La tía Clara la miró decepcionada.
—Hay que ver lo que cuesta que entiendas las cosas —se despidió saliendo por la puerta con el sobre en la mano—. ¡Son nuestras monjas, Madelaine!
Nuestras monjas. El adjetivo posesivo se quedó flotando en la cocina como una pesada losa. En San Gabriel, ¿qué no era de la familia Martínez Durango? El famoso sobre que las monjas recibían puntualmente todos los comienzos de mes desde hacía cuarenta y siete años era fruto de la lotería. Sí, a los Martínez Durango les tocó la lotería. A Madelaine, que nunca jugaba a nada, le parecía que las loterías y los juegos de azar eran cosa de gente humilde que sueña con cambiar de vida de un día a otro; o de ricos muy ricos, avariciosos que nunca tienen bastante. En el primer caso le parecía hasta comprensible, aunque sentía lástima por el dinero sacrificado en décimos y maquinitas de bares, que hubiera estado mejor invertido en ellos mismos. Un el segundo caso, le daba asco. El hecho de que un rico comprara un billete tenía algo de repugnante. Era obsceno e injusto que alguien que no adolecía de lo material fuera premiado por la suerte. Los Martínez Durango, ya inmensamente ricos de por sí, habían sido grandes aficionados a la lotería, y su persistencia fue recompensada con el Gordo de Navidad.
Pero como también eran muy píos y tendían a ver la presencia divina en todos los acontecimientos que los rodeaban, tanto en los afortunados como en los desgraciados, sintieron que aquel dinero no podía ir a su bolsillo. Al menos, no directamente. La conciencia del abuelo de Madelaine, don Néstor, dueño del décimo premiado, le advirtió de que aquel dinero, caído del cielo, ganado con tanta facilidad, podría convertirse en una manzana podrida. Y ya se sabe lo que es capaz de desencadenar una manzana podrida. Don Néstor, que según su hija Clara fue un santo «que tuvo que apechugar con lo suyo», decidió que emplearía el dinero en agradecer a Dios su infinita bondad con algo que sirviera para expiar el alma de los Martínez Durango. En realidad, pensaba sobre todo en el alma de su esposa Olivia, pues, como todos sabían, la vida que había elegido estaba reñida con la tradición católico-cristiana tradicional, estandarte y salvoconducto al paraíso de la familia durante todo el siglo XX. Olivia les había abandonado un día para no volver jamás, aunque en realidad sí que volvió, y, pese a que los hijos no lo sabían, volvió a petición de don Néstor, para ayudarle en un asunto que solo ella podía arreglar. Desde entonces, su actitud hacia la esposa descarriada cambió, aunque, por supuesto, no lo suficiente como para modificar su testamento. Como seguía sin fiarse de ella, decidió hacer lo posible por salvar su alma. Una mañana, don Néstor comunicó a sus hijos que él no podía permitir que su esposa ardiera en las llamas del infierno, porque, si bien su pecado era enorme e imperdonable, había en el fondo de su alma un resquicio de bondad por el que merecía la pena rezar. Ese era su deber cristiano. El dinero de la lotería fue puesto así a disposición del alma de Olivia en intercesión ante el Divino. Invirtió el importe íntegro en una fundación de monjas que pudieran ejercer una acción social, principalmente de educación de niñas y de cuidado de ancianos.
El primer paso era encontrar a las monjas en cuestión. Sus ancestros tenían raíces vascas y él, que era un hombre de fuerte carácter bajo un lustroso barniz de exquisita educación y que había sido criado en un matriarcado, se puso personalmente manos a la obra para encontrar las monjas más adecuadas para su fundación. Como toda empresa en la que se embarcaba, el nombre de los Martínez Durango no podía quedar manchado por una mala decisión: las monjas deberían ser algo realmente especial, ángeles de otro mundo que tocaran con su luz las miserias del pueblo. Así fue como el abuelo de Madelaine, junto a su hermana, la tía Alfonsa, salieron de viaje hacia el norte, en busca de una congregación que aceptara el reto. ¿Que por qué fueron hacia el norte? Una razón de peso guió su decisión: su difunta madre. Don Néstor había perdido a su madre siendo muy niño, pero la recordaba como un ángel de piel muy blanca, cabello azabache, alta, delgada, de pocas palabras y con un acento distinguido a pesar de haber sido una sirvienta en su juventud. Don Néstor pensó que sería maravilloso tener una pequeña legión de mujeres como aquella en el pueblo. Se veía ya como protector y benefactor de aquel grupo de religiosas que lo adorarían con devoción y lo cuidarían como si de un niño Jesús se tratara. Quizá su esposa no fuera jamás capaz de cumplir con sus deberes, pero, sin duda, aquellas monjitas podrían cubrir con creces su necesidad de aprecio y engalanarían su imagen pública. ¿Quién dudaría de su santidad rodeado por aquellas almas puras? La vida le había puesto una pérfida fémina en el camino, pero él iba a demostrar que no había sido culpa suya y que don Néstor era solo la víctima de una mujer fatal.
El viaje para encontrar a sus futuras monjas se convirtió en una especie de aventura en busca del Santo Grial. Don Néstor y su hermana soltera doña Alfonsa viajarían el tiempo que fuera necesario hasta encontrar a esas vestales que se consagrarían al cuidado del pueblo. Doña Alfonsa, hermana mayor de don Néstor, que por aquel entonces tenía ya sesenta y dos años, era un ser odiado y temido en San Gabriel y su partida fue recibida como un regalo entre el servicio de la casa. Ella había sido la que había ordenado al capataz de don Néstor que se pagara a los trabajadores los domingos después de misa de seis y media de la mañana. De esa forma se aseguraba de que solo los que estaban en paz con el Señor y cumplían con sus obligaciones de buenos cristianos recibieran el fruto de su trabajo. Su fervor religioso era famoso en San Gabriel. No había misa en la que no se pidiera por ella y sus familiares, ni persona que durmiera a su servicio que no se viera obligada a la confesión semanal. Quizá fue su afición por los rosarios lo que le llevó a la colección de cuentas. Cuentas preciosas. Se decía que en cierta ocasión había querido viajar a la India para ayudar a los más desfavorecidos. Ayudarlos comprando las joyas que, según había oído, vendían a precios de risa. Sea o no esta una historia verdadera, lo que sí existía, como Madelaine había podido comprobar de niña, era una enorme caja fuerte empotrada en la pared donde se guardaban las joyas por ella acumuladas.
Tras más de mes y medio de peripecias por el norte de España, por fin dieron con lo que buscaban. La congregación de las Hermanas de la Dolorosa era una orden pequeña pero que había recibido gran número de vocaciones en los últimos años entre jóvenes vascas. La casa madre estaba desbordada y buscaban nuevas sedes donde poder llevar a cabo su labor social. Las jóvenes novicias, de origen humilde, hacían gala de una austeridad y seriedad fuera de toda duda. Más aún, a los Martínez Durango les sorprendió la belleza de muchas de ellas, mujeres de rostros pálidos, ojos espirituales y cuerpos largos y esbeltos. La superiora inmediatamente asignó un grupo de seis a la misión y acordaron que la familia Martínez Durango les cedería una de sus casas y que garantizaría su manutención. A cambio, ellas se consagrarían a labores asistenciales y de formación. El plan consistía en que las monjas organizaran una escuela para las niñas del pueblo donde pudieran recibir educación primaria e instruirse en corte y confección, cocina y el resto de labores propias de su género. Con el tiempo, la enseñanza se ampliaría para que las muchachas más trabajadoras y necesitadas pudieran también estudiar contabilidad, taquigrafía y mecanografía, e integrarse, hasta el día de su matrimonio, al mundo laboral como secretarias.
Madelaine poco había vivido de aquella realidad. Ella no tuvo el privilegio de mezclarse con los demás niños del pueblo. En cuanto cumplió doce años fue enviada interna a un prestigioso colegio para señoritas de buena familia en las afueras de Sevilla. De nada valieron sus súplicas para quedarse en San Gabriel. La tía Clara había estimado ya que debía irse por su bien. Y así consiguió, además, que Madelaine pasara los veranos y el resto de vacaciones aislada, sin posibilidad de hacer amigos en el pueblo, observando tras las rejas cómo los niños pasaban por delante de su casa riendo, peleándose, haciendo mil planes, charlando de mil secretos.
También a ella, de niña, las monjas de la Fundación Martínez Durango le parecían ángeles. Cuando tuvieron que alejarla de la tragedia, estuvo viviendo con ellas varias semanas que quedaron para siempre en su recuerdo como las más felices de su vida. Más aún por el duro despertar que la esperó al volver a la casa de los Martínez Durango. Después de aquella estancia, ya solo las veía cuando pasaban por la casa a traerles dulces de Navidad y de Semana Santa, o en la iglesia, cuando cantaban las misas solemnes por las almas de sus difuntos... Sor Ángela, sor Concepción, sor Lucía..., una caricia de ellas, una simple mirada, bastaban para que Madelaine soñara con aquellos seres de otro mundo, envueltos en hábitos color crema que parecían flotar y que tan poco tenían que ver con las monjas que regentaban su colegio: de vestimentas negras, morenas, gorditas, bajitas y sumamente terrenales, siempre con un enorme sello de oro en el dedo anular preparado para dar un coscorrón a la niña que no se supiera la lección, no dejara la ropa sucia en el cesto o se hiciera la remolona para ducharse.
Madelaine mojó la sabrosa torta de Castilleja de Inés Rosales en el café con loche. En Navarra, siempre tomaba el café pelado.
Al saborear ahora la torta crujiente, sintió los sabrosos chispazos de ajonjolí y de anís que tanto le gustaban, y su madre, con su media melena francesa, su bata de raso color marfil y las gafas de pasta negra que se colocaba nada más levantarse de la cama, se apareció sentada también a la mesa, en la misma silla de siempre, disfrutando con su sentimental actuación de heroína romántica:
—Me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba...
Madelaine se echó a reír, y su carcajada liviana inundó la cocina.
—Pero, mamá, ¡qué cursi! Muy cursi —matizó con intención.
Inmaculada repetía esas frases de Proust en todos los desayunos pero cada vez con una entonación diferente. Una vez hacía de mujer feliz, otra de mujer desgraciada. En ocasiones se pintaba un bigote con el carbón de la cocina y actuaba como un señor muy estirado. Otras se ponía un moño muy alto. O unas coletas de colegiala. Siempre gesticulando con gracia.
—Hoy soy Madame Bovary.
—¿Quién? —preguntó Madelaine abriendo sus enormes e ingenuos ojos de niña con curiosidad.
—Soy una señora harta de su vida provinciana, su insustancial marido y su anodina vida sexual. Busco aventuras, pasión y excitación —dijo alzando la cuchara como si de una espada se tratara—. Seré una consumista manirrota, adicta a las boutiques y a los sombreros, una adúltera sin corazón, una hedonista sin escrúpulos. Seré una mujer dura e independiente a lo Bette Davis y me pondré el mundo por montera.
Madelaine no entendía nada. Demasiada información para una niña de tres años. Inmaculada, a veces, parecía olvidar la edad de sú hija, y hablaba sin esforzarse por que la entendiera. Necesitaba comunicar, y Madelaine, ahora, comprendió que su madre debía haberse sentido muy aislada en San Gabriel. Su padre no estaba nunca, la abuela iba y venía sin prestarles ninguna atención, y la tía Rosario había sido enviada a cuidar de unas propiedades en la sierra. Solo quedaba la tía Clara, y el servicio.
Madelaine vio cómo su madre se deshinchaba ante sus ojos. Inmaculada bajó la cuchara y comenzó a revolver el café lentamente, con la mirada perdida en los círculos concéntricos que se plegaban sobre sí mismos.
—No importa. Yo no me imagino con un ridículo sombrero de plumas en la cabeza —reconoció.
—Una montera sí te quedaría bien —la animó la niña sin saber muy bien qué era eso—. Los toreros llevan montera, ¿no? Y están muy guapos. Papá dice que llevan montera, no gorro.
A su padre el mundo taurino le entusiasmaba y las pocas conversaciones que tenía con su hija eran para versarla sobre el tema. Paco Camino era el torero más elegante, el Cordobés, un valiente, y el de Linares iba a convertirse en una gran estrella. A todos los conocía personalmente. Con todos había chocado saludo. De todos sabía anécdotas. Como la del torero que en Las Ventas fue presentado al doctor Marañón e impresionado por su profesión dijo: «Hay que
ve.
Hay gente
pa to
en
er
mundo». O la del café Gijón, donde, en una reunión de toreros, a un torero roñoso se le cayó un duro, y otro, fastidiado con sus miserias, prendió fuego a un billete de cien pesetas para alumbrarle y poder encontrarlo. Su padre siempre terminaba la conversación prometiéndole que pronto la llevaría a la Maestranza y que allí juntos verían los toros desde la barrera.
Su madre sonrió con ternura y le acarició la mejilla. Madelaine sintió su mano reconfortante y la agarró para retener unos segundos más sobre su rostro el calor dulce que desprendía. Cerró los ojos y sonrió: su madre estaba allí.
El timbre de la puerta principal obligó a Madelaine a abrir los ojos. Le dio un último bocado a la torta de aceite, apuró el café con leche y se apresuró escaleras abajo. Al pasar por uno de los espejos del pasillo se fijó en que ni siquiera se había peinado, pero otro pensamiento la entretuvo. Entre los dientes se le había quedado una semilla de anís. Se preguntó por qué no compraba esas tortas de Castilleja en Navarra. La globalización llevaba los sabores de Andalucía a cualquier lugar; pero no era lo mismo. Sentía que pasaba un poco como con la manzanilla. En más de una ocasión había intentado llevarse unas botellas de manzanilla a Navarra. Al abrir allí la botella, todo el encanto del pálido líquido dorado se había perdido. Cada cosa tiene su lugar, y era justo que fuera así. Además, Madelaine sentía que allí, en el norte, a pesar de su espléndida gastronomía, se había olvidado de comer, simplemente se alimentaba. Había perdido el placer de la comida, ese con el que había experimentado sensaciones deliciosas en su infancia. Al final, son las cosas pequeñas y sencillas las que dan la felicidad, pensó. Y la felicidad puede estar en un instante tan efímero y a la vez tan satisfactorio como la que te produce una perfecta torta de Inés Rosales en la boca.