—Pues no lo hagas. No entiendo a santo de qué tienes tú que conservar los compromisos de otras personas.
La tía Clara gastaba una pequeña fortuna el día de Todos los Santos en coronas y durante todo el año manteniendo, no solo las tumbas del panteón familiar, sino las de aquellos con los que se habían comprometido su madre y su hermana. Entre los adeudados se encontraban la familia de un antiguo cochero, que pereció en un trágico incendio hacía más de veinte años, la de la doncella de su madre, una solterona que se trajo de París, fallecida hacía treinta y un años, la de los primos pobres de Navarra, que finalmente acabaron allá sus días, también hacía más de una década, y la de los dos últimos sacristanes de la iglesia, muertos sin descendencia ni familia.
—No digas eso, Madelaine. A los muertos hay que respetarlos. Todo está allá. En el pasado. Sin el pasado no somos nada. Ni siquiera la pura pregunta. Hay que respetarlos. Incluso a los que nos hicieron daño. A esos más. No nos queda otra. Todo está allá.
Madelaine miró a su tía sorprendida. ¿Estaba poniéndose profunda o perdiendo la cabeza? Sintió una inexplicable desazón que intentó sacudirse al momento, sin pensárselo dos veces, sin procesarlo.
—Pues espero que no pienses dejarme ese asunto en herencia —dijo Madelaine intentando bromear—. De seguir ampliando el número de difuntos protegidos, pronto nos convendrá tener un negocio de floristería propio.
—La promesa hecha a un moribundo es la más sagrada y yo me comprometí. ¿No cumplirías tú mis últimos deseos? —preguntó la tía, penetrando a su sobrina con la mirada.
—¿Ese va a ser tu último deseo? ¿Que siga manteniendo las tumbas de toda esta gente? —preguntó Madelaine con incredulidad. ¿Sería posible? Bueno, si aquello era lo que quería, siempre podría arreglarlo con Pepín.
La tía se volvió hacia el nicho en el que pronto yacería, entre Rodrigo y un último hueco vacío. Sonrió levemente.
—No. ¿Cómo iba a ser ese mi último deseo? Hay algo mucho más importante.
Madelaine suspiró aliviada, aunque no había razón alguna para su alivio.
—Ah, ya me parecía a mí que no me lo pondrías tan fácil.
—He hecho preparar un nicho más para ti —dijo la tía Clara señalando el último hueco.
Madelaine sintió un escalofrío que intentó disimular bromeando.
—Gracias, tía, pero por ahora no pienso utilizarlo y además a mí me va más lo de la incineración.
—¿Y para qué querrías hacer eso teniendo un panteón como este? —preguntó la tía—. Aquí estamos todos.
—Excepto Olivia.
Clara la ignoró y continuó su discurso.
—También hay hueco para tu marido, tus hijos y hasta tus nietos. Incluso podríamos ampliarlo. —La tía Clara señaló unas tumbas abandonadas a la izquierda del panteón—. A esa gente no la cuida nadie desde hace más de cuarenta años. No sería difícil hacerse con ese terreno. Esos huesos deberían estar ya en el osario.
Quizá su tía no tuviera escrúpulos en mover a muertos de un lado para otro, por mucho que ya fueran puro hueso, pero desde luego ella no se imaginaba en semejante tarea. La tía Clara se quedó haciendo cábalas sobre cuánto le costaría llevar a cabo algo así y si debería ponerse manos a la obra y dejarlo resuelto antes de que el Señor la llamara a su lado. Sería una forma de presionar a su sobrina para que se diera cuenta de que su deber era reproducirse, continuar con la estirpe. Serviría de recordatorio permanente. Qué tontería lo de la incineración. Lo decía para fastidiarla, pensó la anciana.
Los últimos rayos de sol cruzaron horizontales por entre los cipreses y, cabalgando sobre su cresta, entró también en el cementerio el polvo del camino, vestido de oro. A Madelaine le encantaba aquel momento del día. Hubiera deseado estar a solas. Saborear la brisa ligera que pronto enfriaría la sierra, barriendo la suciedad del día, limpiando la tierra de la tensión acumulada por deseos, envidias, amores, odios, cansancio, sueños vivos y muertos. El nuevo día debía empezar ligero y la noche tenía mucho trabajo por delante. Ellas dos ya sobraban en aquel lugar.
—¿Qué hay para cenar? —preguntó Madelaine levantándose con energía.
Gazpacho y tostadas con jamón. Y más charla de la que a Madelaine le hubiera gustado. Al día siguiente llegaba el inspector de Hacienda y la tía Clara quería que Madelaine se preparara. Iban a ser unos días duros y se jugaban mucho. Allí no había habido más administradores que la tía Clara. Ella no había querido a nadie metiendo la nariz en sus asuntos, tomando decisiones sobre lo que no era suyo. Madelaine apenas sabía lo que recordaba de las clases que Clara le había dado durante la adolescencia, hasta que se fue a la universidad, y que la convencieron de lo poco que le gustaría dedicarse a aquello por el resto de su vida. A día de hoy, no hubiera podido hacer una relación de sus propiedades, ni mucho menos del estado en el que se encontraban. Y ella era la dueña, como se empeñó en recordarle la tía Clara al ver el poco interés que prestaba a sus explicaciones.
—Pero yo no quiero nada —replicó Madelaine, que quería irse a la cama con un libro de Iris Murdoch que había comprado en la estación de Santa Justa. Madelaine nunca compraba novelas, pero el título del libro,
El príncipe negro,
había ejercido una atracción poderosa.
—Mira, Madelaine —le dijo la tía Clara muy seria—. Este no es momento de niñerías ni de estupideces.
—No son niñerías. Lo digo en serio. Yo no he pedido estar metida en este lío. No quiero nada. Que se lo lleven.
—No digas tonterías. Además, eso no es verdad. ¿Cómo te crees que hubieras podido ir a estudiar de no ser por tus rentas?
—Nunca me ha importado el dinero —insistió Madelaine con cabezonería. El tema del dinero le resultaba cargante, asfixiante. Le parecía el colmo que ella, que se había esforzado por tener una vida sencilla y autosuficiente, ahora tuviera que vérselas con todo aquello.
—Porque siempre lo has tenido.
—Te lo regalo. Firmo lo que sea.
La tía Clara se revolvía por dentro, intentando no explotar. Si hubiera podido, la hubiera abofeteado allí mismo. Los años fuera de casa habían dado alas a Madelaine. No había podido controlarla y allí estaba ahora, más rebelde que nunca y, encima, independiente. Le esperaban unas duras semanas de batalla y tenía que ganar. No iba a gastarse en guerras menores. Ella sabía cuál era su punto débil. Madelaine quería amor y la gente que busca amor romántico es frágil y manipulable.
Aquella noche, mientras la brisa de la montaña recorría los alcornoques, acariciaba la tierra seca que en la estación anterior había estado perfumada de verde y entraba juguetona en el pueblo blanco, silbando con suavidad entre las calles serpenteantes de casas bajas y humildes; revoloteando en remolino por la plaza vacía del pueblo, rodeada de plátanos viejos; saboreando el agua helada del caño que antaño compartía con las bestias; atisbando con curiosidad, al amparo de las sombras, por las ventanas de los amantes dormidos, y de los trasnochadores que sufren, penan o maquinan deseos o sueños sin garantías de adquisición; mientras la brisa de la noche se estiraba de gusto cual gato satisfecho, saboreando apenas el olisqueo de la gente de San Gabriel, sencilla y complicada, gente que acataba y que vivía, que se ordenaba, como antaño, y se desordenaba como exigían las pasiones intemporales, gente que, como siempre había sido, temía a los Martínez Durango, mientras la brisa se hacía dueña del pueblo, Madelaine se agitaba en sueños. Soñó que su centro de salud en Olite se empequeñecía con ella dentro. Las paredes empezaban a plegarse sobre sí mismas como si estuvieran empujadas por fuerzas externas que pretendían acabar con ella y sus pacientes. Salió de su consulta y pidió a la gente que abandonara el centro. Para su sorpresa, todos, pacientes, enfermeras y compañeros médicos la miraron como si estuviera loca y sus cuerpos empezaron a estirarse y estirarse, a alargarse como preparándose para encajar en el nuevo espacio. Madelaine los empujó hacia la puerta de salida, desesperada, hasta que sintió un pinchazo en la pierna izquierda y todo se nublo. Succionada por una espiral oscura con forma de caracola, sintió frío y una corriente helada recorrió su cuerpo a medida que caía en el abismo.
Se despertó envuelta en sudor y estiró la mano para encender la luz de la mesita de noche. La tía Clara había tenido la precaución, como siempre, de dejarle un vaso de agua junto a la lámpara. Madelaine bebió unos sorbos mientras sus ojos recorrían el cuarto que tan bien conocía. Era un dormitorio interior con muebles isabelinos heredados de la hermana de su abuela, que, según decían, había sido muy amiga de la familia Ayuso, a la que pertenecía el famoso arquitecto responsable de la biblioteca del Senado de Madrid e importante exponente del estilo isabelino. Madelaine siempre se había sentido muy poco parte de aquello. De adolescente había pedido que se los cambiaran por unos más alegres y juveniles, pero la tía Clara le explicó el privilegio que era disponer de un dormitorio de esa clase y que solo una niña malcriada pediría que le compraran unos nuevos. Madelaine no volvió a insistir. Los muebles eran oscuros, fastuosos, con grandes curvas, bronces y chapas aplicadas en la cómoda, la mesita de noche y el inmenso armario frente a la cama. Esta tenía forma de góndola. Un sillón tapizado en tonos oscuros, en el que nunca se había sentado, completaba el mobiliario. De noche veía sombras que imaginaba se convertían en animales de formas fantasmagóricas y monstruosas. Entonces se tapaba completamente con las sábanas y mantas, sin importar el calor que hiciera, y temblaba rezando padrenuestros, avemarías y jesusitos-de-mi-vida hasta que caía agotada por el cansancio. Ni siquiera la colección de muñecas sobre la cómoda conseguía aligerar la apariencia engolada y tétrica de aquel cuarto. Solo la lámpara modernista de cristal anaranjado sobre la mesita de noche lo hacía soportable.
1961, San Gabriel
Olivia enciende la lámpara modernista, uno de los objetos que se ha traído de su apartamento de París. Ha viajado con un equipaje formidable porque necesita «los detalles». Son los que hacen una vida diferente de la otra. Los personales y los materiales. Son los que conforman quién eres o al menos la persona que te has construido con el paso del tiempo. Y ahora necesita tener muy claro quién es y no engañarse una vez más, porque siente un dolor inesperado e insoportable. Padece un engaño que se veía venir y que la pudre por dentro. Ya lo sabe todo. Se ha enterado por Marié, su única amiga en París. Pierre tiene una nueva amante. Más joven, por supuesto. Maldita sea. ¿Por qué se fijó en él? Sus ojos verdes, su pelo ensortijado que tantas veces había peinado con sus dedos, eran ya de otra. Se terminó. Eso seguro. Hizo bien en regresar antes a España. Habrá quien pensará que ha sido ella la que se ha cansado de él. ¿Con qué cara se hubiera paseado otra vez por Maxim's siendo la abandonada?
C'est fini.
De eso no hay duda. Se acabaron los desayunos en el café Les Deux Magots tras una noche loca en Montmartre. Se terminaron para siempre las películas de la
nouvelle vague,
las visitas a las
couture maisons
de Balenciaga o Chanel, y las fiestas en el Sena. Ella no va a convertirse en una vieja cacatúa en París. Pierre es un
gigolò
y hay que aceptarlo. Lo sabía desde el principio: un actor en ciernes que se muere por participar en una película de Godard, que comparte noches de juerga con Belmondo y compañía. Debería haberse dado cuenta de que Pierre terminaría con una chica con el pelo cortado a lo
garçon
e
hipsters
de pata de gallo. Y, sin embargo, la semana pasada, antes de abandonar su casa de Saint-Germain, todavía le llegó una factura de su sastre, que ella pagó sin rechistar. ¡El muy sinvergüenza! Olivia se levanta y saca una pitillera de plata de un bolso de piel que se encuentra tirado en el suelo junto a sus altísimos tacones de aguja. Pronto se ve rodeada por el humo mentolado de un cigarrillo fino y alargado. No entiende por qué pero se sorprende recordando el tacto de la piedra de la iglesia de Saint-Germain. En concreto, de la columna fría y centenaria de la antigua abadía benedictina que tanto le había reconfortado en la calurosa tarde de agosto dos años atrás.
Desenlace fatal pasada madrugada. Ruego te pongas en contacto para confirmar asistencia entierro. Clara Martínez Durango.
El telegrama, fechado el 8 de agosto de 1959, le había llegado al hotel mientras intentaba decidir si alquilaba un apartamento o regresaba a España. Su marido había fallecido mientras ella intentaba olvidarlo a él y a toda su vida en aquel pueblo de Huelva que allí nadie conocía. Las niñas no la necesitaban. Clara la odiaba desde lo de Manuel, y Rosario era muy fuerte. Solo sintió haber tenido que dejar atrás a su hijo. Hay algo frágil en su carácter que amenaza ruptura permanente y molesta su conciencia. Le impide sentirse libre. Rodrigo estaba por aquel entonces interno en el colegio de los jesuitas e iba a continuar allí hasta que terminara el bachillerato por órdenes expresas de su padre. Olivia no pudo cambiar las «órdenes expresas» de su marido. Nada podría cambiar hasta que el chico cumpliera los dieciocho años, y tuvo suerte, Néstor podría haber prohibido el contacto hasta los veintiuno. Por eso ha vuelto ella a España precisamente este 1 de julio de 1961, porque Rodrigo cumple dieciocho años mañana. En septiembre ingresará en la universidad, está a punto de comenzar la aburridísima carrera de Derecho que el padre eligió para él, pero antes Olivia quiere disfrutar el verano con su hijo. Su primer verano juntos y sin el padre. Necesita comprobar que el hijo se ha convertido en un varón independiente para aligerar esa mala conciencia de madre escapista que nunca la abandona.
Olivia se vuelve hacia el espejo y se estudia atentamente. Primero el rostro, donde han empezado a aparecer las primeras arrugas. No importa, sigue conservando un cutis de muñeca de porcelana casi perfecto. Tiene cuarenta años y nadie lo diría. Todavía es una auténtica belleza nórdica, una rara avis en el paraje andaluz. Rubísima, alta y esbelta, de ojos azules. Por algo su marido quiso añadirla a su lista de pertenencias. Se vuelve para comprobar que su espalda sigue cruzada por una larga y ya casi imperceptible cicatriz blanquecina. Si ella hubiera sabido, pero no supo. Ya da igual. Néstor, víctima y verdugo, yace bajo tierra desde hace casi dos años.
Como era de esperar, y a pesar de haberle ayudado la única vez que ya separados se lo suplicó, la había desheredado. Olivia solo pudo hacerse con la legítima. No le importó. Su propia herencia ya le proporcionaba el estilo de vida al que ella está acostumbrada. Todo hubiera sido casi aceptable de no ser por el sinvergüenza de Pierre. Pero no, piensa ella, no voy a permitir que ese
gigoló
me arruine las vacaciones con mi hijo. Olivia hace un gesto con la mano como para expulsar el pensamiento de Pierre de su cabeza y, al ver su reflejo en el espejo, se da cuenta de que el recuerdo del apuesto joven se difumina y se convierte en el de Manuel. Y le parece patético. Ella es patética. Pasará. Afortunadamente está sola en el cuarto y nadie tiene por qué enterarse de sus miserias, de lo que ella siente en lo más recóndito de su alma. Entonces se recoge el camisón por la espalda para ceñírselo al cuerpo y observar su figura esbelta. Todavía no es una mujer invisible.