—Así que os conocisteis en el Liceo —comenta Olivia.
—Sí, y gracias a una indisposición de la mujer del catedrático de Literatura Inglesa —explica Inmaculada—. El Círculo del Liceo no permite que las mujeres se hagan socias. Solo hombres y sus viudas. Resulta increíble en estos tiempos pero así es y por muchos años.
—Lo dices como si eso te molestara —replica Clara—. No veo yo por qué una mujer va a querer ir sola a un acto social.
Inmaculada la mira confundida. Se da cuenta de que se está descubriendo. Y se arrepiente. No quiere empezar con mal pie.
—Pues yo misma. A mí me encanta ir sola —salta Olivia cortante, sabiendo que lo que dice es una mentira. No le gusta ir sola, pero lo prefiere mil veces a encerrarse de por vida—. Qué interesante que las mujeres más machistas sean las que no se han casado.
y prohibidas, y los años empezaban a ponerla fuera del mercado. Aunque su posición en la universidad podía afianzar su independencia económica, eso no lo es todo. Quizá debido a la escrupulosa educación católica recibida que es incapaz de sacudirse de encima. Rodrigo la ha rescatado de una caída en picado, de una tragedia imperdonable que la arrastraría a la ignominia más absoluta. Por ello debe estarle eternamente agradecida. «Seré la mejor de las esposas», se suplica a sí misma Inmaculada. Y pinta en su rostro el papel de novia ilusionada.
—¿No te ha dolido dejar tu trabajo? —pregunta Rosario cuando Clara, Olivia y Rodrigo se entretienen discutiendo sobre una de las fincas que acaban de arrendar a un torero—. Rodrigo nos dijo que dabas clase de literatura en la universidad.
Inmaculada se vuelve hacia ella aturdida. No está acostumbrada a que nadie se interese por sus sentimientos.
—Sí, bueno, no sé. En la vida no se puede tener todo. Hay que elegir.
Rosario la mira muy seria, indescifrable. Apura su café y lo deja sobre la mesa.
—Yo suelo equivocarme con mis decisiones —dice finalmente sin levantar la vista hacia ella—. Seguramente por cobardía.
Inmaculada siente como si estuvieran ellas dos solas en la habitación. La conversación de su marido, su suegra y su cuñada se ha convertido en un murmullo de fondo sin importancia.
—Esto es un pueblo. Quiero decir que aquí no hay nada. Campo —le advierte Rosario.
Se miran a los ojos, como si se retaran mientras el resto de los presentes siguen envueltos en una conversación, ahora sobre una fiesta que da un primo lejano en su finca de Cáceres a la que madre e hijo planean acudir.
—He venido a crear una familia —responde Inmaculada encogiéndose de hombros.
Rosario asiente. Se levanta y sale de la habitación. Solo Inmaculada observa su partida. Entonces Olivia se vuelve hacia Inmaculada. No quiere ir sola a la fiesta. Sobre todo porque se ha enterado de que Manuel ha vuelto de América y no piensa encontrarse a solas con él. Necesita carabina y nadie mejor que su hijo. Ya está rezando para que su hija no se cruce con él.
—A ti no te molesta que mi Rodrigo me acompañe a la finca del primo Luisito, ¿verdad, querida?
—No, claro —responde Inmaculada un poco aturdida.
—Pues a mí no me parece apropiado —dice Clara molesta—. Aquí hay mucho que hacer y Rodrigo prometió ayudarme. Además debería quedarse con su esposa. Para eso se ha casado.
Inmaculada mira a Rodrigo sorprendida. ¿Es que planea dejarla allí sola? Rodrigo percibe la inquietud de su esposa. Pero él no va a renunciar al placer de la caza. Siente felicidad desde el momento en el que suena el despertador de madrugada, se viste y enfunda las botas apresuradamente, y sale a reunirse con el resto de los hombres que han nacido para gobernar el mundo. El mozo que le espera con la fusta en la mano, los perros organizados en jaurías, su adorado corcel árabe que compró hace dos años, ¿por qué debería cambiar nada?
—Cariño, es que a ti no te gustaría. Nos vamos de cacería. Ya sabes, armas, sangre, animales muertos. No es tu estilo.
—Ya, pero —intenta replicar Inmaculada, horrorizada ante la idea de quedarse en aquella casa con Clara y con la otra hermana de la que no sabe qué esperar. Además, ¿qué significaba eso de que no era su estilo? Casi no se conocen ¿y ya la ha catalogado?
—Mañana mismo iremos a Sevilla y te compraremos una biblioteca, ¿qué te parecen quinientos volúmenes para empezar? Tú eliges lo que más te guste.
Inmaculada se queda abrumada. Eso significará un dineral. Rodrigo entiende lo que se le pasa por la cabeza y sonríe satisfecho. Le encanta dejarla boquiabierta.
—Será mi regalo de boda —concluye besándole la mano—. Quiero que hagas de esta tu casa cuanto antes. Vas a ser muy feliz aquí. Ya lo verás.
Olivia también parece contenta. Le sirve más champán.
—Todos vamos a esforzarnos para que seas aquí feliz y no te falte de nada.
Clara vuelve los ojos. Seguramente piensa que una biblioteca es un despilfarro. Inmaculada sabe que debería sentirse contenta, satisfecha. Como dirían en su barrio, ha pegado un braguetazo de primera. Quizá no está todo lo feliz que debería, pero es por su culpa, por pensar demasiado, por desagradecimiento... Ella se excusa a sí misma convenciéndose de que la felicidad no es un estado permanente. Es huidiza y cruel, se te escapa de las manos como la arena. Las cosas siempre cambian y la gente inteligente no puede vivir en un estado de continua negación. Llega la realidad y las cosas son como son. Desde que conoció a Rodrigo vive en un globo y siente que el globo podría pincharse en cualquier momento. Se siente mareada por el champán. Las burbujas le cosquillean en la boca. Todo en la vida tiene un precio, y eso ella lo sabe bien. Su precio es haber dejado su trabajo, su mundo, en Barcelona. Estudia a Rodrigo, que charla despreocupadamente con su madre. Hace dos semanas, ni siquiera lo conocía. Se chocaron en el vestíbulo del Liceo. Wagner los unió. Ella llevaba el alma atribulada, un traje prestado y un acompañante también prestado que curiosamente había conocido a Rodrigo en casa de su hermano abogado. Tomaron una copa de cava en el entreacto de
Tristán e Isolda.
Las emociones desatadas por la música y el ambiente cargado habían sonrosado sus mejillas. Inmaculada se sentía inundada por un calor interior que mantenía su sensibilidad alerta. Irradiaba entusiasmo. Le resultaba fácil estar relajada en un ambiente en el que no tenía nada que perder, pues no era el suyo, y no buscaba ni esperaba nada. Cuando sonó la campana que anunciaba el comienzo del tercer acto, apuraron el cava y Rodrigo ya había tomado una decisión: aquella mujer le interesaba. Él era de palabra fácil, bromista, encantador, caballeroso y divertido. Ella aceptó anotarle su teléfono en el programa de mano. A partir de ahí, la semana se convirtió en una sucesión de cenas, comillas, teatros.
Y cafés y copas en lugares que jamás había visitado. Durmió muy poco. Bebió mucho. Bailó incluso en lugares que no recordaba. Disfrutó de una manera diferente hasta olvidarse de sus problemas con la vida y sus circunstancias. Al final de la semana, estaba encantada con el papel de princesa que Rodrigo le había asignado; pero dispuesta también a decir adiós. El suyo había sido un encuentro que llevaba adherido el cronómetro de la cuenta atrás. Nunca esperó una propuesta de matrimonio tan alocada como había sido la semana. Ella necesitaba dar un giro radical a su vida, abandonar una amistad imposible que solo podía provocar dolor, y allí aparecía su oportunidad. Pero ¿por qué se ha casado él con ella realmente? Hay mujeres más bellas, más ricas, de alta cuna. Inmaculada no lo termina de entender. Lo achaca a la tensión sexual. Los hombres no parecen ser capaces de pensar cuando quieren llevar a una mujer a la cama y ella no era presa fácil. La noche de bodas él parecía haber disfrutado. Ella no, pero supuso que así debía ser. Se acostumbraría. A pesar de ser una mujer moderna, trabajadora y universitaria, ha sido criada en un orfanato de la periferia de Bilbao por unas monjas que le han inculcado valores tradicionales de los que no es capaz de escapar. Inmaculada quiere pensar en lo guapo que es Rodrigo, en su cuerpo atlètico, en desearlo.
—Bueno, y entonces, ¿qué vamos a hacer? —pregunta Clara cuando el champán llega a su fin—. Habrá que presentarla a nuestros amigos.
A Inmaculada le molesta el comentario, pues parecen ignorar su presencia. La sitúan al margen de las decisiones que se toman en la casa. Se gira hacia Rodrigo esperando su mirada. Pero su marido se vuelve hacia su madre interrogante.
—Sí, claro —vacila Olivia—. Nuestros amigos querrán saber por quién has dejado de ser el soltero de oro de la provincia.
Olivia se vuelve hacia Inmaculada, la estudia con interés.
—Pero antes deberíamos ir de compras a Sevilla y hacer una visita a mi peluquero. ¿Qué te parece, querida?
«Que me queréis transformar. Que no os gusto. Y que no tengo más remedio que tragar», piensa la reciente esposa. Por una vez, Inmaculada desearía ser tan tonta como debe de aparentar. Pero al momento sonríe con dulzura y maldice su mala predisposición, sus suspicacias. Rodrigo la abraza y la besa entusiasmado.
—Pues no sé, no quiero dar trabajo, Olivia. Seguro que tú estás muy ocupada con tus cosas.
—Inmaculada, mantenerme con este aspecto, a mi edad, es verdad que me da mucho trabajo —responde Olivia bromeando—. Respecto a todo lo demás, Clara prefiere apañárselas sola.
—Además, a doña Olivia siempre le ha encantado jugar al hada madrina —concluye Rodrigo—. Y su peluquero hace milagros.
—Pensé que te gustaba mi pelo —dice Inmaculada insegura, pasándose la mano por su melena.
—Y me encanta. Pero ahora eres una mujer casada, con una vida nueva. Iremos a fiestas, al casino. No pretenderás quedarte siempre en casa como mis aburridas hermanas, ¿verdad?
Inmaculada niega con la cabeza y se siente aliviada, seguramente la tercera copa de champán tiene algo que ver. Por un momento, se ha visto sola en aquella casa mientras él sale de cacería. Ahora se abre una puerta nueva y la perspectiva de salir a un mundo desconocido la anima. Por otra parte, ella no es una mujer superficial. ¿Qué más da que la transformen? Seguro que la mejoran. Nunca se ha preocupado demasiado por su aspecto físico y quizá es hora ya de que lo haga.
Por la mañana, Madelaine estaba agotada. Tenía la sensación de haber pasado toda la noche huyendo por un denso bosque, con matorrales azotándole las piernas, los brazos y la cara mientras escuchaba los apresurados pasos de unos desconocidos perseguidores. Le dolían el cuerpo y los ojos de mantenerlos alerta. Estuvo a punto de volver a sumergirse en un sueño que borrase todo el cansancio acumulado durante la noche. El dormitorio interior, y por tanto sin ventanas, estaba todavía invadido por el pesado silencio nocturno que trae la oscuridad total. Su conciencia le hizo reaccionar inesperadamente. Solo una rendija de luz sorprendentemente luminosa por debajo de la puerta le avisó de que el día había empezado hacía horas. Se volvió hacia la mesita de noche y cogió el móvil que acostumbraba a servirle de reloj y también de despertador. Marcaba las diez y treinta y cinco. Madelaine se levantó de un salto. Hacía años que no amanecía más allá de las ocho y media, pero claro, hacía años que no dormía en una casa palaciega andaluza con cuartos interiores, que confunden a la glándula pineal en el ajuste de los ciclos de vigilia y sueño. Los señoritos no madrugan, solía repetir la tía Clara. Y, aunque ella se levantaba temprano, y también su tía Rosario, ninguna de ellas puso a su sobrina ningún tipo de restricción en cuanto a madrugar.
Madelaine creció, por decirlo de algún modo, desorganizada, al margen de las reglas que regían la vida del pueblo llano. Aunque los estudios y posteriormente el trabajo la obligaron a entrar en el sistema horario, ella no llevaba reloj de pulsera, y una temporada que lo intentó se sintió tan incómoda que terminó regalándoselo a una compañera del internado de los jesuitas en el que estudió el bachillerato. Lo curioso es que su incapacidad de atarse al tictac de un mecanismo inventado por el hombre la volvió mucho más ordenada. Ella quería ser normal, integrarse, y, simplemente, sabía dónde tenía que estar en cada momento. Cómo calculaba los tiempos era un misterio incluso para sí misma, pero no solía llegar tarde a ninguna cita y sus compañeros sabían que, en general, era de fiar.
Madelaine se embutió en el pantalón vaquero y se puso una camiseta de algodón. Al atarse las sandalias la vista se detuvo en los cajones de la mesita de noche. Le picó una repentina curiosidad. Abrió el primero. Estaba vacío, como imaginaba, aunque un poco polvoriento. Sabiendo el poco polvo que se acumula en los cuartos interiores, con seguridad ese cajón no se había abierto en décadas. Metió allí su cartera, billetes de tren y el pequeño bolso que solía llevar a modo de bandolera. Abrió el segundo cajón. También vacío. Y el tercero y último. Allí tampoco había nada. O eso parecía hasta que, mecánicamente, introdujo la mano hasta el fondo del cajón y tanteó. Sus dedos tocaron algo, ¿piedras? Madelaine extrajo con cuidado un collar largo. Era muy hermoso, de piedras verdosas e irregulares. Un poco hippy, pensó Madelaine. Seguramente no tendría mucho valor. Sabía que la tía Clara guardaba todas las joyas en una caja fuerte empotrada en la pared y escondida tras un cuadro del salón, al estilo de las películas de detectives americanas. No se le ocurría cómo podía haber acabado el collar allí. Las piedras eran extraordinariamente suaves y frías. Madelaine se las pasó por los labios y sintió el dulce beso de la muerte, relajante, atemporal. Se colocó el collar y salió de la habitación.
La tía Clara la esperaba en la cocina. El café humeaba en la cafetera de metal que llevaba más de cuarenta años en funcionamiento. Madelaine pensó que sería extraño encontrar en aquella casa algo que tuviera menos de cuatro décadas.
—Tengo que llevar el sobre a las monjas —le explicó la tía Clara. Tenía prisa. Quería estar de vuelta antes de que llegara el inspector de Hacienda.
—Pero tía, ¿todavía sigues con eso?
—Siempre han sido quince mil pesetas y lo seguirán siendo. Fue nuestro compromiso para mantenerlas.
—Bueno, supongo que al menos llevarás el dinero en euros —dijo Madelaine bromeando.
La tía Clara asintió y abrió el bolso para enseñarle un conversor electrónico de pesetas a euros.
—¡Qué remedio! Me he tenido que modernizar. Ahora son noventa euros con quince céntimos.
—Pero tía, las monjas viven ya de su trabajo en el colegio. Hasta donde yo he entendido, está subvencionado por el Estado.