fue para pedir su supresión.

Para circunscribir el problema político planteado por la intervención popular en el juego del suplicio, basta citar dos escenas. Una de ellas data de fines del siglo XVII; se sitúa en Aviñón, y en ella se encuentran los elementos principales del teatro de lo atroz: el enfrentamiento físico del verdugo y del condenado, el cambio de la situación; el verdugo perseguido por el pueblo y el condenado salvado por el motín, e igualmente la inversión violenta de la maquinaria penal. Se trataba de ahorcar a un asesino llamado Pierre du Fort Repetidas veces "se había trabado los pies en los escalones" y no había podido ser lanzado al vacío. "Viendo lo cual el verdugo le había tapado el rostro con su jubón y le daba por debajo con la rodilla en el estómago y en el vientre. Y como el pueblo viera que le hacía sufrir demasiado y creyendo incluso que lo trataba de degollar por debajo con una bayoneta..., movido a compasión hacia el paciente y de furor contra el verdugo, comenzó a arrojarle piedras, y al mismo tiempo el verdugo abrió las dos escalas y arrojó al paciente abajo, y saltando sobre sus hombros lo pateó, mientras que la mujer del dicho verdugo le tiraba de los pies desde abajo de la horca. Al mismo tiempo, le hicieron echar sangre por la boca. Pero la granizada de piedras aumentó, y hubo algunas que alcanzaron al ahorcado en la cabeza, lo cual obligó al verdugo a arrojarse a la escala, por la que bajó con tan gran precipitación que cayó cuando iba a la mitad, y dio de cabeza en el suelo. La multitud se arrojó sobre él. Se levantó con la bayoneta en la mano, amenazando con matar a quienes se le acercaran; pero después de unas cuantas caídas y de haberse levantado de cada una de ellas, bien apaleado, todo enlodado y medio ahogado en el arroyo, fue arrastrado con gran agitación y furor del pueblo hasta la Universidad y de allí hasta el cementerio de los Franciscanos. Su ayudante, bien apaleado también y con la cabeza y el cuerpo magullados, fue llevado al hospital, donde murió días después. Mientras tanto, algunos extraños y desconocidos subieron a la escala y cortaron la cuerda del ahorcado, mientras otros recibían su cuerpo abajo tras de haber permanecido colgado por espacio de un gran miserere. Y al mismo tiempo, rompieron la horca, y el pueblo hizo pedazos la escala del verdugo... Los chiquillos se llevaron con gran precipitación la horca y la arrojaron al Ródano." En cuanto al ajusticiado, se le trasportó a un cementerio "con el fin de que la justicia no le echara mano, y de allí a la iglesia de Saint-Antoine". El arzobispo le concedió su perdón, lo hizo trasladar al hospital y recomendó a los oficiales que tuvieran de él un cuidado muy especial. En fin, agrega el redactor del atestado: "le mandamos hacer un traje nuevo, dos pares de medias y unos zapatos, y lo vestimos de nuevo de pies a cabeza. Nuestros colegas dieron uno camisas, otros más guantes y una peluca".
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La otra escena tiene lugar en París, un siglo más tarde. Es en 1775, inmediatamente después del motín de los trigos. La tensión, extremada en el pueblo, hace que se requiera una ejecución "decente". Entre el patíbulo y el público, cuidadosamente mantenido a distancia, una doble fila de soldados vigila, de un lado la ejecución inminente, del otro la revuelta posible. Se ha roto el contacto: suplicio público, pero en el cual la parte del espectáculo ha sido neutralizada, más bien reducida a la intimidación abstracta. A resguardo de las armas, en una plaza vacía, la justicia sobriamente ejecutada. Si bien muestra la muerte que da, es desde arriba y de lejos: "Hasta las tres de la tarde no se colocaron las dos horcas, de 18 pies de altura, sin duda para mayor ejemplo. Ya a las dos, la plaza de Grève y todos los alrededores habían sido guarnecidos por destacamentos de las distintas tropas, de a pie y de a caballo; los suizos y los guardias franceses seguían patrullando en las calles adyacentes. No se tolera a nadie en la plaza de Grève durante la ejecución, y se ve en todo el perímetro una doble hilera de soldados, con la bayoneta calada, colocados de dos en dos, de manera que unos miran al exterior, y los otros al interior de la plaza. Los dos desdichados... iban gritando a lo largo del camino que eran inocentes, y seguían con la misma protesta al subir la escala."
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En el abandono de la liturgia de los suplicios, ¿qué papel desempeñaron los sentimientos de humanidad hacia los condenados? En todo caso, hubo por parte del poder un temor político ante el efecto de estos rituales ambiguos.

Tal equívoco aparecía claramente en lo que podría llamarse el "discurso del patíbulo". El rito de la ejecución exigía, pues, que el condenado proclamara por sí mismo su culpabilidad por la retractación pública que pronunciaba, por el cartel que exhibía y por las declaraciones que sin duda le obligaban a hacer. En el momento de la ejecución, parece ser que se le daba además la ocasión de tomar la palabra, no para clamar su inocencia, sino para atestiguar su crimen y la justicia de su sentencia. En todo caso, las crónicas consignan buen número de discursos de este género. ¿Discursos reales? Indudablemente, en cierto número de casos. ¿Discursos ficticios que se hacía después circular a título de ejemplo y de exhortación? Sin duda éste fue el caso más frecuente. ¿Qué crédito conceder a lo que se refiere, por ejemplo, acerca de la muerte de Marión Le Goff, que había sido jefe de una banda célebre en Bretaña a mediados del siglo XVIII? Según dicen, gritó desde lo alto del patíbulo: "Padres y madres que me escucháis, vigilad y enseñad bien a vuestros hijos; yo fui en mi infancia embustera y holgazana, comencé por robar un cuchillito de seis ochavos... Después, robé a unos buhoneros, a unos tratantes de bueyes; finalmente fui jefe de una banda de ladrones, y por eso estoy aquí. Repetid esto a vuestros hijos y que al menos les sirva de ejemplo."
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Un discurso así está demasiado cerca, por sus términos mismos, de la moral que se encuentra tradicionalmente en las hojas sueltas, en los papeles públicos y en la literatura de venta ambulante, para que no sea apócrifo. Pero la existencia del género "últimas palabras de un condenado" es en sí misma significativa. La justicia necesitaba que su víctima autentificara en cierto modo el suplicio que sufría. Se le pedía al criminal que consagrara por sí mismo su propio castigo proclamando la perfidia de sus crímenes; se le hada decir, como a Jean-Dominique Langlade, tres veces asesino: "Escuchad todos mi horrible acción infame y vituperable, que cometí en Aviñón, donde mi nombre es execrable, por violar sin humanidad los sacros fueros de la amistad."
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Desde cierto punto de vista, la hoja volante y el canto del muerto continúan el proceso; o más bien prosiguen ese mecanismo por el cual el suplicio hacía pasar la verdad secreta y escrita del procedimiento al cuerpo, el gesto y el discurso del criminal. La justicia necesitaba estos apócrifos para fundamentarse en verdad. Sus decisiones se hallaban así rodeadas de todas esas "pruebas" póstumas. Ocurría también que se publicaran relatos de crímenes y de vidas infames, a título de pura propaganda, antes de todo proceso y para forzar la mano a una justicia de la que se sospechaba que era demasiado tolerante. Con el fin de desprestigiar a los contrabandistas, la Compagnie des Fermes publicaba "boletines" refiriendo sus crímenes. En 1768, contra cierto Montagne, que estaba a la cabeza de una banda, distribuye hojas cuyo propio redactor dice: "se le han atribuido algunos robos cuya realidad es bastante insegura... ; se ha representado a Montagne como una bestia feroz, como una segunda hiena a la que había que dar caza; las cabezas de Auvergne estaban todavía calientes, y esta idea tomó cuerpo".
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