—Eso habrá que verlo —comentó la anciana interesada—. La Juani siempre dice que su tía no contrataría a nadie del pueblo. Desde que despidió a Pepita y a Trini, que iban unas horas a planchar y mantener, se volvió aún más rara. Traerá a alguien de fuera, a alguna árabe o alguna sudamericana, seguro. Y si es sorda y muda, mejor que mejor.
—¿Y por qué iba a hacer eso? —preguntó Madelaine extrañada.
—Por la misma razón por la que nos echó a todos.
—¿Y cuál es? ¿Cuál es la razón? —preguntó Madelaine perdiendo la paciencia. Le fastidiaba comprobar que la gente del pueblo seguía atribuyendo secretos y perversidades a los Martínez Durango, cuando en aquella casa solo vivía ya una anciana desamparada, incapaz de causar mal a nadie.
—Eso tendrá que contárselo ella. A mí me ha ido muy bien siempre no metiéndome en la vida de los demás y no voy a cambiar ahora —dijo la anciana santiguándose.
Madelaine la estudió detenidamente. Bernarda mantenía la conversación sin dejar de pelar las vainas con una destreza mecánica admirable. ¿Cuántas habría pelado en su vida? Millones, seguro. No parecía tener prisa por terminar la conversación. Se hizo un silencio de unos segundos.
—Y usted, señorita, ¿qué? ¿No se casa?
A Madelaine le hizo gracia aquella pregunta tan directa y decidió ejercitar su deporte favorito: el escándalo.
—No; pero tengo muchos novios.
Para su sorpresa, la anciana no solo no se escandalizó sino que soltó una carcajada.
—Pues me alegro. Es usted muy guapa y ¿para qué hacer desgraciado a un hombre? —Madelaine la miró sin terminar de entender, intentando decidir si debía ofenderse, y la anciana continuó—: Pero eso no lo vaya diciendo usted por ahí, ¿eh?, que, como se entere su tía Clara, le va a echar una buena bronca. Bueno, aunque, pensándolo bien, a estas alturas, ¿qué podemos hacer ya los viejos?
—Me alegro de verla, Berni. No entiendo cómo no nos hemos visto en todos estos años, viviendo tan cerca.
—Pues porque usted siempre va en coche, señorita —respondió Bernarda con una lógica sencilla y aplastante—. Por eso le he preguntado si se le había averiado.
Madelaine tuvo que asentir ante una verdad tan obvia de la que, sin embargo, no se había percatado.
—Ese collar era de su madre, ¿verdad? —preguntó Bernarda entornando los ojos con interés—. Sí, es el mismo. Era su favorito. Mi nieta dice que todo vuelve a ponerse de moda.
—Todo vuelve —confirmó Madelaine tocándose el collar y sintiéndose orgullosa de su herencia—. ¿Se acuerda de mi madre, Berni?
La mirada de la anciana se turbó. A Madelaine le pareció notar que incluso se sonrojaba.
—Claro que me acuerdo. Era muy lista. Tenía la cabeza llena de historias. Leía mucho.
—¿Y qué más? ¿Sabe? Yo no me acuerdo tanto de ella. A veces vienen momentos en los que la veo con claridad, pero intento dibujar su rostro en mi cabeza y no puedo.
—Es lo que tienen los muertos —dijo Bernarda desviando la mirada—. Son huidizos. Y así debe ser.
—¿Se acuerda de cuándo se fue?
—No. De eso no me acuerdo —respondió muy seria—. Yo llegué una mañana y ya no estaba.
Madelaine sintió que a la anciana le angustiaba la conversación. No quería seguir por ahí. Seguramente le dolió la muerte de su madre. ¿Para qué importunarla?
—Dicen que yo me parezco a ella —comento Madelaine.
—Sí, un poco. En los ojos. Pero a mí me recuerda más a su abuela Olivia.
Caramba, ¡alguien que hablaba de su abuela Olivia sin hacer un gran misterio del asunto!
—¿La abuela Olivia? Pero si yo la he visto en fotos y era rubísima.
—¿En fotos? Pues mire que me extraña. Su tía nos mandó a mi hermana y a mí retirar todas las de la casa cuando murió. ¿Dónde vio esas fotos?
—En el desván. Las encontré un día por casualidad en una caja.
La anciana suspiró con picardía.
—Ah, entonces es que la bruja de Clara no se atrevió a tirarlas. Tuvo escrúpulos después de todo. Al fin y al cabo, era su madre. I,n el fondo es una supersticiosa de primera. No se puede tirar a una madre a la basura. Aunque sea en foto. Pues sí, me recuerda a ella, a Olivia, pero en moreno, claro. Era guapísima y traía a los Nombres de calle. Esa era su maldición. El abuelo de usted era un hombre de apariencias. Nunca sabías muy bien lo que estaba pensando. Imponía respeto, eso es cierto —concluyó Bernarda con la mirada lejana—. Hace bien usted en no meterse en líos. ¿Qué necesidad tiene de complicarse la vida con un hombre? El matrimonio solo es para las que saben aguantar, y ustedes, las mujeres Durango, no son capaces. No es que las critique, porque, digo yo, total, ¿para qué, con lo tranquila que puede vivir una sola?
—Sí, eso mismo pienso yo —asintió Madelaine.
Berni sonrió y dos enormes palas delanteras, las únicas que habían sobrevivido al paso de los años, anunciaron la entrada a una boca oscura, caverna prehistórica donde nuestros antepasados buscaran cobijo.
—La niña Madelaine tendrá más suerte, se lo digo yo. Que por algo me llaman la Vidente.
—Ah, adivina usted el futuro —dijo Madelaine divertida.
Bernarda soltó una sonora risotada.
—No, la verdad es que yo de bruja, poco. Vamos, nada de nada, hija, que si no mejor me hubiera ido en la vida. Es por los dos dientes que me quedan: bidente.
Madelaine estalló en carcajadas.
—Un día de estos, ahorro lo suficiente y los obligo a cambiarme el mote. Ya verá —dijo la anciana sin perder la sonrisa.
—Adiós, Berni, me ha encantado verla. De ahora en adelante, dejaré el coche en casa de vez en cuando.
La anciana asintió y empezó a recoger las vainas para entrar en su humilde casa mientras Madelaine continuaba su camino. Fue entonces cuando advirtió que no sabía adónde iba. Caminó entre las calles y una desazón empezó a carcomer la ligereza de la que le había imbuido su conversación con la antigua sirvienta. Era terrible no saber adónde ir. ¿Por qué había salido de la casa? ¿Por qué no podía aparecer como una rica ociosa ante el fiscalista? ¿Le importaba, acaso, lo que él pensara? Ella, como sus tías Clara y Rosario, no podía soportar el que los demás pensaran que era una vaga irresponsable. La sangre azul tiene sus obligaciones, decía la tía Clara. Por una parte, el aristócrata debe mostrarse dueño del reloj, disfrutando del privilegio que supone controlar el propio tiempo. Puede levantarse cuando le venga en gana, comer a deshoras o trasnochar sin miedo al amanecer. Pero, por otra, su existencia en el mundo debe quedar justificada con una contribución, del tipo que sea, que deje constancia de su naturaleza superior. Madelaine se hallaba sumida en estos pensamientos cuando se encontró fuera del pueblo, frente a una bifurcación de carreteras. La principal conducía a Sevilla, la otra serpenteaba, enlazando una ristra de aldeas de la sierra. Tomó la carretera secundaria. No quería cruzarse con nadie. Los campos de olivos y alcornocales se derramaban a izquierda y derecha, sobre las colinas suaves. El sol de la mañana abrasaba. Claro que allí no iba a cruzarse con nadie. Qué loco se aventuraría por esa carretera, a pie, a aquellas horas. Sintió el collar de piedras sobre su cuello. Parecía haberse vuelto más pesado. De hecho incluso sentía que le tiraba del cuello. Tocó las piedras, que estaban extrañamente frías. Eran muy suaves, ovaladas, de formas irregulares. Se salió de la carretera para dirigirse a un olivo centenario. Allí, bajo su sombra, se sentó en el suelo y se quitó el collar. No lo recordaba en el cuello de su madre, y, sin embargo, Berni había dicho que era su preferido.
1971, San Gabriel
—Lo compré en Cáceres la pasada Semana Santa —dice Rosario sonriendo.
Sus ojos son los de una niña entusiasmada con el hallazgo. Es un collar precioso, de piedras verdes ovaladas e irregulares. Único. Irrepetible. Como el momento de frivolidad que se ha permitido una mujer espartana de ínfimas necesidades. Inmaculada lo entiende. Entiende su ilusión. O más bien la comparte. Tampoco ella es una mujer proclive a las frivolidades, pero, cuando están juntas, Rosario se siente alegre y eso a Inmaculada le gusta. La pequeña satisfacción de su cuñada hace que su papel en aquella casa sombría se justifique. Supone un alivio, momentáneo al menos, frente al aislamiento diario. Inmaculada se acerca para tocar el collar y siente una paz y una dulzura desconocidas. Un silencio poderoso y expectante ocupa el saloncillo verde y solo el tictac del reloj de pared alerta del paso del tiempo.
—¡Qué cuentas más suaves! —dice Inmaculada rozándolas con los dedos—. ¡Qué agradable el tacto frío y terso de la piedra! Es como tocar las lágrimas de la Virgen de los Milagros, la Virgen de la capilla de las monjas con las que me crié. Me imaginaba así sus lágrimas. No cuando salían de sus ojos, claro, pero sí después. Pensaba que no podían ser de agua salada como las de todo el mundo porque ella era de piedra y su dolor demasiado grande, tanto que debía materializarse en perlas o en cuentas hermosas, sólidas, imperecederas. Como las de este collar.
A Rosario le encanta escuchar a su cuñada decir cosas que nadie dice. A pesar de l;i timidez de Inmaculada y de encontrarse claramente desubicada en el microcosmos de los Martínez Durango, su imaginación es un potro alocado que vuelve su mundo del revés. Ni la rigidez y el oscurantismo de Clara, ni el colorista hedonismo de su madre, han atraído nunca a la hermana mediana. Con Rodrigo simplemente no se lleva. Circulan por universos paralelos, condenados a no encontrarse jamás. En cambio, Inmaculada sí vibra en la misma tesitura, aunque, a diferencia de ella, puede soltar amarras y abandonar las convenciones, al menos mentalmente. Su poder de ensoñación la libera y, luctuosamente, también la atrapa, como la mariposa bajo la red del coleccionista. Su hermano no comprende a su esposa, de eso está segura. Tampoco se molesta en hacerlo. Está demasiado preocupado consigo mismo, intentando disfrutar sin tregua. Las palabras de Inmaculada han quedado flotando en el ambiente y Rosario siente su aliento cálido, con un lejano aroma a café, y el perfume floral que despide su cuello. Quiere preguntarle cuál utiliza. Lo encargará en Sevilla para vaporizarlo sobre su almohada por las noches. Pero no se atreve.
—Te lo regalo —le propone Rosario llevándose la mano al cuello para sacarse el collar en un gesto espontáneo.
—Oh, no, ni hablar —rehúsa Inmaculada—. Prefiero disfrutarlo en tu cuello y que me dejes tocar las cuentas de vez en cuando.
El rostro de Rosario se ensombrece de improviso. Inmaculada se vuelve hacia la puerta. Acaba de entrar Rodrigo.
—Ay, qué bien, cariño —le recibe Inmaculada con una amplia sonrisa—. Llegas justo a tiempo. Estábamos hablando de Cáceres. Me estaba contando tu hermana que es una maravilla. Yo no lo conozco.
Rodrigo va directo al mueble bar y se sirve un whisky. Parece aburrido y de mal humor. Lleva ropa de montar y las botas sucias. La barba de dos días remarca su masculinidad. Bien podría pasar por un actor de película italiana. ¿Por qué parece siempre tan insatisfecho si lo tiene todo?, no deja de preguntarse Inmaculada. ¿Tan infeliz es conmigo?
—¿Te pasa algo? —le pregunta Rosario.
—Nada. ¿Qué me va a pasar? —replica Rodrigo con frialdad. Levanta su vaso a modo de brindis hacia su mujer y su hermana, que se encuentran sentadas en el sofá, junto a la ventana—. Por la vida, que es bella. Tan bella como siempre lo ha sido y siempre lo será.
Rodrigo se bebe el whisky de un trago mientras contempla a las dos mujeres que le miran sin saber qué decir. Sus siluetas se recortan sobre la luz de la tarde como si de un cuadro de Sorolla se tratara. Tonos claros de sol mediterráneo golpean sus cuerpos femeninos produciendo pequeños chasquidos de luz de estrella. Hermosos colores que solo un genio puede capturar. A Rodrigo le provoca una quemazón en el estómago. Desea atrapar la belleza del momento, pero, como le sucede con sus propios deseos y sueños, se le escapa entre los dedos. Nada se solidifica a su alrededor, lodo es etéreo, efímero. El contraluz no le permite distinguir sus rostros con claridad, pero se los imagina perfectamente. Confusos. Decepcionados. Piensan que es un perdedor, un tipo inservible. Él es un hombre con talentos limitados y desaprovechados. Siempre ha habido alguien que ocupara la casilla de salida antes que él, que se le adelantara por la manga, dejándole sin cometido en la vida. Rodrigo sabe que solo hay una forma de soportarse y es entreteniéndose. Pero ahora no puede. No como quisiera. Sus amigos se han ido casando y están muy ocupados con sus vidas. Han madurado, o, al menos, eso creen. Inmaculada es su esposa ahora pero no es una opción. No quiere pasearla por sus ambientes, ni que conozca cuán desesperadamente necesita la evasión. No sería apropiado. Ni justo. Por otra parte, su madre y compañera de fatigas está ocupada. ¡A sus años! ¿Será por el sexo? No, no lo cree. Lo que Olivia necesita es cambiar de escenario y de compañeros de reparto para no caer en el tedio; y no la culpa. Ella eligió vivir así y, una vez viuda, no será él quien se lo eche en cara. Pero ¿qué puede hacer él con el bicho del aburrimiento corroyéndole las entrañas? Podría elegir otra vida, pero no se ve capaz si quiera de pensarlo. Sus inclinaciones gobiernan su cuerpo y su mente. Su deseo de placer constante le torna infeliz y lo sabe, pero se niega a sucumbir a la verdad. Entonces tendría que inventar otro Rodrigo. ¿Otro Rodrigo? En esta vida es imposible. Ya es tarde. Si al menos su madre volviera a casa... Ella es la única que le entiende sin cuestionarle.
—Rodrigo, me encantaría visitar Cáceres. ¿Por qué no organizamos una excursión? —propone Inmaculada con entusiasmo.
—Sí, ¿por qué no? —la secunda Rodrigo intentando demostrar el mismo entusiasmo—. Se lo diremos a Olivia cuando regrese de Sevilla. Ella conoce un par de sitios divertidos allí.
—No creo que Olivia esté disponible en una temporada —dice Rosario con frialdad—. Su nuevo amigo la mantiene muy ocupada. Deberías llevarla tú. Es tu esposa.
A Rodrigo le da pereza. Se le nota en la cara. Se sirve otro trago con parsimonia.
—Tiene toda la vida por delante para conocer Cáceres. Si lo hacemos todo ahora, ¿qué va a quedar para después? Además, Inmaculada tiene que cuidarse.
—Me cuido perfectamente —le responde su esposa enfadada. ¿Por qué asumen Rodrigo, Olivia y su hermana Clara que si no se queda embarazada es por culpa de ella? Está harta del tema—. Si no quieres ir a Cáceres, tendrás que buscarte otra excusa.