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Authors: Julia Montejo

Tags: #Narrativa dramática

Violetas para Olivia (27 page)

BOOK: Violetas para Olivia
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—No lo hará hasta que nos hayamos ido.

—¿Cómo lo sabes?

—Tenemos nuestra contraseña. No te preocupes. El teniente solo nos ha dado unas horas y no nos las va a estropear. Bendita Navidad. Al menos me ha servido para verte.

¿Cómo no se va a preocupar? Si su padre se entera, le saca la piel a tiras. Literalmente. Olivia mira a su alrededor. ¿Quién será el dueño de aquello? Alguien muy ordenado, austero y muy pío. Se adivina la mano de una mujer en los visillos y en unos pañitos sobre la cómoda de palo de rosa. Sobre el cabecero de la cama hay un crucifijo muy sencillo.

—Pero no le has dicho quién era yo, ¿verdad?

—Que no, tranquila —le responde su amante mientras le besa la nuca. Miente y Olivia lo sabe, pero no tiene tiempo de enfrentarse a él. Un nuevo orgasmo cabalga desbocado desde la oscuridad y quiere atraparlo, retenerlo, enjaularlo para vivirlo eternamente. Sabe qué es lo que le gusta exactamente de este hombre: su exceso de testosterona, su piel morena, su aspecto de torero, y sus pocas palabras. Las mismas que ahora le hacen parecer misterioso y profundo y que años después Olivia tendrá que aceptar, con todo su dolor, que solo escondían la nada. El segundo orgasmo se aproxima. Olivia lo sabe y se deja llevar. La cama golpea la pared con furia, como tambores anunciando el comienzo del show. Solo que no se trata del comienzo sino del final. Y cuando termina y Manuel se deja caer sobre su cuerpo, ella mira hacia arriba y se topa con el crucifijo. Piensa que todo aquello tendrá su precio, y reza para que este no sea demasiado alto.

Se escuchan unas piedrecitas en el cristal. No sabe cuánto tiempo habrán estado sonando porque los sonidos del amor les han protegido de interferencias.

—Manuel, levanta. Mira a ver quién está en la ventana. Debe de ser tu amigo —le avisa Olivia moviéndole con fuerza.

Manuel se levanta, totalmente desnudo, sin pudor, y se dirige a la ventana. Olivia piensa en mirar para otro lado, pero después le puede la curiosidad, y de esta pasa a la admiración de un cuerpo esculpido por un artista griego. El uniforme yace en el suelo. La guerra no ha terminado, solo les ha permitido un furtivo paréntesis. Pero Olivia no sabe nada de la guerra. Su padre se ha asegurado de que continúe en una burbuja.

—¿Qué pasa? —pregunta Olivia nerviosa. Manuel sin girarse le hace un gesto con la mano para que espere. Escucha cuchicheos de la calle. No conoce al amable samaritano que le ha prestado la casa a Manuel para el encuentro.

—Está bien. Ya vamos —escucha decir finalmente a Manuel por la ventana.

Olivia se viste apresuradamente. Se han entretenido más de la cuenta. Menos mal que el padre está muy ocupado con los preparativos del cordero. Ella ha tenido que inventarse una indisposición aguda para quedarse en cama. Y en cama se ha quedado, sonríe para sí.

Cuando Olivia y Manuel bajan, les espera un hombre serio que viste el mismo uniforme... A Olivia le sorprende y le hace sentir mal. Un jovencito ridículo y manejable le hubiera resultado más cómodo, pero este caballero adusto, de mirada crítica y físico rotundo que no deja de mirarla la hace temblar. Manuel se da cuenta.

—¿Tienes frío?

Olivia asiente.

—Vámonos.

Pero Manuel todavía tiene que intercambiar un seco agradecimiento con su amigo.

—Gracias, Néstor. Te debo una.

El otro hace un gesto molesto y entra en su casa. Olivia y Manuel caminan por la calle empedrada, al amparo de las sombras, cuando Olivia tiene un presentimiento oscuro: Néstor acaba de entrar en su vida. Se vuelve hacia el edificio justo a tiempo para ver a Néstor, en la ventana del segundo piso, apagando las velas con sus dedos.

Los bomberos pronto se hicieron con las llamas. Pero José Luis no lo vio. Se había ido con su tía hacía apenas diez minutos, decepcionado, frustrado. Cuando el peligro de que el fuego se extendiera finalizó, Álvaro se volvió hacia Madelaine satisfecho.

—Cariño, creo que lo hemos conseguido. Acabamos de sobrevivir a nuestra primera crisis con éxito —dijo cogiéndola de la cintura como si los casi veinte años que habían pasado desde que rompieron no hubieran existido.

Madelaine se retiró con la excusa de lavarse en un barreño de agua que habían habilitado los sacadores. Necesitaba escucharlo con atención, sin ofenderlo. No lo quería a la defensiva pero lo sucedido con José Luis había sido muy desagradable y no iba a olvidarlo. Necesitaba desvelar además si tenía algo que ver con esa sensación de desazón tan fuerte que la embargaba, que le había hecho un nudo en el estómago y que llevaba a aceptar que todo estaba escrito.

—Cometí el error más grande de mi vida dejándote ir, Madelaine. No desaprovecharé esta segunda oportunidad.

—¿Me puedes explicar qué ha pasado con José Luis?

—¿Qué José Luis? —respondió bromeando.

—No tiene gracia.

Madelaine estaba muy seria. Álvaro suspiró y su rostro se tornó ceremonioso.

—Cásate conmigo.

Madelaine le miró atónita.

—Pero ¿por qué, por qué ahora?

—Porque no debimos separarnos. O sí debimos, para que llegara este momento —le dijo Álvaro sin dejar de mirarla con esa mirada seductora de largas pestañas que era capaz de hipnotizar casi a cualquiera. Madelaine dudó que aquello no fuera sino un sueño. Se retiró el pelo de la cara y la frente le quedó manchada de barro. Buscó apoyo mirando hacia los árboles que se quemaban antes de volverse hacia él.

—Tú no me quieres.

—Por supuesto que te quiero. Siempre te he querido, aunque actuase como un idiota. Era joven pero nosotros nacimos para estar el uno con el otro. No puede ser de ninguna otra manera. Si me dejas demostrártelo...

—No —respondió Madelaine. Sentía que eran su corazón y sus recuerdos quienes se habían hecho con el control del navío—. La gente no se casa así como así. Al menos, no se hacen proposiciones a desconocidos.

—Tú no eres una desconocida.

—Por supuesto que lo soy, hace casi veinte años que no nos vemos.

—Sigues siendo la misma. La gente no cambia.

—Vaya, pues esa parece una razón a tener en cuenta para no casarme contigo. Todavía recuerdo por qué rompimos.

Álvaro decidió recular. No iba por buen camino. No entendía por qué Madelaine era tan beligerante. Tampoco ella misma lo sabía. Luchaba en aquellos momentos con una única cosa: ser ella misma.

—¿Estás enamorada de otro? No puede ser ese José Luis. Es ridículo. Tú eres una Martínez Durango, eres condesa de Las Cumbres, una grande de España. Tu sangre merece unirse a otra de linaje.

Madelaine pensó que estaba escuchando a su tía.

—Mira, no sé qué te habrá servido mi tía Clara en el vino, pero debes haber perdido el juicio.

Álvaro la agarró con fuerza. Madelaine sintió sus manos como garras, y le desagradaron. Intentó desasirse sin éxito.

—Y si no lo has perdido, te estás equivocando. Suéltame —le ordenó.

—No puedo. Es nuestro destino, Madelaine. Todo nos conduce a ello, ¿no te das cuenta?

Madelaine no daba crédito a lo que sucedía. Álvaro, el siempre elegante y orgulloso, no podía estar perdiendo los papeles de aquella forma. Era frío y calculador. No creía que pudiera estar cegado de amor. Obsesionado por ella.

—Ya basta, Álvaro.

Madelaine se soltó y caminó hacia el coche de Álvaro. Entonces se percató de que le necesitaba para regresar a casa. Contempló la posibilidad de volver andando, pero enseguida la desechó.

—¿Me llevas a casa, por favor? —le pidió con frialdad.

Álvaro condujo en silencio, cosa que Madelaine agradeció. Deseaba estar en su dormitorio, darse una ducha, tomar un Orfidal y olvidarse del mundo hasta el día siguiente. Aquella noche se negaba a preocuparse, a pensar, ni siquiera a soñar. Fue apenas un cuarto de hora hasta que llegaron a la entrada de la casa palacio, un tiempo que a Madelaine le resultó desconcertante. Álvaro... no sabía qué estaría pensando. Su mirada estaba tranquila, su mandíbula relajada. Los dedos crispados de su mano derecha sobre el volante eran el único rasgo que denotaba que un torbellino sucedía por dentro. Cuando llegaron, Madelaine se bajó del coche sin siquiera despedirse, pero antes de que ella cerrara la puerta estalló la tormenta.

—Sé que a tu madre la mataron. Y yo sé dónde está.

Madelaine cerró la puerta de golpe. Su cerebro no fue capaz de procesar lo que escuchaba, no a la velocidad suficiente. Se quedó paralizada junto a la puerta. Álvaro bajó la ventanilla.

—Mi madre murió en un accidente de tráfico —le dijo Madelaine y en el rostro se instaló una inexpresiva máscara que hacía muchos años no utilizaba.

—No, no es verdad. Indaga un poco y te darás cuenta de que no miento. Apuesto a que no sabes dónde ocurrió exactamente el accidente. En el panteón de la familia no hay nada, eso te lo puedo garantizar.

Madelaine sintió que le hervía la sangre. ¿Cómo podía saber cosas ese, ese...? Su cerebro hurgó en el lenguaje para encontrar el epíteto adecuado. Y no lo encontró. Porque no lo entendía.

—Bien, dime lo que sabes.

—Son secretos de familia.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que solo te los podría contar si fueras mi esposa —respondió con seguridad.

—¿Me estás chantajeando?

Álvaro se encogió de hombros y suspiró.

—Madelaine, yo te quiero. Siempre te he querido. Y haría lo que fuera por estar contigo.

—¿Y si yo no te quiero?

—Yo no te soy indiferente. Hasta ahí al menos estarás de acuerdo. Nosotros hemos nacido para estar juntos.

Madelaine hubiera deseado decir que le repelía, que le daba asco incluso; pero lo cierto era que la perspectiva de estar en brazos de aquel hombre resultaba sumamente turbadora. Todavía recordaba sus besos, besos en las escaleras, y en la moto por la noche, que sabían a gin-tonic y a tabaco —por aquel entonces Álvaro fumaba—. Besos clandestinos y envidiados, besos seguidos de manos seguras que hacían su cuerpo estremecer. Resucitaban las sensaciones en sus papilas, que al ser estimuladas se abrían con ese dolor eléctrico que al instante se transformaba en un casi orgasmo dulce y excitante. Y ese abandonarse, someterse a la voluntad de otro tan agradablemente. Nunca fueron más allá. Ella siempre pensó que había sido porque Álvaro la respetó, porque ella hubiera perdido la virginidad con él sin dudarlo. Pero cuando parecía que iba a suceder, cuando la relación había cogido velocidad, él la dejó por otra. Las lágrimas ocuparon el lugar de los besos, y el dolor insoportable al romperse por dentro dejó su corazón hecho añicos tan pequeños que algunos quedaron incrustados para siempre en su carne. Ya no dolían pero sí dejaron minúsculas cicatrices, las mismas que en su momento le hicieron realizarse una promesa. Nunca más dejaría de ser ella por culpa de un hombre. Si Madelaine hubiera sabido que años después iba a tenerle a él tan dispuesto, tanto para incluso chantajearla... ¿Qué había pasado entre medias para que él cambiara de aquella manera? Debía de quererla, al menos a su manera. Álvaro era un soltero de oro. Sin duda, no tendría problemas para encontrar pareja. ¿Por qué ella? Su instinto le decía que Álvaro no era capaz de amar profundamente, de compartir de tú a tú. ¿Por qué esa obsesión?

—No, no me eres indiferente, pero eso no basta —dijo Madelaine tras unos segundos.

—Te equivocas. Lo que sientes por mí es mucho más de lo necesario.

—¿Qué sabes de mi madre?

—Cásate conmigo y lo averiguarás.

—Me estás chantajeando.

—Te estoy haciendo la mejor propuesta de tu vida. La oportunidad de crear algo grande. Y solo podemos hacerlo juntos —le aseguró Álvaro—. Lamento que las cosas hayan sucedido de esta manera pero no de que las cartas estén sobre la mesa.

Álvaro subió el cristal de la ventanilla, dando la conversación por terminada. Una vez más, controlaba la situación. Madelaine le miró furiosa. No podía meterse en casa así, sin saber. Pero no tenía opción. Álvaro no volvió a mirarla. Arrancó el coche y se fue.

Madelaine entró en la casa palacio. La cancela estaba abierta, cosa extraña conociendo la obsesión de su tía con los ladrones. Una pequeña lámpara sobre la cómoda de estilo colonial alumbraba el enorme y silencioso hall del que surgían las escaleras. Su tía Clara estaba sentada bajo la escalera, en una butaca también de estilo castellano, tan quieta como puede estar un ser vivo. Madelaine no se dio cuenta de su presencia hasta que habló.

—¿Has aceptado? —le preguntó la tía Clara muy seria.

—¡Tía! Me has dado un susto de muerte. ¿Qué haces aquí?

—Esperarte. ¿Has aceptado?

Los ojos de su tía brillaban en la oscuridad. Tal vez el susto, o el humo que había tragado, o el aturdimiento por lo que le había dicho Álvaro respecto a su madre, o la sensación de chantaje, o quizá una mala conciencia por no sabía qué, o todo junto, hizo que Madelaine se tambaleara y se apoyara en un recibidor de estilo chino que nunca supo de dónde había salido.

Al amparo de las sombras, Inmaculada y Rosario entran cuchicheando, con las manos entrelazadas. Rosario hace que Inmaculada se detenga antes de llegar a la escalera, la apoya contra el aparador chino y le susurra al oído.

—Dime que me querrás siempre.

E Inmaculada, con una barriga dura, increíblemente grande, responde:

—Siempre.

Las dos mujeres se besan con una ternura y una pasión como jamás ha acontecido entre aquellos muros. Las paredes perciben las vibraciones de amor sincero y tiemblan extasiadas, aspirando sedientas cada gota de la exquisita esencia que se derrama. Es imposible imaginar mayor felicidad. Al margen del pasado o del futuro, el presente va a quedarse insertado en la carne de ambas para siempre. Se sienten más vivas y plenas que nunca, y por ello quisieran morir en aquel preciso instante. Morir para vivir eternamente.

—Por fin aparecéis —dice Clara sorprendiéndolas. El pelo negro, recogido en un moño bajo, brilla con la luz de la luna que se cuela desde la ventana del patio interior. Las dos mujeres se vuelven hacia ella asustadas pero no rompen el lazo entre sus manos. Se necesitan. Son una.

Clara las mira sin decir más, esperando. Sabe que la que rompa el silencio perderá y no va a ser ella. Ella acaba de convertirse en el ama del mundo. Como predijo su hermana, a partir de aquel mismo instante dominará a su familia. La que la precede y la que vendrá.

—¿Por qué? —pregunta Rosario.

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