Madelaine, una joven doctora de treinta y seis años, se ve obligada a regresar a la casa que sus antepasados, los Martínez Durango, tienen en San Gabriel tras la muerte de su tía Rosario. Los Durango, la principal familia del pueblo, es dueña de la mayor parte de las tierras y de los más prósperos negocios, pero también pesa sobre ellos una larga leyenda de infortunio y numerosas habladurías...
Para Madelaine, que siempre sintió aversión hacia la casa y todo lo que la rodeaba, su vuelta significará el reencuentro con su otra tía, Clara —una anciana de carácter dominante y aferrada a un mundo que ya no existe—, y con su pasado. Un pasado oscuro en el que flotan demasiadas preguntas jamás resueltas: ¿qué sucedió con su abuela Olivia, que fue borrada de la historia de la familia? ¿por qué su madre desapareció sin siquiera despedirse de ella? ¿qué relación unía a su madre con sus tías?
Julia Montejo
Violetas para Olivia
ePUB v1.1
Zalmi9015.06.12
A las mujeres que no se resignan
a jugar con las cartas
que les ha dado la vida.
A mi madre
«Lo que diferencia al hombre del animal
es que el hombre es heredero
y no mero descendiente.»
ORTEGA Y GASSET
«Espero encontrar mi alma a la vuelta de una esquina y soñar que los jardines colgantes existen más allá de un palacio medieval...» Ese pensamiento extraño, así articulado, circulaba por la cabeza de Madelaine cuando se sentó en una fría lápida del cementerio de San Gabriel. Había recorrido muchos kilómetros para estar allí en aquel preciso instante. Miles de kilómetros desde la oscura madriguera por ella elegida en la que se sucedían el tiempo y los malhadados acontecimientos que conformaban su biografía como cuentas de un collar asfixiante por lo finito.
Magdalena, según el registro oficial del censo, siempre fue Madelaine. Su madre, María Inmaculada Sahagún y Frías, se empeñó en ponerle un nombre que simbolizara la obra de su adorado Proust, obligándola de por vida a tener que explicar por qué llevaba un nombre francés una mujer nacida en un pueblo de la sierra onubense, de padre andaluz y madre navarra. Madelaine había tenido ya varias vidas dentro de su vida y, a pesar de ello, sentía a menudo que su existencia transcurría como gotas de agua formando una estalactita. Quizá porque había vivido confinada durante su niñez y adolescencia, expuesta a escasas relaciones sociales, en los últimos años había buscado con avidez la compañía de cientos de personas, en especial del género masculino. Una tarea que no resultaba complicada para una mujer todavía joven que, como ella, contaba además con buena presencia. Pero Madelaine tenía un gran talento para elegir hombres triviales y poco dados a la generosidad emocional. Seguramente porque todavía no lo había encontrado a él.
Un soplo de brisa de la sierra acarició sus brazos desnudos y arrastró unas briznas de hierba seca que habían pasado la noche sobre la tumba de Rosario. La lápida era de mármol negro cuervo, Mongolian Black, especificaba la factura que ella misma había pagado hacía un mes escaso. Justo el tipo de material que su tía nunca hubiera elegido para sellar su cuerpo. Pero claro, a los muertos no se les pregunta, y la gente como Clara prefiere pensar que sabe mejor que nadie lo que es apropiado para cada persona. Su tía se descomponía bajo la tierra, volvía al polvo del que venimos, ese del que habla la Biblia. Madelaine intentaba no pensar mucho en la putrefacción de la carne. Confiaba en la parte espiritual del ser humano, la que no podía explicar y que provenía de sensaciones antiguas y misteriosas, sentidas en momentos muy concretos de su vida. Estaba segura de que un ángel de la guarda cuidaría de ella para no consentir que los gusanos corroyeran su cuerpo. Y sí, el ángel en verdad existía, aunque pocos creerán que eso sea posible. En realidad, no es inusual, aunque sí un privilegio, que muchos contemos con un ángel, una presencia, espíritu, fantasma, espectro, o como quieran llamarle, que viaja por esta vida con nosotros.
El sol, que se desplomaba con indolencia allá donde la avara sombra del ciprés no protegía, transportó a Madelaine a aquella mañana insólita, la última de unas estúpidas vacaciones en el Caribe. Ella no era precisamente una aficionada a los asuntos del más allá, pero, por circunstancias que ahora no vienen al caso, su novio de entonces se empeñó en visitar a una reputada bruja. La bruja en cuestión se llamaba Isabel y vivía en Catia, uno de los barrios humildes de Caracas. Madelaine no pudo evitar conducir la mirada hacia sus pies. Las sandalias franciscanas se parecían mucho a las que llevaba aquel día al bajar del taxi. Los pies casi desnudos se le habían mojado. Acababan de regar la zona baja de la barriada, en un intento por retener la frescura de la noche que desaparecería aplastada por el pegajoso calor del final del verano mucho antes de que el reloj marcara el mediodía. En menos de una hora, todas aquellas microscópicas gotas de agua estarían flotando hacia arriba, hacia los límites de la pobreza. Diez años después, Madelaine continuaba recordando la terrible desazón que sintió al contemplar una Venezuela que no aparece en las guías turísticas: la de la parte alta de los cerros donde los niños visten de mocos y sus madres los multiplican sin cesar mientras los hombres gastan en cerveza Polar y en prostitutas de dramáticas curvas construidas a base de arepa. ¿Qué hacía ella allí y con aquel hombre que ni siquiera le gustaba? Por un momento, sentada sobre la lápida de su querida Rosario, realmente la única madre que de verdad había conocido, Madelaine sintió que se desprendía de su cuerpo y que viajaba en el tiempo y en el espacio para observarse a sí misma con total frialdad en aquel exuberante ambiente caribeño, tan ajeno a su vida y a sus circunstancias. ¿Es que no tenía ya bastante con su propia tragedia? ¿Cómo se le había ocurrido visitar un lugar en el que hasta el tiempo pasaba de largo y el futuro no existía? Dos cosas jamás olvidaría de aquella tarde: que existen barrios sin cielo, cosa que se prometió no olvidar nunca, y la clara visión que tuvo la bruja Isabel de su ángel de la guarda. Según la descripción de la vidente, se trataba de una antepasada, de piel transparente, ojos azul claro, y muy rubia, con unos marcados hoyuelos en las mejillas.
Al principio, aquella historia de una pariente protegiendo sus pasos le pareció una soberana tontería. Además Madelaine no sabía de quién le hablaba. No conocía a nadie con esas características, ni siquiera había nadie tan rubio en su familia. Ella era morena, de piel pálida y rasgos morunos. Sus ojos castaños y grandes, rasgados y profundos, evocaban permanentemente una canción de amor francesa, aunque ella se habría burlado de quien le hubiera dicho algo así. Madelaine era hermosa, mucho más de lo que se creía. Entonces tenía veinticinco años. La sorpresa vino poco después, ya en España. Intentando poner un poco de orden entre los pesados y polvorientos baúles y maletas que se acumulaban en el desván de la casa palacio de San Gabriel, heredada el día en que cumplió dieciséis años, encontró unas fotografías de su abuela Olivia, rubia, de piel pálida y ojos claros y, curiosamente, con unos irresistibles hoyuelos en las mejillas. Tal y como la había descrito la bruja de Caracas. Y todo volvió a ella. Recordó a aquel ser volátil que aparecía y desaparecía de la casa cuando era niña. ¿Cómo había podido olvidarla? Su recuerdo había quedado encerrado bajo llave en alguna de las mazmorras de su cerebro. Lo curioso es que cuando salió de nuevo a la luz, Olivia no había sido reducida a cenizas, a un fantasma esquelético y desmejorado, sino que empezó a brillar con una luz cálida e incluso sensiblemente corpórea.
Madelaine no lo sabía entonces, pero la genética de Olivia había quedado impresa no en su físico, sino en su carácter. Por supuesto, las circunstancias de su vida no tenían nada que ver y, claro está, también hay que contar con la dosis del libre albedrío, pero sí, definitivamente, Madelaine y Olivia tenían mucho en común, y, en concreto, una tendencia natural a cometer el mismo tipo de errores. De hecho, enseguida la nieta se dio cuenta de que su abuela debía de haber sido alguien cuando menos interesante para que se evitara pronunciar siquiera su nombre, ni aparecieran retratos u objetos personales suyos por lugar alguno de la casa palacio. Era como si todos se hubieran puesto de acuerdo para borrar su existencia. Sin embargo, al encontrar las fotos en el desván, Madelaine recordó una calurosa tarde de verano. En uno de los salones interiores, esos que se ventilan abriendo las ventanas de las habitaciones laterales por las noches, se encontraban, como todos los lunes y martes, la modista de la familia y sus tías. Las tres mujeres disfrutaban los momentos magistralmente orquestados de silencio y confidencias, moscatel dorado y rosquillas de azúcar que las monjas les enviaban puntualmente todos los domingos y fiestas de guardar. En aquel salón, fresco en verano y en el que no faltaba un buen brasero bajo la mesa camilla en invierno, la modista se sentía una privilegiada y las tías comunicadas con la gente del pueblo. Madelaine solía echar la siesta en la habitación de al lado, pero aquella tarde hacía demasiado calor aun dentro de la casa y no podía conciliar el sueño. Deseaba que la modista le hiciera un vestido de tirantes como el que llevaba la hija de una asidua aristócrata de la prensa rosa, única novedad editorial que entraba en la casa desde que su madre falleció y solo gracias al empeño de la tía Rosario. Madelaine había cortado una flor de la terraza para mostrarle el color exacto a la modista, pero temía que a la tía Clara le pareciera una frivolidad. A la tía Clara casi todo le parecía una frivolidad. El negro, el gris, el crema y algún estampado de flores pequeñas y discretas para los días más calurosos eran, según ella, los únicos colores que podía llevar una mujer decente. Madelaine, entonces una niña de nueve años, se armó de valor, cogió la violeta que había metido en su libro de cuentos favorito y entró en el cuarto de costura. No pudo ir muy lejos con su petición. Enseguida la tía Clara, hecha un basilisco, le arrancó la flor de la mano diciendo que era un color estúpido. Un color odioso, sentenció saliendo de la habitación. La modista se volvió hacia la tía Rosario confundida con aquel arrebato, del todo incomprensible en una persona tan medida como era la tía Clara. La tía Rosario le explicó que el lila era el favorito de Olivia. Madelaine no recordaba a Olivia, pero antes de que pudiera hacer ningún tipo de averiguación la mandaron a jugar al patio. Al día siguiente habían desaparecido todas las violetas de los maceteros de la terraza.
Cuando Madelaine encontró las fotos tenía veinticinco años. Para entonces, en la casa palacio del pueblo solo vivían sus tías. Madelaine recordaba todavía que fue tras su estancia con las monjas, después de la desaparición de su madre, que las seis personas internas al servicio de los Martínez Durango se marcharon para siempre. Interrogada por la niña, la tía Clara replicó cortante que los había despedido porque eran un hatajo de vagos, y que podían arreglárselas perfectamente solas, dado que ahora iban a ser solo ellas tres. Y era verdad: de repente eran solo tres. Su abuela, su padre y su madre ya nunca volverían. El numeroso servicio, que antaño había ocupado las habitaciones de la antigua caballeriza, quedó desde entonces reducido a dos mujeres del pueblo vecino que venían durante el día a mantener la casa y a planchar. La tía Rosario no intervino en los arreglos domésticos aunque Madelaine recordaba que durante meses anduvo sumida en una tristeza oscura que la mantuvo recluida casi todo el día en su habitación. Madelaine niña aceptó los cambios que habían ocurrido en su ausencia con desconcierto. Su madre ya no estaba y la echaba de menos, especialmente por las noches, al acostarse. Le dolía tanto su ausencia que enseguida sustituyó su recuerdo por el de las monjas con las que había convivido durante unas semanas. Las monjas eran seres encantadores, casi mágicos, con sus túnicas crema, sus sonrisas permanentes, su olor a rosquillas y chocolate, y sus manos frescas en las noches calurosas. Enseguida se vio envuelta por el deseo de aquellos seres celestiales y alegres de hacerla feliz. No fue difícil disfrutar en aquel ambiente ligero, tan distinto del de la casa palacio de los Martínez Durango. Figuras de plastilina y cuentos, pilla pillas y sombras chinescas, natillas y sopa de fideos. El convento era lo más parecido al paraíso que Madelaine jamás conocería. Y como paraíso, tenía fecha de caducidad. Cuando regresó a su casa, su tía Clara la citó en el despacho del abuelo y le comunicó que su padre y su abuela habían tenido un accidente de coche y no volverían. Madelaine la miró confundida. Tenía solo cuatro años. ¿Y su mamá? La tía Clara tardó en responder. Bajó la vista hacia unos documentos y respondió: su madre había salido de viaje y tardaría un tiempo en regresar. El silencio de su sobrina cuando esperaba un pequeño drama la desconcertó, y levantó la cabeza. Niña y mujer se miraron intensamente durante unos segundos interminables, temiendo pronunciar cualquier palabra inconveniente más allá de lo puramente necesario. Madelaine, con el labio inferior tembloroso, preguntó que por qué se habían ido todos, así, sin despedirse. ¿Había hecho ella algo mal? ¿Estaban enfadados? La tía Clara le aseguró que no pero fue incapaz de reaccionar ante las lágrimas que rodaban silenciosas por las mejillas de la niña. Le dijo entonces que la perra
Manuela
acababa de tener ocho perritos. Esto era algo que Madelaine sí podía entender y la visión de los cachorrillos le hizo aparcar, en su organización del mundo, el recuerdo de un padre que no había significado nada para ella y una abuela que viajaba sin cesar y apenas paraba en casa.